Tomo el taxi en la base del Metro Patriotismo. Antes, compro La Jornada en el puesto de periódico y, ya dentro del automóvil, me dispongo a revisar las notas principales. Pero el taxista trae encendido el radio: es la hora matutina de los Beatles. En ese momento, se escucha Yer Blues...
¿Por qué, por qué? ¡No me hagan esto, son las ocho de la mañana! Even hate my rock and roll.
Termina la canción. El conductor del programa (un analfabeta), vocifera deportivamente:
-¿Quién dijo que los Beatles no podían tocar pesado? ¡Ja!
¡Ay, Lennon, Lennon, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!
No tengo tiempo de anotar el nombre del idiota en mi Lista de Exterminio, porque el taxista refuerza la estupidez con otra mayor, pronunciada con soberbia religiosidad:
-¡Los Beatles pueden tocar de todo!
El patetismo de lo vivido esta mañana me hará revisar la afirmación con la que inicié, hace años, un pequeño ensayo (El Triángulo Analógico). Ahí, digo que “es en el amor, en la fe religiosa y en el arte donde se concentran las experiencias más hondas del ser humano”. Bueno, sí, creo que es cierto; sin embargo y acaso por ello mismo, también es verdad que el amor, la religión y el arte son puentes sobre los que han aprendido a reptar muchos deficientes mentales.
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