No hay, Ángel, arrogancia en la melomanía. No puede haberla, porque la melomanía es un hechizo que sucede en la infancia a algunas personas. Dicho de manera pedante: la melomanía es un encanto que toca a ciertos espíritus sensibles o propensos a la magia, por condiciones específicas pero difícilmente definibles. Pero ello sucede sin participación de la voluntad infantil, sin el esfuerzo paterno, sin los decretos escolares. El joven matrimonio que llena de Mozart su casa pensando que el recién nacido crecerá con el deseo irrefrenable de viajar a Viena, puede encontrarse con lo inexplicable: veinte años después, el hijo tiene en su iPod cinco mil canciones; cuando maneja, lleva el aparato de sonido a todo volumen (al pasar, tiemblan los vidrios de las casas); en las fiestas, no para de bailar y gritar al ritmo de lo que se oye; asiste a los conciertos del momento; reconoce a Mozart cuando lo oye o cuando lo ve en una estampa; se entusiasma cuando asiste a un concierto de blues (y si toma de más, se pone de racista: “Esto demuestra que los negros son superiores a los blancos”). Sin embargo y paradójicamente, la música no es en el fondo de su alma parte de sus prioridades sino sólo una extensión de su propia y sana insolencia. No estamos ante un melómano, estamos ante una persona normal y funcionalmente inculta.
¿Qué es, entonces, un melómano? Una persona que tiene manía por la música. Yo, Ángel, soy melómano como tú. Esto no nos hace mejores o peores, sólo nos caracteriza. Soy melómano como soy tabacómano y como soy bebedor. Dicho de otra manera: tengo manía por la música como la tengo por el cuerpo femenino. Sin embargo, no acepto todo lo que “suene” a música ni me acuesto con todas las mujeres (de hecho y desde el rigor estadístico, yo estoy más cerca de la virginidad que del desenfreno).
Tú, Ángel, vas a entenderme, porque eres melómano. Yo tengo tal manía por la música que he terminado por escucharla poco, sólo cuando en verdad puedo ESTAR con ella y con nada más. Vuelvo a la comparación con las mujeres: cuando estoy con una de ellas (“estar con” no es lo mismo que “estar cerca”), apago el celular, apago la computadora, dejo de hacer otras cosas… y acabamos los dos quitándonos la ropa.
Con la música es igual, para mí.
Si alguien puede “escuchar “ “música” mientras platica, baila, maneja, lee, trabaja o viaja en Metro, pues qué bueno; yo no puedo. Si alguien puede escuchar música mientras oye música, bendito sea; yo no puedo. Yo no podría estar frente a una mujer desnuda y sólo “medio verla”. Tengo testigos: allá por 2005, en el bar Envidia, experimenté el amor a primera vista, a tal grado que le propuse matrimonio a una rumana bellísima; ella, muy amable, me dijo: Espero estar vestida el día que me propongan matrimonio, señor.
Bueno, señorita –respondí sin pena-, tome mi tarjeta y llámeme cuando se haya vestido. Y no estoy borracho, estoy enamorado, que es distinto.
Nicoleta nunca me llamó, por supuesto.
Yo no miro la música, yo me acuesto con ella.
Usamos, Ángel, el participio (como adjetivo) frustrado para añadirlo a aquellos oficios que admiramos pero que no supimos cultivar (sea por incapacidad física, sea por indolencia, sea por condiciones políticas perjudiciales al espíritu –ciertos regímenes y ciertos gobiernos pueden malograr el desarrollo artístico de un ser humano).
Pero toda frustración es directamente proporcional a la aspiración que la causa.
Somos Ícaro: olvidamos muy rápidamente las advertencias paternas y nos lanzamos al aire con el deseo de alcanzar el sol. En algo nos parecemos a Sísifo: estamos condenados a repetir nuestro esfuerzo de subir una piedra a la cima y verla caer desde las alturas; se mezcla en nosotros obstinación y frustración.
¿Qué hacer con ese natural y legítimo sentimiento de frustración? Mi propuesta es muy sencilla, Ángel. ¡Quitémosle el nombre, para que desaparezca!
Primero, admitamos que para el ser humano la realidad objetiva no existe sino que depende del lenguaje (esto explica fenómenos psicológicos tan peculiares como la fe, el amor, la experiencia estética, etcétera). Consecuentes con esa admisión, digamos en segundo lugar que podemos modificar nuestra realidad mediante las palabras; algo parecido a lo que hace Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo, pero con una diferencia: nosotros debemos hacerlo no desde actitudes esquizofrénicas sino con intenciones terapéuticas. Si llamo amor a mi deseo, es lógico que termine por creer que estoy enamorado. En cambio, si al deseo lo llamo deseo, deseo se queda.
Tercer punto. Olvidémonos de la frustración y mantengámonos en la caza. Todos somos cazadores de música, todos somos cazadores de poesía, todos somos cazadores de dioses.
-¿A qué se dedica, buen hombre?
-Soy cazador de música, señor. ¿Y usted?
-Yo soy cazador de poesía.
-¿Y ha cazado algo últimamente?
-Un anacoluto que... En fin, no importa. ¿Qué le parece?
-¡Bravo, bravo! Ingenioso, diría yo.
-No me entusiasmo, señor. Fue como pescar un zapato viejo. ¿Y cómo va usted con su caza?
-Nada aún, pero aquí sigo, agazapado.
-Que pase una linda tarde, buen hombre. ¡Y que algo aparezca al vuelo!
Música, poesía y Dios aparecerán algún día… ¡o no aparecerán! Pero cuando aparezcan, más vale estar ahí, con un instrumento sonoro (es posible que atrapemos la música), frente a la computadora o con un lápiz (es posible que atrapemos la poesía) o en nuestro lecho de muerte (es posible que Dios esté en ese instante revoloteando cerca de nuestro rostro… y nosotros con la boca abierta; entonces, puede suceder que nos lo traguemos, como no queriendo). Somos, pues, Ángel, cazadores de música, cazadores de poesía y cazadores de dioses.
El Día de los Cazadores de Música no tiene fecha específica. Se celebra cuando un colega atrapa algo valioso. Entonces, todos (incluso los melómanos) aplaudimos entusiasmados, esperanzados. Después de aplaudir, agotados por la emoción, decimos: ¡Busquemos más bichos!
Hay música pequeña como un mosco (y es bella en su pequeñez) y hay música enorme como las montañas. Todas –al ser halladas y atrapadas- se vuelven motivo de fiesta. ¡Yo he visto, Ángel, a uno o dos cazadores de música atrapar bichos irrepetibles! ¡Y ha sido maravilloso!
Por último, Ángel, a veces olvidamos que en nuestros discos hay música cazada hace muchos años (como hay poesía antigua en muchos de nuestros libros). Detengámonos a escucharla. Porque a diferencia de los cazadores de música (cuyo esfuerzo es admirable), los melómanos nos conformamos con disfrutar de la caza ajena.
Es cierto: a veces suspiramos y pensamos, melancólicamente, que bien podríamos hacer un esfuerzo y salir a cazar. Sí, así es: tomamos el arma elegida, la desempolvamos, la medio afinamos… y ya en el dintel de la puerta decimos: Hace mucho frío afuera, mejor mañana.
Es cierto: a veces suspiramos y pensamos, melancólicamente, que bien podríamos hacer un esfuerzo y salir a cazar. Sí, así es: tomamos el arma elegida, la desempolvamos, la medio afinamos… y ya en el dintel de la puerta decimos: Hace mucho frío afuera, mejor mañana.