Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













domingo, 27 de febrero de 2011

Guillermo Briseño

Texto publicado en noviembre de 2005
en El Blues de la Estufa Divina

Fue en 1975 cuando Guillermo Briseño regresó de una larga estancia en Estados Unidos. Nosotros éramos aún unos mocosos, hambrientos de algo. ¿De qué? Sepa la bola. Fumábamos Baronet y Delicados, andábamos en tranvía y comprábamos nuestros discos en Hip 70 (aunque yo era más fino: me iba a Yoko Quadrasonic, que estaba en la calle de Génova, para luego ver a los cuates en el Tom Boy o en el Toulouse Lautrec).

La radio no cooperaba para encontrar formas alternativas o, al menos, lo rescatable del rock.

Hoy, los éxitos de esa época me enternecen y me hacen suspirar de nostalgia, porque siempre claudiqué con tal de acercarme a Laura Maceiras Díaz, una niña de trece años que yo adoraba. Así que no me costaba trabajo fingir cierto gusto por la moda, a diferencia de mis amigos más violentos e intolerantes (Octavio Herrero y Gerardo Aguilar), que llegaban a las fiestas de la Colonia Roma y quitaban del tornamesa Kung Fu Fighting para poner discos de Deep Purple y los Stones.

Sin asomo de dolor, yo podía escuchar Seasons in the sun, Love will keep us together y Feelings, aunque en privado me concentraba en Blood on the tracks, de Dylan, y Walls and Bridges, de Lennon (nunca compré Wish you was here, de Pink Floyd, pero me gustaba mucho). Octavio, por su parte, andaba con Return to fantasy, de Uriah Heep, y con lo más reciente de Deep Purple (Burn, Strombringer y Come and taste the band), aunque no soltaba sus gastados Machine Head y The Book of Taliesyn, a la vez que excursionaba en las entrañas de la música (fue en 1975 cuando compuso una cosa extraña -discordia de sonidos, efectos de ambiente, ruidos, armonías dramáticas- a la que llamó Necrópolis; y luego vino Necrópolis II); mientras, Gerardo seguía encantado con los Stones (su única y verdadera religión, además de las Chivas Rayadas y Marugenia, su mujer): el viejo Goat’s Head Soap y la colección de rarezas llamada Metamorphosis.

Cierta noche, mientras disfrutaba de un episodio de Starsky y Hutch, sonó el teléfono. Era Octavio…

-Oye, mañana se presenta un tipo llamado Briseño.
-¿Dónde?
-En Arquitectura, en la UNAM. ¿Vamos?
-Sale.


El espectáculo de Briseño en la Facultad de Arquitectura consistía en la interpretación individual (sin grupo) de canciones originales: él solo, con un teclado y una caja de ritmos y sonidos pregrabados.

DIGRESIÓN 1: No me pregunten cómo se llaman esas cajas con manijas, botones y pantallitas, que tanto gustan a los tecladistas, porque apenas si distingo una guitarra, y eso porque en sexto de primaria participé en la Rondalla del Colegio México, cuyo éxito era Caminantes del Mayab.

DIGRESIÓN 2: Era difícil pronunciar, en la canción de Guty Cárdenas, eso de “…que ves arder de tarde las alas de Xcatay”? El profesor Abelino Mejía se enojaba...

-Es que no sabemos qué es eso, profe.

-¡Señores, el sh-ca-tay es un pájaro papamoscas! ¡Ya pudieron haber comprado la estampita en alguna papelería! Y el cocay es la luciérnaga, el cocuyo, pues.

-Como el Cocuyito Playero, de Cri-Cri… Negrito, ven junto a mí, pues hace rato que te perdí; y si es de noche, has de saber que a los negritos no puedo ver.

-Sí, Aguilar, sí. A ver, el otro Aguilar, Gerardo, explíqueme eso de “…y el grito tembloroso del pájaro pujuy”.

-Pues ha de ser como el Pájaro Uyuyuy.

-¡Aguilar, deje su guitarra y sálgase del salón! Me va a explicar en la Dirección de qué pájaro me está usted hablando.

-Profesor, el pujuy es un pájaro nocturno, también conocido como chotacabras. Su dibujo viene en el libro de Ciencias Naturales de tercero de primaria.

-Muy bien, Aguilar, muy bien. ¿Ya ve, Aguilar? Su hermano gemelo sí sabe.

-Entonces, ¿le explico aquí o en la dirección qué es el Pájaro Uyuyuy?

Gerardo era por fin arrastrado de su bracito al patio de la escuela.

No faltaba el compañero puro e inocente que se acercaba al centro del patio, ahí donde Gerardo siempre era puesto, en castigo, bajo el sol de mediodía (¡y de ahí no se mueve, Aguilar, hasta dentro de una hora!):

-Oye, Aguilar ¿y cómo es el pájaro, ese que dices... el Uyuyuy?

-Es un pájaro con los huevos tan grandotes… que baja a tierra diciendo ¡uy, uy, uy!

Estábamos hablando de 1975, cuando conocimos a Memo Briseño, quien desde entonces combinaba la música con la reflexión pública (cada canción se volvía eterna, porque la antecedía un largo prolegómeno), así que su espectáculo deambulaba entre el mitin político, el análisis filosófico, la crónica de sociales y la cátedra musical.

Adolescentes aún, pero con los oídos atentos a las cosas que sucedían, quedamos entusiasmados con lo que hacía Briseño. Le llamábamos rock, porque no contábamos entonces con instrumentos para verbalizar la multiplicidad de su propuesta, donde cabía el blues, el soul, el rock and roll, el jazz, la música nueva y el mismo huapango, y donde, además, entraba la poesía.

Pronto, Guillermo decidió probar con músicos en el escenario, y formó Briseño, Carrasco y Flores. ¡Eso sonaba muy pero muy bien! Luego se unió Hebe Rosell a la banda, y el material de Memo cobró muchos atrevimientos: otros sonidos, nuevos híbridos, mayor destreza en la letra, influencias de la música contemporánea (Xenaquis, Penderecki, qué sé yo).

Pude ver a un entusiasmado y atento Briseño entre el público del primero o segundo Festival de Música Nueva, en el Colegio de México, donde Manuel Enríquez nos dejó con la boca abierta. Por ahí andaban José Antonio Alcaraz, Mario Lavista y… yo, que no entendía nada, y sigo sin entender nada, por eso estoy aquí, a ver si llega la luz: me quiebro la cabeza para saber descubrir el mecanismo psíquico y la composición orgánica del gozo estético. Voy a Ruta 61 con la misma actitud que fui a los primeros Festivales de Música Nueva: ¿Qué está pasando en mi cuerpo y en mi mente, por qué una simple modulación me ahoga de placer, por qué ciertas armonías me provocan deseos de besar al que las produce, por qué ciertos sonidos dispuestos en ciertos momentos y entre ciertos silencios me afectan tanto? No sé.

Guillermo Briseño no es un capítulo del rock mexicano. Quiero decir, no puedo asociarlo a esa historia sin sentir que lo estoy incluyendo dentro de lo peorcito de la música mexicana. Porque, si hemos de ser claros, tenemos que señalar un hecho irremediable: en México nunca ha existido el rock. Todos (¡todos!) los grupos mexicanos que han intentado desarrollarse dentro de ese género, sólo han logrado extender durante lustros la música a go go, que a veces es muy bonita pero que no soporta la prueba más sencilla: una mudanza (apenas nos cambiamos de casa, lo primero que va a parar al bote de basura es la colección de discos de nuestros amigos “rockeros”, esos discos que nunca escuchamos y que en su momento compramos por solidaridad).

Prefiero ver y escuchar a Briseño como un músico que compone y toca a partir de una biografía de la voluntad donde, claro, interviene el rock como parte de su formación, pero no como género regidor de su proyecto estético.

Conservo entre mis viejos cuadernos un diario de 1979, y descubro que en todos los meses de ese año aparecen varias notas sobre Briseño en la Carpa Geodésica. Trato de recordar por qué acudíamos con tanta frecuencia a las presentaciones de Memo, no sólo en la Carpa Geodésica sino también en la Facultad de Filosofía y Letras, en Ingeniería, en Ciencias Políticas, en Arquitectura…

¿Qué sucedía en ellas?

Bueno, es cierto, sucedía el blues y el rock and roll, como personajes de familia; pero también brotaba algo más: una música sin paredes, una música sin precipicios entre los géneros, una música llena de puentes y vasos comunicantes.

Más tarde, durante la segunda mitad de los ochenta, Guillermo volvió a aparecer, en medio de las buenas intenciones de muchos que apenas si sabíamos tocar la puerta. Cuando Briseño se presentó por primera vez en Rockotitlán, con su nueva banda (El Séptimo Aire), fue muy clara y dramática la diferencia entre él y los que jugábamos en ese lugar.

Tony Méndez cuenta en la página de Rockotitlán su propia historia (todos lo hacemos: es una manera de justificar nuestra ociosidad), y lo hace con las limitaciones de hace veinte años, quiero pensar que por rigor antropológico (chido, carnal, pedo, coqueto, banda, cámara, jalada, huevos, poca madre). En su narración, Tony dice algo que me parece muy revelador: que Kerigma fue “una banda representativa y reconocida del movimiento ochentero y noventero…”. Disculpemos su narcisismo y advirtamos, sin embargo, que lo escrito por el bajista de Kerigma es absolutamente cierto: si queremos conocer la música a go go mexicana, basta con escuchar a Kerigma. ¡Así de triste es el panorama!

Tres precisiones:

1. Tengo un profundo afecto por Sergio Silva, el cantante de Kerigma. Creo, además, que ese grupo estuvo siempre lleno de buenos músicos.

2. Desde el punto de vista técnico, Mamá-Z era mil veces peor que Kerigma (los únicos músicos de verdad que pasaron por nuestro Taller de Teatro, fueron Octavio Herrero, Jorge Escalante y José Hernández). Así que nadie se tome la molestia en callarme la boca (o cortarme los dedos) por ese lado: no tengo el más mínimo respeto por mis cancioncitas. Quien lo desee, puede vomitar en ellas. Hoy, las escucho con la misma ternura con la que miro las estampitas del Niño Jesús que mi mamá mandó hacer para el día de mi Primera Comunión.

3. No pido solemnidad, al contrario, suplico por un poco de diversión. La música a go go mexicana es aburridísima. ¡Pero es que no es música, me dirán! ¡Ah, bueno, entonces hagan discos como los de Manuel Bernal, el Declamador de América! Vendan sus instrumentos y platiquen sus chistes o describan su filosofía y su cosmogonía. Tampoco voy a comprar sus discos, pero prometo dejar de hablar de ustedes.

Por eso mismo, insisto en que Briseño nada tiene que ver con esa historia. Y creo que Tony Méndez estaría de acuerdo conmigo, porque en ningún pasaje de su curiosa historia menciona a uno de los pocos individuos que, en lugares a go go, tuvo algo interesante que decir.

Yer Blues

Tomo el taxi en la base del Metro Patriotismo. Antes, compro La Jornada en el puesto de periódico y, ya dentro del automóvil, me dispongo a revisar las notas principales. Pero el taxista trae encendido el radio: es la hora matutina de los Beatles. En ese momento, se escucha Yer Blues...

¿Por qué, por qué? ¡No me hagan esto, son las ocho de la mañana! Even hate my rock and roll.

Termina la canción. El conductor del programa (un analfabeta), vocifera deportivamente:

-¿Quién dijo que los Beatles no podían tocar pesado? ¡Ja!

¡Ay, Lennon, Lennon, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

No tengo tiempo de anotar el nombre del idiota en mi Lista de Exterminio, porque el taxista refuerza la estupidez con otra mayor, pronunciada con soberbia religiosidad:

-¡Los Beatles pueden tocar de todo!

El patetismo de lo vivido esta mañana me hará revisar la afirmación con la que inicié, hace años, un pequeño ensayo (El Triángulo Analógico). Ahí, digo que “es en el amor, en la fe religiosa y en el arte donde se concentran las experiencias más hondas del ser humano”. Bueno, sí, creo que es cierto; sin embargo y acaso por ello mismo, también es verdad que el amor, la religión y el arte son puentes sobre los que han aprendido a reptar muchos deficientes mentales.

El blues ya tiene casa propia

Texto distribuido entre los asistentes a Ruta 61 el jueves 27 de mayo de 2004. Esa noche, dedicada a la prensa, se presentaron Radio Blues, Vieja Estación, AKA y Las Señoritas de Aviñón. Meses más tarde, el jueves 27 de enero de 2005, una versión abreviada se distribuyó durante la reinauguración del lugar. El texto original ha sido editado, con el propósito de actualizar su contenido.

El juke joint llega a la ciudad

Un Juke Joint, originalmente de madera y con lámparas de queroseno, es reunión de espíritus que se liberan al caer la tarde. Es solaz y esparcimiento, consuelo de penas, alivio de trabajos. Es música y baile, elevadas formas que dan sentido a la vida. Se desata el cuerpo para que hable el alma, entre humo, sombras y humores. Se sostiene en vilo la razón y el deseo levanta su imperio.

La etimología de juke se remonta al jouke isabelino, danza construida con gestos inmoderados, movimientos impetuosos y desórdenes del cuerpo (las más de las veces con mensaje erótico y propósito de seducción).

¿Quiénes son los parroquianos?

A los juke joints asisten, al caer la tarde y terminada la jornada en el campo, los esclavos negros. Sin banalizar la historia objetiva de sufrimientos y agravios padecida por una comunidad, es un hecho que el blues se vuelve espejo de una pasión colectiva, la pasión de cualquier ser humano.

El blues llega a la Hipódromo-Condesa

Ruta 61 es, en principio, una alternativa de diversión y una propuesta de entretenimiento basada en el buen servicio y en la buena música. Sin embargo, quiere ser algo más: busca ser la confluencia de símbolos en la que se refleje y se retome, con todo su romanticismo y sentido liberador, la figura de los juke joints, costumbre que nace a mediados del siglo XIX en el sur de Estados Unidos y que, un siglo después, durante los años ochenta del siglo XX, se extiende y establece en las principales ciudades del mundo. Ahora, comenzado el siglo nuevo, brota en la Ciudad de México, con el empeño y el entusiasmo de Eduardo Serrano, dueño del lugar.

Desde su nombre –senda de pasos negros, huella de huellas, testigo de la noche, blues-, Ruta 61, se acepta como camino de asombros y heredero de una tradición. Su apodo, Hoochie Coochie Bar, refuerza esta idea y hace homenaje a Willie Dixon y al optimismo de ese personaje suyo que, echado para adelante, anuncia la fuerza de su propio destino a los cuatro vientos y alardea del poder que el mismo universo le otorgó ab ovo.

Ruta 61 apuesta a un concepto cuyo éxito ha sido comprobado en otras latitudes: dar al blues un recinto propio, una casa particular, una dirección; ofrecer a los amantes de esta música universal el espacio necesario para su deleite; regalar a las nuevas generaciones la posibilidad de un nuevo cultivo; y que dichos propósitos corran parejos con una idea absolutamente digna y justa: que el Hoochie Coochie Bar sea, en todos sentidos, un buen negocio.

sábado, 26 de febrero de 2011

Las Señoritas de Aviñón

Texto publicado en octubre de 2005
en El Blues de la estufa Divina

UNO

A Ruta 61 han llegado, en busca de su público, diversas especies de tañedores de guitarra, infinidad de sopladores de armónica e igual número de tamborileros, muchos sin arte ni talento, otros sin memoria histórica, varios sin oído ni vergüenza, algunos patéticos y cavernícolas; también se han aparecido los versátiles, los fúnebres, los soporíferos, los desorientados, los anquilosados y gordos de soberbia, los insubstanciales, los penajenianos, los pirómanos rupestres (a propósito, el 35% de las bandas que se han presentado en Ruta 61 llevan en su nombre, sin gracia ni fortuna, la palabra “blues”, como si eso fuera suficiente para respetarlas y tragarnos su mediocridad cultural, intelectual y artística).

Sin embargo y para fortuna del lugar y de todos los que hemos encontrado en él un remanso dentro de una ciudad silenciosa de tanto ruido, hay aquí bandas asombrosas (que dan sombra y que causan maravilla): los clásicos infaltables, como Memo Briseño, Betsy Pecanins y Real de 14; y los sorprendentemente jóvenes y excelentes como AKA.

Además y milagrosamente, se cuenta con gozos profundos y placeres inmensos (y esto, lector incrédulo, lo escribe alguien que no se cuece al primer hervor y que ya superó su edad oscura de falsas religiones y profetas del nopal): el refinado caldo de raíz de Las Señoritas de Aviñón, el contundente sabor a carretera de Vieja Estación y la maestría de X-Pression...

Comencemos con Jaime Holcombe, guitarrista de Las Señoritas de Aviñón.

Jaime es uno de los contados músicos del lugar que saben lo que están haciendo con su voz. Moondance y Mustang Sally, por ejemplo, son, cuando las canta Holcombe, obeliscos de belleza que se levantan en una tierra plana cuyos habitantes creen que la laringitis, la hipertrofia de los cornetes, la hemangioma nasofaringea, la desviación septal o la sinusitis etmoidal son suficientes para cantar blues; no, no y no: hace falta la memoria histórica del Polaco (Ezequiel Espósito, de Vieja Estación) y la fuerza de Jaime, que reúne en su garganta todos esos atributos y los explota mientras pela los ojos de su timidez.

Homenaje personal a Holcombe: a veces, cuando escucho a Jaime, muevo mi vaso de whisky para aplaudir con mis hielos a mitad de la canción.

DOS

Fue en la primavera de 1974 cuando mi hermano Gerardo –acompañado de Chuck Berry y Keith Richards- me presentó a Octavio Herrero, un jovencito de dieciocho años de aspecto desenfadado, lentes gruesos y el cabello sobre el rostro.

En ese momento, pensé:

-¡Bah, otro hippie marihuano, como todos los amigos de Gerardo!
No fue así. Octavio fumaba Delicados, pero no otra cosa; y más que hippie, era una especie de existencialista de mediados del siglo XX. Durante los setenta, Octavio caminaba y se comportaba como si acabara de leer por enésima ocasión La Náusea, de Sartre. Hoy, a propósito, treinta años después de esos primeros encuentros, mi amigo sigue pareciéndose a Antonio Roquentin, al menos en el hecho de que todo lo que escucha, todo lo que ve, todo lo que ama... le sabe a sí mismo. Este delicioso sabor del ego es el que lo ha llevado del amargo existencialismo de su adolescencia al exquisito hedonismo de su madurez.

Sí, Octavio pertenecía a otro tipo de personas, aunque lo que de él me gustó fue su amor por la música, su hambre de libros y su defensa del comunismo. Por su culpa, perdí la fe, ahora que me acuerdo (aunque, en realidad, no admití el hecho hasta hace poco). Mientras yo leía todos los títulos que la Editorial Minotauro publicaba de Ray Bradbbury, él andaba con el Manifiesto profusamente anotado y con esquinas de hoja dobladas por todas partes. Alguna vez, incluso, casi nos convence a mí y a su novia de entonces de que formáramos una especie de secta dispuesta a hacer una revolución silenciosa. Comenzaríamos colgándonos una pequeñísima campana al cuello, para identificarnos. Si no lo hicimos fue porque seguramente, al otro día, Octavio se habrá levantado con nuevas ideas… y la estrategia de la campanita ya no entraba en sus planes masónicos.

Pero no es ésta la historia que quiero contar, por el momento. Hago referencia a esa época sólo para advertir que mis comentarios acerca de Las Señoritas de Aviñón siempre tendrán cierta carga de subjetividad imposible de diluir.

Si lo pensamos un poco, nos daremos cuenta que esta actitud mental se da también, al menos en mi caso, con los Beatles y los Rolling Stones. ¿Cómo vas a poner en el tocadiscos I saw her standing there o Time is on my side sin sentir que inmediatamente escucharás el corazón de tu propia madre? Puedo irme más lejos en el tiempo y encontrarme con Los Rufino, Marisol y Gabilondo Soler. ¿Cómo saber si estás ante una experiencia puramente musical o, en realidad, una finísima aguja acaba de tocarte las paredes de vinilo de la más remota y paradisíaca infancia?

No sé. De cualquier manera, quiero hablar de Las Señoritas de Aviñón lejos del amor y del deseo. Eso será en una tercera entrega.

TRES

Dios, mi madre (Kali, Coatlicue, María de la Luz, Gema de los Dolores), se disipó el 15 de septiembre de 1997. Enterramos su pequeño y exhausto cuerpo en el Panteón Francés. Antes, al pasar por Constituyentes, el carro fúnebre fue mágicamente escoltado por toda clase de vehículos militares. Un paisaje verde olivo se movió con ella, alrededor de ella, envolviéndola en la viril marcialidad de la Patria. Coincidencia o voluntad superior, su desvanecimiento fue, pues, una despedida con todos los honores de la República.

El dolor fue mucho. Tardé varios años en admitir lo inadmisible de la realidad, el sinsentido de la existencia; y pienso que fue eso, la ausencia de Dios, mi madre, la que me hizo perderle el gusto a ciertas cosas, entre ellas el rock. El género empezó a parecerme agotado y yermo en sus posibilidades de expresión, y la mayoría de sus nuevas manifestaciones me provocaba largos bostezos. Haciendo a un lado muy contadas excepciones, todo me sonaba pubescente y estéticamente estúpido.

¿Cómo? ¿El hecho de que mi madre se esfumara hizo que me diera cuenta de la fealdad del rock? ¡Bah, pudo haber sido una coincidencia, no sé! La cosa es que hoy no puedo escuchar lo que me veo obligado a escuchar en la calle y en la oficina sin sentir que alguien está bombardeando la ciudad con mierda.

Tenía que alejarme de la barbarie musical del presente, así que fui drástico: busqué y encontré Decamerón, de Esther Lamandier, un disco cuyo título me auguraba cosas buenas. ¿Cómo puede sonar Bocaccio? ¿Se escucha como se lee en la edición art decó que perdí al momento de enviudar? ¿O se oye como se ve a través de Pasolini? ¿Y si me transporta al Bocaccio 70 de Visconti, con Sofía Loren y Anita Ekberg? ¡Nada de eso! Descubrí hermosísimas baladas renacentistas (las monodias del ars nova florentino), que alumbraron mi camino hacia la belleza. También, me acerqué a la voz de Amalia Rodrigues y a la música de Cabo Verde (Cesaria Evora et al) y, como muchos, fui seducido por los viejos de Buena Vista Social Club, en particular Rubén González. ¡Vaya, una serie de verdaderas músicas se volvió mi balsa de salvación en el océano de mierda en la que me encontraba naufragando!

¿Y qué hiciste con Frank Zappa? –preguntará alguien con ganas de hacerme caer en contradicción.

La respuesta es muy sencilla: Zappa no es rock; además de ser uno de los compositores fundamentales del siglo XX, Zappa es un género en sí mismo, y está muy pero muy lejos del rock. A veces usa el rock para hacer música, pero eso es diferente. Quien escuche RDNZL (con George Duke en los teclados y James Bird Legs Youman en el bajo, además de Ruth Underwood y Chester Thompson) entenderá que con Zappa estamos ante un planeta gigante (el asteroide real que lleva su nombre, es un homenaje demasiado humilde: Marte debería llamarse Zappa, y algún día el Paseo de la Reforma tendrá que llamarse Boulevard Frank Vincent Zappa, si es que existe la justicia).

¿Y las Señoritas de Aviñón? ¡A eso voy, a eso voy!

CUATRO

Además de Esther Lamandier, Cesaria Evora y Rubén González, comencé a escuchar, gracias a Octavio, a Thelonius Monk y Miles Davis. Durante los últimos años que viví con Alejandra, usaba la tarde y la noche de los viernes para crear un paraje de placer: quesos, aceitunas, whisky, vodka para Alejandra… y jazz. Por eso, todavía hoy, cuando decido poner ‘Round Midnight, un velo de nostalgia me envuelve y le guiño el ojo a esos tiempos, que fueron muy lindos. Y si no compré discos de blues fue porque Octavio se encargaba de adquirir decenas de ellos (yo podía escucharlos en su casa, con la ventaja de obtener de él comentarios a pie de compás). Con eso tuve para escapar, para librarme de una música zómbica y aburridísima, el rock.

Hoy puedo parafrasear al Genio de Baltimore, sin miedo a equivocarme: el rock no está muerto, simplemente se ha agusanado y huele a podrido. Ése es un tema que habrá que discutir, pero no ahora.

Octavio siempre tuvo su mente en otra parte: apenas acabamos con Mamá-Z (que nunca fue un grupo musical, sino un taller de teatro –es así como la Enciclopedia Británica deberá mencionarnos), él se dedicó a formar otra banda, ahora de blues, de puro blues. Javier García, en la batería; Jaime Holcombe, en una guitarra; Jorge Escalante, en el bajo (antes, bajista de Mamá-Z); Iván Lombardo (q.p.d.), en la armónica; Octavio, en la otra guitarra. Más tarde, entrarían Eduardo Escalante y Claudia Ostos, en el saxofón y en la voz principal, respectivamente.

Desde entonces y hasta la fecha, el grupo ha experimentado no sólo la salida de algunos de sus miembros (Iván, Jorge, Eduardo y Claudia) sino también la transformación hacia la destreza y el refinamiento necesarios como para convertirse en una de las mejores bandas de blues y jazz de la ciudad.

Recuerdo las primeras presentaciones de Las Señoritas de Aviñón a las que acudí: en Los Goliardos y en un pequeñísimo local, a un lado del Cine Bella Época (Lido). Durante un tiempo, fungí como Subdirector de Servicios Sociales y Culturales de la Delegación Benito Juárez, así que llevé a Las Señoritas al Centro Mixcoac y al Parque de los Venados, con el propósito de incluir el blues dentro de la oferta cultural de la demarcación.

¿Y por qué se llaman así?

Siempre surge la pregunta entre el público, y nuestras Señoritas nunca atinan a dar una respuesta satisfactoria.
Para (p)resumir, diré que Las Señoritas de Aviñón toman su nombre del óleo que Picasso pintó por ahí de 1906 y que es punto de partida del cubismo (por ende, paradigma de la vanguardia artística de principios del siglo XX). El título fue puesto por el poeta André Salomón (Pablo Picasso lo había llamado El Burdel de la Calle de Avinyó, referencia a conocido puticlub barcelonés de aquel entonces).
Pero no se trata sólo de una declaración vocacional ni tampoco de una relación temática (los rostros de las dos mujeres de la derecha parecen máscaras africanas), es también una forma de ligar al blues y al jazz con la obra definitoria en la revolución artística del siglo pasado y en el rompimiento con la perspectiva renacentista.

Déjenme citar a John Berger. Él se refiere al cubismo, pero voy a adaptar sus palabras al blues. Díganme si no es lo mismo: “El blues creó la posibilidad de que la música revelara procesos, en lugar de entidades estáticas. El contenido del blues consta de varios modos de interacción: la interacción entre los diferentes aspectos de un mismo suceso, entre el espacio lleno y el espacio vacío, entre la estructura y el movimiento, entre el auditorio y la cosa escuchada. Ante un blues, buscamos su sinceridad; ante una pieza de jazz, lo que debemos preguntar es si continúa”.

Y ahora que Las Señoritas tienden hacia el jazz, Berger se vuelve más revelador, e igualmente luminosas son las palabras de Apollinaire (quito cubismo y pongo jazz y blues): “Si queremos expresarnos de un modo absoluto, la música auténtica sería el arte de ejecutar nuevas composiciones con elementos tomados no de la realidad del oído, sino de la concepción mental”.

Sábado 3 de diciembre de 2005

En Ruta 61, lo extraordinario se vuelve cada vez más común. Anoche, por ejemplo, Las Señoritas de Aviñón y Vieja Estación decidieron inventar nuevos avatares, nuevas encarnaciones. ¡Y casi todos estuvimos ahí para presenciar la milagrería! Marie, Male Rouge, Ingrid Ojos de Mar, miembros de The Lyria: Víctor y Nicolás, éste acompañado de la hermosa Mariana; Rafa Martínez, Lalo Serrano por supuesto (y su equipo de expertos en servicio al cliente, Pablo y sus muchachos), Gerardo Aguilar Tagle, leyenda viva del rocanrol, con Marugenia, su esposa (¡este 15 de diciembre cumplen 25 años de casados!).

¿Y dónde estuvo la extravagancia?

Más allá del acostumbrado intercambio de músicos en el escenario, hubo un momento que nos sorprendió a todos. No recuerdo exactamente cuándo pasó, en qué canción. ¿Habrá sido en Magdalena? Tal vez. La cosa es que, de pronto, Octavio Herrero tomó el bajo y entregó su guitarra a Mauro Bonamico; Javier García dejó la batería y entregó la conducción del ritmo a Ignacio Espósito. Esta formación no es muy frecuente, ¡pero sonó deliciosa! Bueno, digamos que divertida.
¡Se pasa tan rápido la noche cuando tocan Vieja y Las Señoritas! Lo malo es que estoy viviendo una adolescencia muy ajetreada, y a las dos de la mañana ya no puedo de sueño, así que casi siempre me pierdo las últimas canciones de la noche. Tengo que hacer algo para resolver el problema. ¡Vitaminas, sí, muchas vitaminas, ahora que estoy creciendo!

En otro momento… o a la misma vez (no sé, el whisky modifica la percepción del tiempo), subieron José Luis Sánchez y Santiago Espósito para unirse a la interpretación de So what? Al terminar, el tecladista de Vieja Estación me dijo, con esa alegría que adopta cuando ve frustradas sus expectativas de perfección musical:

-¡Y qué Miles Davis llegue a perdonarnos algún día!

A la entrada de la página de Ruta 61, se lee: Uno es lo que uno escucha (afortunada afirmación de Octavio). Bueno, pues en mi caso... yo soy un adolescente feliz.

Gerardo y Marugenia, cuyos compromisos les impiden visitar con más frecuencia el bar, me contaron emocionados que todos en Ruta 61 los tratan tan amorosamente, con tanta ternura. Apenas los vio llegar, Lalo Serrano bajó hasta su mesa, para saludarlos personalmente. ¡Uf, con nuestro querido Saso… uno se siente de veras Al Pacino!