Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













jueves, 30 de junio de 2011

El mar sin pájaros

Miércoles 3 de mayo de 2006

1. Escucho el homenaje a Frank Zappa hecho por Le Bocal, banda compuesta en su mayoría por músicos franceses (la pianista es italiana: Rita Marcotulli). Anteriormente, mi amigo Edouard Perromat me regaló otro homenaje a Zappa, éste hecho por músicos checos; sin embargo, no quedé entonces convencido de los resultados. En cambio, el grupo francés alcanza las alturas del Genio de Baltimore.

2. Hoy o mañana escribiré en la bitácora sobre varios temas. Veamos: apertura del centro cultural Bella Época (viajar al 25 de diciembre de 1942, porque creo que mamá asistió con mi abuelo a la inauguración del Cine Lido); fiesta en casa de Raúl de la Rosa (hablar sobre el alacrán azul y sobre el mescal Mystic); Mélo, de Alan Resnais; Freak n Roll into the Fog, de los Black Crowes; la traición el la traducción, a propósito del prólogo contenido en mi edición de Reunión de Familia, de T.S. Eliot; Money Jungle (Duke Ellington, Charles Mingus y Max Roach), disco que me presto Octavio Herrero (acaso y de una vez, comentar sobre otros discos que me ha prestado el mismo herrero para forjarme otro barandal de gozo en mi melomanía: Cecil Taylor, Eric Dolphy...

3. No encuentro el diario de mi mamá. Ya me preocupé. Estoy ofreciendo cien pesos a quien lo halle, pero nadie hace esfuerzo alguno. ¿Dónde quedaron los valientes caza-recompensas de antaño?

4. Acaba de llegar un mensaje de Jaime Holcombe, donde anuncia a los amigos que el sábado 13 se presenta en el Zinco la Dave´s True Story.


5. Termino la noche acompañado de Gerardo. Estamos viendo Elling, de Peter Naess, hermosa película noruega de 2001 acerca de dos locos que salen del hospital para enfrentarse al mundo exterior, a la realidad. Casualmente, apenas terminada la película, cambiamos a otro canal y nos encontramos con un programa sobre El Grito de Edward Munch y su conversión en fenómeno mercadológico (tazas, camisetas, paráfrasis, parodias…).

Los noruegos me caen muy bien –le digo a Gerardo.

-¿Por…?

-Fíjate: Ibsen, Munch

-Jan Garbarek. Betty me grabó un caset hace años…

-Te voy a poner algo de Edvard Grieg que conoces muy bien: En la Gruta del Rey de la Montaña, que es un fragmento de una obra mayor. Los noruegos parecen especializarse en crear involuntariamente íconos. En la Gruta es un ícono, como El Grito de Munch.

-¡Ah, sí! Ya sospechaba yo que la Electric Light Orquestra andaba fusilándose algo. Yo me la sé en guitarra. Me la enseñó Octavio.

-Rick Wakeman también utilizó el fragmento al final de Viaje al Centro de la Tierra.

-¿Nos echamos un cigarro? Parece que alguien huye con sigilo. Tuca tuca tuca ta, tu ca ta, tu ca ta...

-Es Peer Gynt, que trata de salir de la gruta...

-¿Y quién es él?

-Un personaje de Ibsen. Algo así como un pícaro noruego. Simpatiquísimo. Pertenece a la familia de esas criaturas literarias que se vuelven más vivas que sus autores. Regálame un Delicado. El Quijote, el Barón de Munchhausen...

-¡Chúpale, no le soples!

-
Tuca tuca tuca ta, tu ca ta, tu ca ta...

Los pájaros Imposibles
Tinta sobre una hoja de Moleskine (que usa papel sin ácidos)

Domingo 7 de mayo de 2006.

1. ¿Es posible hacer arte que no nazca de la experiencia del dolor? Pregunto esto, porque tengo la impresion de que la felicidad no ayuda a la belleza, entendida ésta como la más descarnada manifestación de lo humano demasiado humano (menschliches allzumenschliches, como dice Nietszche).

2. ¿Es entonces el dolor –físico y emocional- la fuente de la belleza? No el dolor, sino la observación inmediata del dolor. Y el fruto de ese estado de contemplación del dolor es la melancolía, tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente (…), que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversion en nada, excepto en la descripción sublimada de las emociones.

3. Es la melancolía el mejor estado del espíritu para ser y hacer algo valioso, algo que nos dé la sensación de trascendencia. Sensación, digo, porque ese Algo Valioso es sólo un Algo Aparente: no existe ser que pueda ir más allá de sí mismo (la crucifixión de Jesús es tan trascendente como la ovulación de una mosca).

4. Pero es necesario que el melancólico esté bien alimentado. El hambre no ayuda al arte. Aunque puede hacerse arte a pesar del hambre, la belleza no encuentra sustento en un cuerpo deteriorado.

Lunes 8 de mayo de 2006

5. ¡Ahora me entero de que Octavio anda en España!

6. ¡Perturbador! Es la palabra que buscaba.

7. Escribo esto mientras pasan los créditos de Las palabras de mi padre (Le parole di mio padre, 2001), de Francesca Comencini. Es una gran película italiana, con dos actores maravillosos: Fabrizio Rongione y Chiara Mastroianni (hija del gran Marcelo y de la divina Catherine Deneuve).

8. Definitivamente, el cine que me gusta es europeo. Como que lo entiendo más, lo siento mejor, es mi lenguaje, son mis pensamientos. El cine es ritmo, es armonía, es silencio, es ojos. Los ojos del actor son muy importantes. Leone, Bergman y Tarkosvki lo supieron y lo demostraron.

9. Ayer vi Los 400 Golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), de Francois Truffaut. La vi en compañía de Gerardo y Marugenia. Discutí con mi hermano sobre las diferencias abismales entre el cine europeo y el mexicano. Él defendió al segundo, pero creo que lo hizo desde su nacionalismo a ultranza.

10. Ahora veo La Venexiana (1986), de Mauro Bolognini. Se trata de una Venecia libertina y lujuriosa. Voy a comprarla, para incluirla en mi colección de películas que suceden en esa ciudad: Muerte en Venecia, Panes y Tulipanes, El Mercader de Venecia, Todos dicen que te amo

Sábado 13 de mayo de 2006

11. Escribo esto en el Bar Zinco, mientras esperamos la presentación de Dave´s True Story. A mi lado se encuentran Jaime Holcombe, su distinguida esposa Gabriela Mustarós, Claudia Ostos y el Topo (Carlos Rivera). Es la primera vez que vengo al Zinco, un lugar agradable, con cortinas de terciopelo color rojo carmín y lámparas de pared art decó. ¡Ya llegaron mis calamares al ajillo con aïoli! Claudia pidió Crepas Primavera; Gabriela ordenó portobello y pepino, y brochetas de mozzarella. ¿Las meseras? Lindas, con atavíos muy ad hoc. Y ya comenzó la banda: música linda y suave, como las meseras. Intento concentrarme, pero el cacareo de mujeres feas en la mesa contigua me lo impide. ¿Por qué hablan tanto las mujeres feas? Es su manera de rogar por un poco de sexo, supongo. Su urgencia es tal que las ganas se vuelven risas idiotas. Lanzo a las feas mis ojos demoniacos.

12. Es curioso: al cruzar el bar en busca de los sanitarios, la gente insiste en hablarme en inglés. ¿Por qué? Only the ball knows. Regreso a mi lugar, y ya está arriba Magos Herrera.

14. El espectáculo termina con citas de Moondance (todos volteamos a ver a Jaime, legítimo franquiciado de Van Morrison en México). Paga la cuenta Mr. Holcombe. Tengo que depositarle mañana 365 pesos. ¡Salió barato!

El mar sin pájaros

domingo, 26 de junio de 2011

Chocolate y coñac

La película en la que Lasse Hallström dirige a Johnny Deep y Juliette Binoche, no se llama Viento del Norte, tampoco se titula Water Rat o Lo que el río me trajo. ¡Se llama Chocolate! Me sorprende, por eso, que críticas y reseñas pasen por alto una escena fundamental de la historia basada en el libro de Joanne Harris: cuando, después de varios intentos, Vianne Rocher encuentra el chocolate adecuado al gusto de Roux, los ojos del gitano parecen decir que una parvada de pequeños corazones rojos vuela en torno a su cabeza (la alegoría tiene sentido, si pensamos que el mismo director sueco haría dos años después ABBA, the definitive collection).

Y es que el cuento, leído como alabanza del placer, tiene un personaje principal, y no es el nómada ni la hermosa Vianne, sino el chocolate, pasta en la que se resumen las mudanzas de nuestro ánimo y las modificaciones de nuestra persona apenas nos atrevemos a la complacencia y la liberación de los sentidos.

En cualquiera de sus formas y cuando su calidad es la excelencia, el chocolate es un inflamador de pasiones, como aseguraban las rigurosas monjas carmelitas de la Nueva España, en el siglo XVII: las novicias del convento estaban obligadas a hacer voto de no beber chocolate ni ser causa de que otra la beba (ya entendemos por qué Juana de Asbaje dejó dicha orden y entró con las complacientes jerónimas).

Golosina seductora, el chocolate ha sido en muchas ocasiones motivo de fantasías sobre la tentación, como aquella que cuenta Marie de Rabutin-Chantal acerca de una amiga suya que quedó embarazada y que durante la espera consumió con demasiada frecuencia el exquisito producto, lo que, a fe de la Marquesa de Sevigné, tuvo consecuencias desastrosas:

Por su soberana inconsciencia y por hacer caso omiso a mis buenos consejos –escribe la marquesa en su diario-, tomó tanto chocolate, que dio a luz un niño negro.

La escritora calla, sin embargo, un hecho documentado: que la corte francesa del siglo XVII contaba con un buen número de esclavos africanos.

Hay, en resumen, algo en el chocolate que lo asemeja a la voluptuosidad y la alegría del amor. Pero si, además, lo acompañamos de una copa de buen cognac, la experiencia se acerca al mayor de nuestros regocijos. Por eso, el mismo Bruno Lemoine, maestro de cava de Casa Martell, describe con entusiasmo este maridaje:

Hay en el buen chocolate características que dificultan su participación en los intentos de maridaje: su sabor amargo, la intensidad de su aroma y su permanencia en boca nulifican, por fuerza, las virtudes de cualquier vino. Existen, sin embargo, bebidas con las que es posible lograr el encuentro no sólo satisfactorio y equitativo, sino incluso extraordinariamente placentero. Es el caso del cognac Martell, cuya fineza y redondez, así como la diversidad de su paleta aromática y la suave calidad de sus taninos, lo hace el mejor compañero de los postres de chocolate. Cada quien puede experimentar las múltiples posibilidades, hasta encontrar el maridaje acorde a su concepto de gracia. En este sentido, mi clásico favorito, del cual no me canso, es el matrimonio bien avenido de Cordon Bleu con el Sarmentine del Médoc (corteza de naranja confitada cubierta de chocolate negro).

La próxima vez que pienses, lector, acompañar tu Cordon Bleu, hazlo con algún postre de chocolate. Sabrás entonces que siempre hay nuevas puertas de percepción para la degustación del cognac.

Nota: Este texto fue escrito hace algunos años por encargo de Casa Martell, cuando el que esto escribe trabajaba para la legendaria agencia EHS Brann, dirigida entonces por el maestro Octavio Herrero.

jueves, 23 de junio de 2011

Y la nave va

Sí, a pesar de todo, la nave va.

Primero, la institucionalización de las sociedades de convivencia. Luego, hace cuatro años, la despenalización de los casos de interrupción del embarazo practicados dentro de las primeras doce semanas de gestación.

Avances afortunados, sin duda, alcanzados por mayoría en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ya podrás imaginar, lector atento, quiénes fueron los 19 asambleístas que no sólo votaron en contra sino que, incluso, intentaron descarrilar el debate hacia la dimensión de lo irresoluto, limbo de la democracia).

Y que Ratzinger y Rivera (y sus secuaces) digan misa.

Porque ser excomulgado por la Iglesia Católica (quiero decir, por sus príncipes tenebrosos) es siempre un elogio y un honor, y garantía de que el Espíritu Santo nos ilumina y nos protege de tan macabra institución (soy, por el sacramento del Bautismo, miembro de esta vergonzosa iglesia, así que tengo voz dentro de ella y diré todo lo que se me antoje sobre nuestra madre perdida, pérfida, verdadera Puta de Babilonia, incapaz de apacentar un solo día, al menos en los recientes mil años, a las ovejas del Señor -Juan 21, 17).

Con ella fornicaron los reyes de la Tierra,
y los habitantes de la Tierra se embriagaron
con el vino de su prostitución.

Apocalipsis de San Juan (17,2)

De vos, Pastores, se acordó el Evangelista
cuando la que está sentada sobre las aguas
putañear con reyes por él fue vista;
(...)
¿Y cuán diversos sois de los idólatras

sino que ellos a uno, y vos adoráis a ciento?
¡Ay, Constantino! ¡De cuánto mal fuiste madre,
no al convertirte, sino por aquella dote
que de ti recibió el primer rico padre!
Dante, Infierno, recinto tercero del octavo círculo,
Malebolge, vv. 106-117

A propósito, entendí como muy humana (vanitas vanitatum et omnia vanitas) la exigencia hecha en 2007 por Jefe de Gobierno del Distrito Federal para que la curia romana le enviara a la brevedad copia de la supuesta bula que lo separaba, no de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, sino de quienes llevan siglos medrando con su nombre.

Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, acaba de negar, sin embargo, la existencia de una excomunión explícita. Lástima, la excomunión es un premio que bien hubiera podido presumir el joven Marcelo a sus nietos.

De cualquier manera, se trata de una excomunión latiae sententiae (es decir, automática), de acuerdo al Canon 1398 del Ius Canonicum. Además, recordemos que en su encíclica Evangelium Vitae (Teología y Moral de la Vida, 25 de marzo de 1995), Karol Wojtyla señaló que la excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido (Capítulo III, párrafo 59).

Dejemos el conflicto religioso, y pensemos mejor en cómo perfeccionar la despenalización y la protección de los derechos de las mujeres (que de esto último se trata, a fin de cuentas).

La psicóloga Olivia Tena Guerrero advierte que las adolescentes también son mujeres con derechos (y) con deseos y capacidad de disfrutar sus relaciones eróticas y sexuales. Por ello, Olivia sugiere modificaciones urgentes a la normatividad de 2002, donde aún se señala que la adolescente debe contar con permiso paterno para interrumpir su embarazo.

No he vivido la dicha de ser padre, y quién sabe si llegue a experimentarla; pero me hubiera gustado garantizar a una hija adolescente la tranquilidad de su conciencia y el respeto incondicional a su cuerpo. Por eso, estoy de acuerdo con Olivia de que la despenalización universal del aborto antes de las 12 semanas de embarazo en el Distrito Federal no debe tener excepciones.

Por otra parte, Javier Flores, secretario técnico del Programa Universitario de Investigación en Salud (UNAM), sugiere que no tenemos por qué saltar de la idea del aborto legalizado a la imagen de procedimientos quirúrgicos, sino recordar que ya existen fármacos capaces de interrumpir el embarazo con elevados márgenes de eficiencia y casi sin efectos indeseables. Uno de ellos es la combinación de mifepristona y misoprostol, cuyo uso (obligadamente bajo supervisión médica) evita la necesidad de hospitalización y, por tanto, no compromete la capacidad de los sistemas sanitarios: la persona toma en su casa una tableta (mifepristona) y 48 horas después otras dos (misoprostol). La aparición de esta herramienta farmacológica se acompaña de la desaparición gradual de las clínicas especializadas en abortos en el mundo desarrollado.

miércoles, 15 de junio de 2011

Some Time in New York City

Otoño de 1972. Casi estoy seguro de haber adquirido mi ejemplar importado de Some Time in New York City en Disco Suite, pero pudo haber sido en Yoko Quadrasonic o en Hip 70.

Llegué a casa, destapé una de mis dos cocacolas chiquitas, abrí la bolsa de Charritos, los mezclé con cacahuates japoneses Nishikawa, dejé para más tarde el Carlos V, toqué la superficie granulada de la portada, coloqué en la tornamesa el primer disco de Some Time y me senté en el suelo, recargado en la cama de Gerardo, mi hermano gemelo, quien en esos momentos estaba, seguramente, metiéndose en problemas en alguna parte de la ciudad.

Abrí la portada doble y me encontré con Lennon rodeado de tipos sensacionales, hippies trasnochados, locos, melenudos irredentos, amigos valiosísimos, gente con la que me hubiera gustado estar: Jim Keltner, Jim Gordon, George Harrison, Nicky Hopkins, Bobby Keys, Keith Moon, Billy Preston, Alan White

Conforme sonaban las primeras canciones, fui reconociendo a cada uno. Y fue entonces que, inconscientemente, confirmé mi posición moral dentro del pleito entre Paul y John, pleito que la prensa sobredimensionó y que los admiradores de los Beatles convertimos en un asunto cultural, social, estético y hasta político.

Hoy, admito que fuimos torpemente injustos con Paul. Tontos, éramos muy tontos. Paul McCartney es uno de los grandes hacedores de canciones del siglo XX, y negarlo o soslayarlo es mezquindad y majadería.

De cualquier manera, 1972 no será recordado como un año de mucha inspiración para Lennon y para McCartney. Tanto Some Time como Wilde Life pueden ser clasificados dentro de los álbumes menores de ambos compositores. Si el primero es políticamente agresivo e ideológicamente atractivo, el segundo es bonito y bien hecho, sin mayor compromiso que el de presentar melodías agradables. Pero hasta ahí.

Apenas salido, fui al Palacio de Hierro de Durango, me dirigí al sótano y compré Wilde Life (en este caso, preferí gastar sólo 48.50 pesos por la edición nacional, y no los 90 pesos de la edición importada). Me gustó, aunque no tanto como Ram (álbum clásico cuya música fue transmitida por vez primera en México en el programa Vibraciones, de Radio Capital, una noche de fines de 1971 –y esa vez Gerardo y yo lo escuchamos enterito, tirados en el suelo, a los pies de mi padre, quien a esas horas aún estaba trabajando en su restirador, sobre algún plano con olor a lápiz y goma de migajón).

Creo que fue con Wilde Life que Paul bautizó a su banda: un nombre cursi, Wings (la historia del nombre es mucho más cursi).

Esos dos errores (un disco intrascendente y un nombre tonto) me impidieron valorar el hecho de que Paul se rodeaba de músicos interesantes, como Denny Laine (Moody Blues) y Henry McCulough (Spooky Tooth).

Paul parecía hacer un gran esfuerzo por distanciarse de nosotros, los miembros del ala ultra de los Beatles (es muy fácil reconocer los ultra de los Beatles: no soportamos Universal Stereo ni la erudición banal de Manuel Guerrero).

Pero volvamos a Some Time in New York City.

De repente, mis ojos se posan en una fotografía sorprendente: ¿Qué, y esto? ¿Frank Zappa y John Lennon? A ver, a ver, ¿qué está pasando aquí? ¿Cuántas bandas hay en todo esto? The Plastic Ono Band, The Plastic Ono Elephant’s Memory Band y The Plastic Ono Mothers of Invention Band…

Todavía con el excelente sabor que en mis oídos y en mi alma habían dejado sus dos anteriores álbumes (Plastic Ono Band e Imagine). Después de escuchar –a los quince años- maravillas como Mother, I found out, Isolation y Well, well, well; después de gozar –a los dieciséis años- de Crippled inside, It’s so hard y Jealous guy; después de venerar como reliquia aquel disco pirata de vinilo rojo que contenía el audio de la emisión del Mike Douglas Show en el que aparecieron y tocaron juntos Chuck Berry y John Lennon (en aquellos tiempos la piratería era un oficio noble y decente –pero de eso hablaremos en otra ocasión); después de Live Peace in Toronto; después de todo eso, Lennon se subía al escenario con la última formación de Las Madres de la Invención...

¿Qué más podía pedir?

Debo decir, sin embargo y a propósito, que el cariño y la admiración a John no me impiden admitir un hecho evidente: en vivo, Lennon es un desastre, parece no estar interesado en la música sino en el drama eventual que significa cualquier concierto de rock. Y Yoko nunca ayuda a mejorar las cosas, sino que incluso las empeora al obstinarse en montar formas y fraseos de la música japonesa sobre el lomo de cualquier rocanrol. No pertenezco al numeroso grupo de misóginos que dice que Yoko berrea, pero insisto en que el kagura sintoista, el gagaku del siglo VI y los cantos del teatro kabuki (que en su contexto estético cobran sentido y valor), no funcionan en el rocanrol. Y sin embargo esta invasión de Yoko en el escenario tuvieron que soportarla Eric Clapton, Chuck Berry y Frank Zappa.

Y, sin embargo, a Yoko la estimo (y rechazo la leyenda negra que la hace responsable de la separación de los Beatles). Sus álbumes Approximately Infinite Universe (1972) y Feeling the Space (1973) me gustan mucho.

martes, 14 de junio de 2011

Ananías y el silencio

Salen de la peluquería Excelsior y caminan por Campeche, para tomar Tamaulipas. Aún no dan las dos de la tarde, pero Ananías Hortoneda ya trae ganas de Groove. Se le hace tarde para disfrutar de la sopa de cebolla creada por el antiguo chef Ariel Bujakiewicz y ahora supervisada por el maestro Fernando Lara.

Ananías piensa en unos de los más logrados encantamientos del Mago Bujakiewicz: su guajú a la plancha, único pescado a la altura del arte, con perdón del poeta jerezano y del último tlatoani mexica. Y si la afirmación hortonedina raya con la hipérbole y la injusticia (pues hay toda una ictiología de la belleza), recordemos con el arqueólogo la oda Acanthocybium Solanderi, del ya fallecido poeta Bacilio Macedonio Ruiz:

Acanthocybium Solanderi
Oda Ariel Bujakiewicz
Ex-chef del Groove

¡Oh, Ariel bendito, qué filete de pescado!
Miro desde el acantilado tu plena sabiduría.
¡Cuánta luz, qué milenaria!
Es tu cocina del paladar abecedaria
y de los dioses eternos la mejor alegoría.

¡Oh, Ariel divino, amo tu guajú a la plancha!
Es una mujer sin mancha, con alcaparras y mantequilla
(ellas son la capilla donde oficia el bienvenido limón).

Alejado de tus platos, vivo sin vivir en mí.
Entretanto y aquí, soy abducido por ángeles
y remitido a la más dulce condición.

¡Oh, Ariel diabólico, qué ensalada de aguacate!
Deja que desate mi lengua por tu verde arúgula.

Sin mengua de tus sorrentinos, asesinos de mi esplín,
bendigo tu acólito camote a la naranja,
puré que zanja diferencias y me hace decir contento:

¡Oh, Ariel Prodigioso, eres mi domingo de adviento!

Pero Ananías no dice el poema con la boca (Hortoneda lleva ya varias semanas sin siquiera susurrar ¡Mi reino por unos sorrentinos de salmón en salsa de oyamel!), sino con los ojos, que también saben hablar.

Gamaliel Vallarta, uno de sus mejores amigos, accede a acompañarlo al restaurante de Ignacio Espósito y Manuel F. Sekkel, a cambio de un vaso de whisky. Y con ese acuerdo llegan a la calle de Vicente Suárez.

Gamaliel (a quien vemos aquí, de perfil, retratado por Nuestro Señor Gerardo) es farmacéutico, ejecutante de marimba chiapaneca y hermano del doctor Lauro Vallarta, médico que atendió a Bacilio en el Hospital Rubén Leñero (sí, nos referimos a Bacilio Macedonio Ruiz, el autor de Jitanjáforas del Fornicio, Si yo -ve- viera yo vería, Echándole tierra a mi difunta esposa y, claro, Acanthocybium Solanderi, entre otros exitosos poemas). Gamaliel contrajo nupcias con Natalia Ruiz Ochoterena, prima de Bacilio, mujer a quien conoció durante el velorio del poeta.

Al doblar a la derecha, Gamaliel siente al amigo absolutamente inmerso en el piélago de sus meditaciones.

Primera parte

Lo noto muy callado, don Ananías
–dice Gamaliel-. ¿No va usted a contarme siquiera que el domingo estuvo en casa de míster Blacksmith?

Ananías no responde.

-Me enteré por el mismo Fiodor. Supe que bebieron una copa de jerez en medio de Donizzeti. ¡No me diga, no me diga, lo sé! Elíxir de amor, Una furtiva lacrima, Caruso en 1904. ¡Qué deleite! Así es Fiodor, un sibarita, el mejor de todos. Y puedo imaginarlos, señor mío: ¡Escuchemos y bebamos, que mañana moriremos!, habrá invitado sabiamente el Dandy del Blues, discípulo aplicado de Epicuro.

Ananías se limita a sonreír y a balancearse con el recuerdo de Caruso. Entorna los ojos. Parece como si contemplara la conocida escena de la ópera bufa: Nemorino advierte el brote de una lágrima en Adina, y con ella queda convencido de que el brebaje del doctor Dulcamara es un prodigioso elíxir de amor, cuando en realidad, a fe de Felice Romani, el verdadero y mejor estimulante de la pasión amorosa es el desprecio.

Intermedio

¿Qué ligas hay, a propósito, entre las palabras desprecio y despecho? Los etimólogos no ayudan a distinguirlas: se limitan a señalar un mismo origen: despicere (mirar desde arriba), término latino que, dicen, se convierte luego en despectus, y éste es entendido por esas mismas autoridades como menosprecio.

¿Pero acaso el de-ex-pectus corporal (el destete, la privación del pecho) se utiliza aquí, en el despecho emocional, a modo de metáfora? Habría que reflexionar sobre ello. Por lo pronto, digamos que en el Cantar del Mío Cid la palabra despecho parece tener el sentido metafórico de exilio y no de malquerencia de don Rodrigo hacia Alfonso VI y su ánimo, esa ira regia transformada en saña y traducida en doloroso (y deshonroso) destierro del Campeador.

Acudamos, por otra parte, al Acuérdate del Santo Rosario, una de cuyas plegarias reza: Noli, Mater Verbi, verba nostra despicere, afortunado juego de palabras que podría traducirse de la siguiente manera: Madre del Verbo, nuestro verbo no mires desde lo alto (es decir, no desprecies nuestra súplica).

En resumen, no encuentro sinonimia entre el desprecio y el despecho, sino sólo afinidad, coincidencia de circunstancias: Nemorino desprecia (por borracho), y Adina vive el despecho (y ese despectus la lleva al amor). Claro, la experiencia nos dice que el amor nacido del despecho se disfraza frecuentemente de desprecio, porque así se salvaguarda la dignidad; pero ese teatro patético sólo es parte de la conocida competencia de vanidades que viven muchos enamorados.

Segunda parte


Gamaliel Vallarta interrumpe las cavilaciones musicales de don Ananías, y vuelve a Epicuro.

-¿Sabe usted, amigo, que el filósofo griego consideraba la muerte como una quimera? Mientras estamos, ella no aparece; y cuando ella aparece, nosotros ya no estamos. Luego entonces, ya nos la chingamos, digo yo.


Ananías asiente con la cabeza.

-Y que luego fueron al Parque México, ¿verdad? ¡Ah, los paseos por el Parque San Martín, siempre tan nutritivos! Dice Marco Antonio Campos que ahí, en noviembre y a contrasol, las hojas pueden volverse color flavo. ¿Cuál es el color flavo, maestro?

Ananías encoge los hombros.

-No responda si no quiere. Hipótesis etimológica: Flavo ha de venir del latín flavus. ¿Iré bien, maestro? ¿Qué conocemos con ese apellido? ¡El Aspergillus Flavus, hongo saprofito y patógeno asociado con la aspergilosis! Y el Potos Flavus, que es el lindo cuchumbí, pariente del mapache. No olvidemos al minúsculo dinghani de Malawi, cuyo nombre científico es Pseudotropheus Flavus. ¿Qué semejanza cromática hay entre hongo, mamífero y pez? Muestran en su cuerpo amarillos y rojos. Son como de miel. Como de oro. ¡Ya estufas! El poeta piensa en las últimas hojas otoñales.

Ananías guarda sus manos en los bolsillos del pantalón de gastadísima pana gris.

Gamaliel Vallarta y Fiodor M. Blacksmith entre la gente


Ananías saca sus manos de los bolsillos, se acomoda el pantalón con los pulgares y mira a Gamaliel, quien cree leer una pregunta en los ojos del arqueólogo.

-Le digo, maestro: usted y Fiodor fumaron sendos puros frente al reloj art decó, ese que da las horas en azul y blanco, como dice Marco Antonio Campos, el poeta. No hablo de Viruta, su homónimo, sino del autor de Muertos y Disfraces. ¿Lo recuerda?

Salgo de mi casa, pontífice, ajeno,
con el crucifijo –una mujer-
colgado en mi tristeza.

Ananías arquea las cejas y asiente con la cabeza.

-Fiodor siempre tuvo gusto por los versos de Campos, no me acuerdo por qué. Grecia tenía algo que ver con este afecto. Pero no me haga mucho caso: tengo la memoria como destartalada. Lindo reloj el del Parque México, ¿verdad? ¡Y la herrería de su torre! Bueno, pues fue ahí, frente al reloj, donde Fiodor expresó el inmenso placer que le provoca la vida apacible e inútil.

Calla Vallarta para disfrutar la música que sale de una ventana baja: es el prólogo de Maestra Vida, de Rubén Blades. Alejados, ya no escuchan a César Rondón decir Una tarde de abril, 1975, Quique Quiñones... Retoma el hilo Gamaliel.

-¡Qué disco, maestro, qué disco! ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! El placer del puro un mediodía de domingo: usted y Fiodor en el Parque México. Pero no terminó entonces el gozo: regresaron a casa a tomarse un whisky y un vino uruguayo mientras escuchaban a Charlie Parker.

Charlie Parker with strings, the Master Takes –dice entre dientes Hortoneda, y una bandada de zorzales arranca el vuelo desde la copa de su jacaranda.

-Así es (qué buena memoria tiene, maestro). Seguro recuerda los comentarios de Fiodor sobre este álbum: los puristas pusieron el grito en el cielo, que cómo era posible, que así no, que patatín, que patatán. Y sin embargo, señaló el mismo Blacksmith, Parker with strings es un gran disco: el bop está ahí, integrado a los arreglos conservadores pero efectivos. ¿Sabe que sospecha el crítico Ted Gioia? Que a pesar del placer que a Charlie le provocaron estas sesiones, la grabación será recordada como un evento simpático y curioso, pero nunca una obra maestra.

Ananías sigue con la mirada las nalgas sabrosas de una muchacha que pasea a su perro, y su paráfrasis de Gioia se vuelve calidoscopio de significados:

-Hay mucho jazz, pero hay un solo pájaro.

domingo, 12 de junio de 2011

Sólo mira


Fotografía: Agustín Aguilar Tagle

Me encuentro, en la bitácora de un andaluz, con la existencia de cierto concepto filosófico supuestamente acuñado por Leibnitz: la voluptuosidad ante la felicidad ajena (voluptas ex felicitate alieni), que no debemos entenderla como voyerismo sino como reconocimiento jubiloso de la dicha de los semejantes cercanos. Y pienso, entonces, en una experiencia reciente.

En medio de la lasagna y el vino español, Octavio me describe su concepto del instante placentero. Reproduzco -sin paja- nuestro diálogo...

-La vida toda en un momento breve...
-El encuentro fugaz con la sensación del bienestar pleno...
-Sí.
-Virgilio dice: cada quien es atraído por su propio concepto del placer, trahit sua quemque voluptas.
-Eso está pasando ahora, aquí.
-Ya no digamos más.
-Eres tú el que interrumpe la contemplación. Sólo mira.


Preciosa, la descripción de Octavio (Sólo mira) es tan precisa y clara que puedo imaginarlo en el Parque México, acompañado de Ella, su mascota, un alacrán hiperquinético, un buscapiés con pelos, una tragavestidos profesional (como la nombracusa María, la de los tres mares), un movimiento perpetuo y regañón de la familia de los Aieredale Terrier.

Octavio ha sacado a pasear a Ella. Lleva puestos los audífonos de su ipod (él, no ella). De pronto, en medio de su gozosa parsimonia, el hombre decide sentarse en una banca, para mirar descuidadamente la inocente yerba que brota de entre las lozas. Ahí, en ese instante, en la contemplación de la vida diminuta, el presente es redondo, casi perfecto. Octavio no medita. Octavio contempla, acalla razón, memoria y voluntad, y todas las potencias de su alma quedan pasivas. Octavio sólo mira, sin ideas. El mundo cobra sentido, precisamente cuando pierde todo sentido.

jueves, 9 de junio de 2011

33 1/3 y 45 rpm

A Octavio Herrero,
con honda envidia por su equipo de sonido
y su colección de discos.

El 20 de mayo de 2007, al leer el artículo de Pedro Miguel sobre los viejos tocadiscos de tres velocidades (78, 45 y 33 1/3 revoluciones por minuto), recordé el Philips monoaural de la casa de mis padres, elegante y sobrio, con plato de fieltro y brazo de hueso, empotrado en mueble de madera, con radiotransmisor integrado y dos gabinetes para almacenar los discos. En él sonaron Los Rufino, Gabilondo Soler, Marisol, los Beatles, Domenico Modugno, Richard Chamberlain y Sarita Montiel, entre otros, con canciones que iban desde Tango Medroso hasta Being for the Benefit of Mr. Kite, pasando por Chong Ki Fu, Ven y ven, Corazón de melón, Nel blu dipinto di blue, All I have to do is dream, Hi-Lili, El relicario y Madelón.

De niño, me gustaba pegar el oído a la bocina del Philips y escuchar las fábulas del Grillito Cantor, que fue mi primer maestro de rima, ritmo y melodía:

La voz del gallo es horario del caballo,
la voz del perro zozobra del ladrón;
la vieja puerta de goznes que rechinan
temblando se despierta con la voz del aldabón.

Gabilondo Soler fue también maestro del acierto metafórico. Las pesadillas son buitres, y la lechuza es cazadora de pesadillas que protege el sueño de los que piensan bien. Los buitres siempre rondan…

Pero la lechuza los ataca,
hace chuza, desbarata
y los tira con desdén.

El segundo aparato fue un maletín azul cielo que, al abrirlo, extendía dos pequeñas bocinas y dejaba al centro el tornamesa, supongo que Garrard. Éste fue nuestro primer estereofónico y, por ende, la carabela que nos llevó a mundos nuevos ajenos a los de nuestros padres: los Rolling Stones, los mismos Beatles, los Kinks, Led Zeppelin, Cream, Deep Purple, The Who y muchos otros archipiélagos que nos marcaron como generación y que, a la vez, nos privaron de una verdadera educación musical. Porque, hay que admitirlo, nos volvimos intolerantes, sordos y dictatoriales, y entonces perdimos la oportunidad de reconocer la belleza de otras formas, de otros géneros, de otras tradiciones.

En aquellos tiempos, la amistad se construía y se fortalecía a partir de criterios absolutamente esotéricos: si no te gusta el buen rock, eres un maldito burgués o eres mujer. Porque, a propósito, las mujeres eran naturalmente incapaces de tener gusto musical, y amarlas no significaba perdonarlas sino soportar su discapacidad: si una mujer te confesaba que ya le estaba gustando Exile on Main Street, dudabas entonces del valor de ese álbum o soñabas con someter a dicha mujer a una prueba de veracidad con un detector de mentiras. En el sueño confirmabas que esa mujer te amaba demasiado.

Los sueños

Me sigue un paranoico,
me sigue un paranoico,
me sigue un paranoico...
(Me sigue un paranoico,
canción de Gerardo Aguilar Tagle)

El 3 de febrero de 2004, mi hermano Gerardo me escribió para contarme su sueño de la anoche anterior: Camino por una vereda muy estrecha, con Marugenia a un lado (vamos tomados de la mano), cuidando cada paso porque está muy oscuro, lleno de maleza. Atrás de nosotros, un hombre nos sigue. Jala de la rienda a su caballo. Llegamos a un lugar donde el siguiente paso habrá de ser practicamente a ciegas, pero no por la oscuridad... ¡sino porque de ahí emana una luz muy fuerte! Damos el paso y... despierto.

Transcribo mi respuesta, que acabo de encontrar entre las páginas de un libro.

Hora prima

El sueño es una necesidad biológica.

Con esta sencilla afirmación, descarto cualquier definición esotérica o religiosa de la experiencia onírica. No hay en nuestras fantasías soñadas mensajes del exterior ni revelaciones de un tiempo que no existe (el futuro), aunque los divulgadores de la física cuántica se empeñen en convertir potencias en actos y el pretérito imperfecto de subjuntivo en presente de indicativo vía pospretérito del mismo modo.

Dice Freud que el sueño es el intento de satisfacer, en última instancia, el deseo de volver al útero materno, y en torno a tal afirmación hay muchas discusiones. Habrá que estudiarla. Por ahora, aceptémosla como hora secunda, a sabiendas de que nuestro análisis puede venirse abajo si tal afirmación es equivocada.

Hora tertia

El sueño es un fenómeno psíquico.

En el sueño, se realizan hechos psíquicos que conocemos sin saberlo (suena extraño, pero con un leve esfuerzo es fácil entender la diferencia entre conocer y saber). Es decir, el durmiente conoce –en el fondo de sí mismo- el significado del sueño.

Cuidado con esto. No estamos diciendo que, al contener un significado, el sueño busca enviar un mensaje (como si el sueño fuese un ente o producto de un ente ajeno al soñador). No, entendámoslo con calma.

Todo contiene mensajes, y esta afirmación (el universo entero contiene mensajes) es puramente humana. Si, al pasear, me encuentro con una zona de pasto, puede entender que cerca hay agua. A eso me refiero con mensajes: en la capacidad del ser humano para interpretar las causas y los efectos de las cosas.

Hugo Hiriart (que no es científico, sino poeta y filósofo) dice que los sueños no tienen significado. Pero creo que se equivoca un poco.

Supongamos que alguien sueña con las Chivas Rayadas de Guadalajara. El hecho, por sí mismo, ya tiene un primer significado posible: el durmiente es mexicano (muy probablemente, aunque no necesariamente, y el margen de error es suficiente como para no conferir a los significados un valor contundente).

Ahora, pensemos en un chino que no conoce México, que no ha oído hablar de un país llamado México, que nada sabe de fútbol. Supongamos que ese chino sueña con las Chivas. Entonces sí, la cosa se pone espeluznante, habría que ponerse a temblar.

¡Pero eso no sucede! Lo que sí puede suceder es que ese chino sueñe con once tipos en calzones y con camisa de rayas rojas y blancas, todos concentrados en una misma y extraña actividad (disputar el dominio de una pelota a otros once tipos a medio vestir). Y si ese chino nos cuenta su sueño, varios de nosotros sucumbiremos al deseo de concluir: ¡Las Chivas Rayadas de Guadalajara, virgen santísima!

Por eso, conviene no caer en la trampa de analizar el sueño de otro desde nuestra propia psique, y si vamos a partir de una cultura uniforme y desde símbolos colectivos y relaciones comunes, debemos obligarnos a cotejar toda esa parafernalia con el muy personal conglomerado semántico del soñador.

Freud advierte que existe un estado del sueño en el que no nos separamos del todo del mundo exterior. Él lo llama sueño nodriza, porque lo compara con la actitud de quien cuida un bebé: se echa su coyotito, pero nunca queda del todo dormido, porque está pendiente de la seguridad del bebé. Esto provoca que el exterior intervenga en el sueño.

Nos colocamos en sueño nodriza cuando las preocupaciones del día son los suficientemente fuertes como para considerarlas (muchas veces sin voluntad) como a un bebé al que hay que cuidar. Entonces, sucede que sólo dormimos a medias, y el exterior (no sólo las preocupaciones, sino el mundo de afuera: el viento, el ruido de la casa, los olores, las voces y hasta el alimento que aún digerimos) dicta guiones oníricos.

No es raro que, durante una tormenta, el durmiente sueñe con agua. Lo interesante, entonces, es analizar cómo sueña con esa intervención del exterior (un naufragio, un regaderazo, una alberca, un vaso de agua, su madre, su amante, una aventura homosexual, un incendio, son tantas las posibilidades de imaginación que el agua puede detonar, que la interpretación directa se vuelve imposible: hay que pensar en piezas de rompecabezas o en juego de espejos).

Lo importante, entonces, no es el aspecto exterior del sueño (aunque su valor poético puede ser mucho) sino las representaciones sustitutivas en cada uno de los elementos del sueño (el llamado contenido latente).

La imagen de un hombre que camina atrás de ti con un caballo jalado de la rienda, no dice mucho. La cosa es ver quién es ese hombre, o a quién representa, símbolo o signo de qué es; ¿debemos separar al hombre de su caballo, u hombre y caballo pertenecen a un mismo signo particular?

Por otro lado, está el problema de la contaminación de un sueño al ser verbalizado. Al contar un sueño, ¿de veras estamos recordándolo, estamos siendo fieles a su mise-en-scène, o al sueño le pasa lo que a ciertas substancias que se corrompen al contacto con el aire?

¿O de cuál fumaste, mano?

Después de leer esto, Gerardo subió un comentario: Fíjate –le decía yo a un amigo en cierta ocasión-, que conozco a un hombre que está sentado mirando el mundo y registrando en una libretita lo que en él sucede y lo que no sucede en él (en el mundo y en él). ¿Qué? –me dijo mi amigo-, ¡eso lo soñaste! Eso pensaba antes –respondí-, pero no: varias veces me he despertado… y ahí sigue; es mi gemelo.

Cuatro años después de esta conversación epistolar con mi hermano, desperté sobresaltado a las 4 de la madrugada del 4 de enero (2008). Salí de la cama, con lágrimas en los ojos y una profunda angustia (Gerardo se había ido apenas veinte días antes), bajé, tomé la guitarra, salí al patio trasero y compuse Wichili McCoy.

miércoles, 8 de junio de 2011

Reflexiones a partir de un fibroma

Texto escrito el 14 de septiembre de 2007

Gerardo Aguilar Tagle / Acapulco, Guerrero / Lunes 10 de septiembre de 2007
Casa de sus hijos, Gerardo y Alejandra Aguilar Sámano
Retiro Físico y Espiritual

Hace siete u ocho meses, es decir, a principios de este año, Gerardo María Mayela Aguilar Tagle empezó a sentirse mal. Acabadas las fiestas decembrinas, fue asaltado por dolores estomacales. Sin embargo, no hizo más que tratarlos con enojo e indiferencia: pensó que sus malestares eran producto de un simple recargamiento y que, como tales, podría controlarlos y anularlos a través de la automedicación, el ayuno, el agua y el descanso. Sus cercanos tampoco dimos mucha importancia a lo que sucedía, pues estamos acostumbrados a la hosquedad, el malhumor y las quejumbres de mi gemelo, cuyo umbral de dolor me recuerda aquel famoso Callejón del Beso que está en Guanajuato.

No era difícil ver en los gestos y en la conducta de Gerardo las expresiones del dolor que no se va, del dolor que nos anula, el dolor que nos avasalla y nos arrebata el gusto de la vida por la vida misma. ¡Pero no supimos adivinar en esos signos exteriores la gravedad de lo que sucedía dentro del cuerpo ahíto de mi hermano!

Pasaron las semanas y los meses, y -como sucede con todo aquello que es permanente (desde la belleza hasta la inmundicia)- los dolores de Gerardo se volvieron invisibles, inaudibles, inexistentes, a la vez que –oximorones de la vida- muy pero muy presentes.

En alguna parte escribí que la belleza constante se vuelve invisible. Algo semejante podemos decir del dolor crónico, animal mimético cuya inadvertida pero real presencia define nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestras ideas.

La discusión se centra en una pregunta: ¿Es dolor aquel dolor que deja de sentirse aunque no desaparezca?

Me duele, luego existo. Yo soy lo que me duele; pero he olvidado cuándo inició el dolor y no recuerdo otro estado; de hecho, no puedo afirmar que me duele (hacerlo, sería ahora tan extraño como decir que siento la ausencia de alas); por tanto, no sé si existo, no sé quién soy. En todo caso, repito, soy el dolor, un dolor que se duele de sí mismo y no reconoce sus bordes.

Ahora, después de la experiencia vivida con Gerardo, confirmo que el dolor (cualquier dolor) nos acota y nos guía, al punto de modificar todos y cada uno de nuestros proyectos, desde los más complejos hasta los más sencillos, desde los abiertamente épicos hasta los definitivamente inocuos.

En su más reciente artículo, el médico periodista y filósofo Arnoldo Krauss cita a Alphonse Daudet (1840-1897):

Dolor, has de serlo todo para mí.
Deja que encuentre en ti
todas esas tierras extranjeras
que no me dejarás que visite.
Sé mi filosofía, sé mi ciencia.

Inmediatamente, el mismo doctor Krauss transcribe las palabras de uno de sus pacientes:

Mis días utilizan el lenguaje del dolor.
Mi voz calla, llueve o reverdece de acuerdo al tono del dolor.
El azul del cielo y el gris de las lluvias no dependen de la fuerza de la naturaleza,
sino de la magnitud de mis dolencias.

El 15 de septiembre, tres meses antes de morir, Gerardo comentó: Gracias, Tino, por registrar los detalles de estos dias. El dolor se hizo soportable junto a tu voz y tus manos. Eres actor principal de esta historia, cargaste mi cuerpo, aliviaste mi mente y lograste atravesar, siempre con mucha fuerza y humor, un río de desesperación, cuya corriente quería arrastrarme. Tu voz, leyendo, me aliviaba y arrullaba. ¿Cómo quejarse entonces?. Gracias. Gracias, Tino.

Notas encontradas al limpiar cajones

UNO

Una de mis canciones favoritas -Ne me quites pas, de Jacques Brel (1929-1978)- es una súplica casi humillante en la que se apela al olvido y se ofrece lo imposible (Te ofreceré perlas de lluvia de un lugar donde no llueve), la locura, la veneración, la ternura. Pero sobre todo la degradación misma del ser a cambio de ser devuelto al paraíso perdido.

En Varekai de Cirque du Soleil, uno de los payasos hace una excelente parodia de Brel y su canción (confieso que, al principio de la rutina, me sentí incómodo: me pareció un acto sacrílego; sin embargo, poco a poco surgió en mí la sonrisa condescendiente: los mejores chistes son aquellos en los que nos burlamos de nuestro propio dolor).

DOS

28 de agosto de 2006. La dignidad y la lealtad a los principios nunca es pérdida. Con la mofa, el insulto y el cinismo, todos perdemos. Podrán quedarse con el poder, nosotros nos quedamos con la historia.

TRES

Los guasingetones dicen: Somos el continente. Lo que hay debajo de Río Grande es terra ignota, selva, no sabemos muy bien. Ahí vive una serie de tribus que aún anda en la barbarie. ¡Y son tribus peligrosas! Se les nota en la cara. ¡Qué feos son, a propósito! Morenos, chaparros, sucios, pendencieros, flojos. Mientras más cerca están de nosotros, más feos son. Abajo, casi llegando a la Patagonia, los rostros y los cuerpos se suavizan, acaso porque son fruto de la puesta en práctica del pensamiento de Juan Bautista Alberdi (1810-1884), que en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina afirma: gobernar es poblar.

Aunque usted no lo crea, Juan Bautista Alberdi hablaba en serio: Si la población de seis millones de angloamericanos con que empezó la República de los Estados Unidos, en vez de aumentarse con inmigrados de la Europa libre y civilizada, se hubiese poblado con chinos o con indios asiáticos, o con africanos, o con otomanos, ¿sería el mismo país de hombres libres que es hoy día? No hay tierra tan favorecida que pueda, por su propia virtud, cambiar la cizaña en trigo. El buen trigo puede nacer del mal trigo, pero no de la cebada

CUATRO

Para enfrentarme a abismos, paredes y divisiones, no construyo puentes, no abro ventanas, no derribo aduanas. Sólo me esfuerzo por ver la realidad de las cosas y descubrir que no existen los precipicios, los muros ni las fronteras.

Porque toda dico/tomía es una ilusión óptica, una trampa mental.

lunes, 6 de junio de 2011

Paradojas

Primera paradoja

Mientras menos goza alguien de la música, más apetece cualquier cosa. ¡Cualquier cosa! La aprecia y la agradece con esa santa inocencia con la que los niños en etapa oral se meten todo a la boca, desde sus propios mocos hasta tierra con lombrices, pasando por el patito de hule, los dedos de la tía Gertrudis y la llave de la alacena.

-¿Qué te gusta?
-¡Todo!

Cuando alguien me responde de esa manera, tan descarada y sin rubores, me doy cuenta que estoy ante una persona cuya relación con la música es de absoluta indiferencia.

Segunda paradoja


Quien, en cambio, se vuelve amante apasionado de una música, pierde paulatinamente la capacidad de tolerar ciertas expresiones; establece, poco a poco, una relación patológica con el objeto de su amor (algunas combinaciones de melodía, ritmo y armonía).

Este fenómeno es equivalente a la fe de los religiosos y a la locura de los amantes. Creyentes, amantes y melómanos se vuelven paulatinamente ciegos y sordos. Y sonríen como si su condición tuviera alguna ventaja con la del resto del mundo.

Viví en el monstruo y le conozco las entrañas. Sé de lo que hablo.

Sin embargo...

Acabo de comprarme un disco con música de Marin Marais (Pièces de viole, Vol. 2), interpretado por Jérôme Hantaï y Alix Verzier (quienes son acompañados en el clavecín por Pierre, hermano de Jêrôme). Marais es un francés de los siglos XVII y XVIII, famoso por su obra para viola de gamba y su calidad interpretativa en dicho instrumento. Desde 1679 hasta su muerte, fungió como Ordinaire de la Chambre du Roy por la Viole de Luis XIV.

Imagino a Marais en la récámara del Rey Sol, quien desayuna envuelto en las nubes producidas por la viola de don Marin, soportando una fístula en el ano (recomiendo, a propósito, leer El culo de Luis XIV y su influencia sobre la historia de la música). Y compruebo que este instrumento tiene la misma tesitura del violonchelo, lo que le permite –al cabalgar sobre el clavecín- generar una música profundamente melancólica, de dulzura incomparable, como para acercarse lentamente a la ventana, en un día gris de lluvia lenta, y recargar el rostro en el vidrio obnubilado, tejer pensamientos tristes.

Lo curioso es que las pequeñas piezas del alumno de Jean-Baptiste Lluly, logran conducirnos también al otro lado del corazón, ahí donde anida la más pacífica de las alegrías (supongo que por eso Luis XIV encontraba con Marais alivio a los dolores de su culo maltratado).

Se tambalea la segunda paradoja.

Este encuentro con Marais parece anular la segunda paradoja de la que hablé al principio. ¿Falso, entonces, que los melómanos nos volvemos sordos e intolerantes? Digo, porque… ¿cómo es que llegué al francés, si pertenezco a una cofradía tan reacia a los cambios y las excursiones?

Es muy sencillo de explicar. En realidad, la intransigencia que provoca la melomanía está dirigida hacia aquello que, por su pobreza estética y su falta de atrevimiento conceptual, se vuelve gelatinoso, condescendiente y tonto. ¡Nadie que ame la música puede tomar en serio lo que hace, digamos, Depeche Mode! (fue lo primero que se me ocurrió, pero siempre hay harta basura alrededor de uno). Y no vale el entusiasmo de Juan José Olivares, que trata a esta banda inglesa de vanguardista y como si de veras tuviera importancia el hecho de mantenerse veinticinco años en el gusto de la gente. ¿Qué es eso? ¡El gusto de la gente! Como si la gente tuviera gusto. En esto, la cofradía es inflexible: abramos los oídos, pero no retrocedamos, no perdamos el rumbo, vayamos hacia las auténticas expresiones del alma y no volvamos a los estados primarios de las cosas que la industria quiere hacernos tragar como música.

Porque los melómanos no somos clientes, no somos consumidores, en el sentido mercadológico de ambas palabras. ¡Somos amantes!

Los miembros de la cofradía se golpean entre sí con dedo flamígero, acusándose mutuamente de obtusos.

-¡Eres un intolerante!
-¡Pues tú eres un pontífice de pacotilla!
-¿Cómo es posible que no te guste esto!
-No digo que no me guste, digo que me da hueva y que está muy por debajo de…
-¡Calla, insensato, calla!

¡Cómo disfruto estos pleitos bizantinos entre mis amigos, los cronopios! Me recuerdan a los clowns del circo, que se quieren mucho pero que sólo saben conversar golpeándose la cabeza con martillos gigantes y darse de nalgadas con ruidosas tablas dobles. Al final, fuera de escena, terminan besándose y abrazándose. En privado, cada uno de ellos me habla de los otros con la misma pasión:

-Te prohíbo repetirlo, pero tienes que saber que a X lo quiero mucho, de hecho lo admiro. Y, mira, voy a escuchar con más cuidado esa música que lo vuelve loco.

De la corrección fraterna

Escribe san Agustín sobre la llamada de atención a los pecadores (si te da flojera, lector, echarte todo el rollo, al menos ve de negritas en negritas):

Pero si de nuevo, después de esta advertencia o cualquier otro día le viereis caer en lo mismo, el que le sorprenda delátele al momento como a una persona herida que necesita curación; sin embargo, antes de delatarle, expóngaselo a otro o también a un tercero, para que con la palabra de dos o tres pueda ser convencido y sancionado con la severidad conveniente. No penséis que procedéis con mala voluntad cuando indicáis esto. Antes bien, pensad que no seréis inocentes si, por callaros, permitís que perezcan vuestros Hermanos, a quienes podríais corregir indicándolo a tiempo. Porque si tu Hermano tuviese una herida en el cuerpo que quisiera ocultar por miedo a la cura, ¿no seria cruel el silenciarlo y caritativo el manifestarlo? Pues, ¿con cuánta mayor razón debes delatarle para que no se corrompa más su corazón?

Pero, en caso de negarlo, antes de exponérselo a los que han de tratar de convencerle, debe ser denunciado al Superior, pensando que, corrigiéndole en secreto, puede evitarse que llegue a conocimiento de otros. Empero, si lo negase, tráigase a los otros ante el que disimula, para que delante de todos pueda no ya ser arguido por un solo testigo, sino ser convencido por dos o tres. Una vez convicto, debe cumplir el correctivo que juzgare oportuno el Superior Local o el Superior Mayor, a quien pertenece dirimir la causa. Si rehusare cumplirlo, aun cuando él no se vaya de por sí, sea eliminado de vuestra sociedad. No se hace esto por espíritu de crueldad, sino de misericordia, no sea que con su nocivo contagio pueda perder a muchos otros.

De la Pronta Demanda del Perdón y del Generoso Olvido de las Ofensas

En alguna parte que no encuentro, el mismo san Agustín dice que quien todo lo comprende todo lo perdona.

Pero el único que vive esa comprensión absoluta es Dios. De cualquier manera –y lo dicho por san Agustín sobre la corrección fraterna lo avala- perdonar no significa admitir, no quiere decir aceptar ni dar la bienvenida.

La demostración teológica de este reparo es la instalación misma del infierno, donde el fuego atormentará a los que no supieron amar al Señor. Y si Dios separa (¡Apartaos de mí, malditos de mi Padre!)… ¡cuánto más separa el hombre!

Hablemos de lo que no es estrictamente musical.

Cuando, a fines del siglo pasado, llegó a México La extraordinaria Paradoja del Sonido de Café Quijano, lo escuché en el Mix Up de Plaza Loreto, mientras mi difunta esposa recorría con mi difunta suegra las tiendas del centro comercial. Confieso que me gustó, y hasta compré el disco; pero, con el paso del tiempo, me aburrió y me pareció insípido, como hecho para bailar al final de una boda, con la tía Gertrudis ya muy borracha. Aprendí, entonces, que hay cosas bonitas y bien hechas cuyo único defecto es que se trata de una moda pasajera, divertida… y ya.

Hay, por otro lado, modos que se vuelven permanentes, y son esas maneras las que llamamos clásicas, por su universalidad espacial y temporal.

Con Café Quijano me pasó lo que hoy me sucede con Vino Tinto, de Estopa.

Amapolas son los suspiros de tus escamas…

Verso esplendoroso, digno de Paul Eluard y Benjamín Peret, quienes afirmaron, en el primer Cadáver Exquisito, que los elefantes son contagiosos.

Es un decir.

¿Pero son música estas piezas? ¿Es música Johnny B. Good, de Chuck Berry? ¿No serán, acaso y más bien, artilugios afrodisíacos cuyo valor está en prendernos las ganas del cuerpo, que no los apetitos del alma?

¿Y si mi formación cristiana, que me mantiene en una angustiosa dualidad, es la culpable de que encuentre pecaminoso llamar música a mis agentes del deseo?

domingo, 5 de junio de 2011

Ludwik Margules (1934-2006)

Fue en 1978 cuando, a punto de abandonar nuestra adolescencia, acudimos al teatro de la UNAM de Avenida Chapultepec (foro que ya no existe) y disfrutamos, con la boca abierta, de una bellísima puesta en escena de Tío Vania, de Chejov, dirigida por Ludwik Margules.
Alejandro Aura fue Vania, Hugo Gutiérrez Vega hizo de Serebriakov, y Julieta Egurrola representó a Sonia. Los tres, esplendorosos, y los otros también, con esa luz interior que –dicen- inyectaba Margules en sus actores, a veces con rudeza excesiva, al grado de convertir los ensayos en ejercicios de dolorosa ascesis.

Ingenuos creyentes de nuestra propia eternidad, por fin nos enfrentábamos al teatro verdadero, a directores geniales y a una gran variedad de actores: unos, con la fuerza expresiva de su madurez; otros, más jóvenes, con la gracia y frescura de sus comienzos.

Días de mucho teatro, días de música a todas horas, días de libros en todas partes, días de cine a cada rato, días de ocio entre amigos, días de amores efímeros, días de café, cigarros y cerveza. Así fueron los últimos años setenta.

Seguíamos con verdadera pasión a quienes considerábamos nuestras estrellas más cercanas (actores, escenógrafos y directores del teatro universitario): José Ángel García y Patricia Bernal (padres del famoso Gael, a propósito de nada), Alejandro Luna (padre de Diego), Salvador Garcini, José Caballero, Rosa María Bianchi, Blanca Guerra, Margarita Sanz, Humberto Zurita, Alejandro Camacho, Nicolás Núñez, en el Santa Catarina, en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz, en El Galeón, en La Casa del Lago, en El Granero, en la Carpa Geodésica, en el CADAC…

Nuestros hábitos no han cambiado mucho, pero hoy nos falta tiempo para cumplir con todos los placeres.

En ese entonces desdeñábamos un poco lo que hacía Héctor Azar y Emilio Carballido; y no recuerdo por qué (admito que me esfuerzo poco por saber si estábamos equivocados, aunque confieso que don Emilio me gusta mucho, cuando alguien sabe dirigir sus obras). Preferíamos, en cambio, a Margules, a Héctor Mendoza y a Juan José Gurrola, y si en algo se involucraba José Antonio Alcaraz, mejor que mejor; todo ellos se hallaban más cerca que otros de nuestras ganas por entender los adentros del bicho humano, y eso sólo podía suceder a través de la abstracción y el hermetismo estético, en el que, curiosamente, estaban inscritos Shakespeare y su época.

De Gurrola, fuimos a ver más de tres veces su Lástima que sea puta, de John Ford, el isabelino, con la fascinante Vera Larrosa –Anabella-, José Ángel García y el mismo Gurrola como cardenal goloso.

Hugo Gutiérrez Vega cuenta que a una de las funciones de Lástima que sea puta asistió la madre de un importante funcionario universitario, y a la compañía le dio miedo que la anciana se escandalizara y que, entonces, llegara la censura. Sin embargo, heroicos, Gurrola y sus actores no cambiaron una sola palabra ni una sola escena (Vera aparecía desnuda muy seguidamente). Al final don Hugo se acercó a la venerable mujer y le preguntó qué le había parecido la obra. Dijo ella que le había gustado mucho la puesta en escena, y cerró su comentario con una frase que alivio al poeta actor:

-¡Qué bonitas nalgas tiene la señorita!

Sin embargo, también quedamos encantados, en 1979, con La Mudanza, de Vicente Leñero, en el mismo teatro, con María Rojo y Luis Rábago; pero… ¿quién la dirigió? ¡No me acuerdo! ¿José Caballero? Pereguntaré a mi amigo Raúl Bretón, él se ha de acordar (Raúl hizo el papel del intruso asesino -de quien sólo vemos la sombra-).

El Tío Vania de Margules contó con un vestuario diseñado por Fiona Alexander (q.p.d.) y la escenografía de Alejandro Luna, quien supo reproducir el universo descolorido de Chejov, universo monocromático, sepia, color de arena.

Años más tarde, conseguí la traducción de Tío Vania que se hizo, precisamente, para la puesta de Margules. Pero ese librito, editado por la UNAM, quedó en la tumba de mi difunta esposa, así que no puedo más que acudir a mi mala memoria, y de ella saco la imagen que aún conservo de Los Exaltados, de Robert Musil, que también dirigió Ludwik y que también nos volvió locos de alegría y de placer. Para esa obra, fue Fiona Alexander la que creó una escenografía llena de luz, dicen que muy art decó, aunque para mí evocaba las manualidades que hacía yo en pre-primaria, con popotes de colores (no era así, pero así aparece en no sé qué parte de mi cerebro). No tuve la suerte de ver lo que hizo Margules con De la vida de las marionetas, de Bergman, ni Bajo el bosque de Leche; pero sí escuché la adaptación radiofónica que, años más tarde, hizo Federico Campbell de la pieza de Dylan Thomas (¿o fue algo de Harold Pinter? ¡Dios, Dios, mi reino por una neurona!), y presencié Roberta esta tarde, de Pierre Klossovski, traducida por Juan García Ponce (mi admiración por el autor de Unión me llevó a leer, una y otra vez, La vocación suspendida).

Los tonos, las inflexiones, los gestos, el dolor manifiesto, el rencor atorado, todo lo re-presentó Margules en su Tía Vania, y yo me quedé con la sensación de que ése era el teatro que querría ver toda la vida, un espejo (plano, cóncavo o convexo) que refleja sombras, sombras que son un sueño, el sueño de vivir.

Descansa en paz, Ludwic Margules.
Baja telón.

Entre Maxwell Smart y Krysztof Kieslowski

Texto escrito en 2006

Anteanoche, puse Cable en Retro. Comenzaba en ese momento Retro Clips. Me lo soplé, por ocioso, por morboso, por curioso y porque media hora después dieron, en el mismo canal, el capítulo 14 de la tercera temporada del Superagante 86 (Get Smart, The King Lives, transmitido por primera vez el seis de enero de 1968). Dicho episodio contiene una escena genial.

Hay, en el hombro de Maxwell Smart, una tarántula; el superagente urge a su mujer para que acerque un espejo al arácnido, pues las tarántulas –dice Max- son tan vanidosas como las mujeres; al conseguir que la tarántula se distraiga ante su propio reflejo, la 99 pregunta si de una vez le trae un peine; Maxwell le sugiere que mejor traiga un frasco, para atrapar al animal; la 99 va a la cocina, regresa con el frasco… ¡pero olvida quitarle la mayonesa!

Lloré de la risa.

El siguiente capítulo –el de anoche- no fue tan bueno, aunque el doblaje regaló una perla preciosa: hace decir a Maxwell Smart que las momias de Guanajuato están en las Grutas de Cacahuamilpa, y que allá irá a atrapar a un científico loco que está resucitando a los malvados de KAOS muertos en redadas de CONTROL. Para mayor confusión geográfica, el lugar al que llegan Maxwell y la 99 es una isla de cartón.

¡Bravo por el doblaje!

En los comerciales, apuro mi lectura de El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano, que ya tengo que devolverle a mi amigo José Luis Sánchez, junto con el delicioso panegírico de Martín Caparrós. Escribe Galeano, en la página 157, mis certezas desayunan dudas, y confiesa su propensión a sentirse, a veces, un descastado, un exiliado universal, un hombre sin nombre. Después, en la página 165, describe al Che Guevara como un raro tipo que decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Más adelante, en la página 231, lanza una afirmación llena de esperanza para quienes un día somos amargos apocalípticos que pontificamos sobre el buen y el mal gusto... y otro día somos entusiastas integrados que gozamos del kitsch y toda la cultura de masas. Yo sé que Umberto Eco resuelve la disyuntiva en su mismo libro –fue mi amigo Octavio quien, a fines de los setenta, me hizo leerlo-; pero como me reconozco más propenso al Apocalipsis –y como sé que el problema que cargamos los apocalípticos es el de sentirnos exiliados del mundo- creo que es Galeano quien consigue darme una solución personal:

Sí, sí, por lastimado y jodido que uno esté, siempre puede uno encontrar contemporáneos en cualquier lugar del tiempo y compatriotas en cualquier lugar del mundo. Y cada vez que eso ocurre, y mientras eso dura, uno tiene la suerte de sentir que es algo en la infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un fugaz momentito.

Al leer esto –y durante los créditos de El Superagente 86- el programador digital me anunció que estaba a punto de comenzar Decálogo VIII (Dekalog, osiem, 1988, de Krysztof Kieslowski), que quise volver a ver para, ahora sí, ponerle atención a Elzbieta cuando, en el anfiteatro, cuenta su historia, aquélla sucedida en 1943, cuando estuvo a punto de morir por la inacción de Sofía. Porque si uno no entiende esa parte, ya no entienda nada de lo siguiente... y se queda con la idea de que los polacos se angustian de gratis, cosa que no sucede en Ceslaw Miloz, ni tampoco en el Stanislaw Lem de El Congreso de Futurología (sí en el Lem de Solaris). De la poesía de Karol Wojtyla no puedo hablar, porque los pocos versos que leí de él me hicieron pensar que habían sido escritos por el abuelo de Heidi, la enana suiza.

Flash back a Retro Clips. Por lo que pude percibir (para dolor de mis oídos y de mis ojos), los productores de dicho programa definen retro como la música de los ochenta. ¿Eso es retro? ¿Te cae? ¡Es decir, ayer! ¡Qué onda, güey, no mames! ¡Qué picudo, güey! ¡Checa la programación, güey, está de pelos! Sintetizadores, baterías programadas, ritmitos que de por sí ya eran –en los ochenta- regresiones naif.

¿Por qué?

Lanzo una hipótesis, dividida en cuatro partes. Advierto, sin embargo, que se trata de una generalización. De hecho, puedo estar absolutamente equivocado. Por eso, la llamo hipótesis.

1. La música escuchada durante la pubertad y la adolescencia se clava en el alma sin juicios de valor y deja huellas permanentes. ¿Cuál es esa música? Todo aquella que entonces nos da sentido de pertenencia, y ésta es, naturalmente, la que está de moda.

2. Al agotar nuestros veinte o ya entrados de lleno en los treinta, descubrimos que se acerca el fin de la edad dorada; entonces, adoptamos actitudes infantiles y pubescentes, como para detener el tiempo (para comprobarlo, basta platicar cinco minutos con alguien que ande en dichas edades; o también es posible demostrarlo durante la fiesta de una boda: novios e invitados piden a la orquesta versátil que interprete los éxitos de hace quince años; y es cuando los viejos decidimos regresar a casa y desintoxicarnos de tanta lozanía).

3. Si a los quince renegamos de nuestra infancia, entre los veinticinco y los treinta nos empeñamos en reivindicarla, con todo y su soundtrack, así sea grotesco por naturaleza (cuando un treintañero de hoy se emborracha, descubre que se sabe todas las canciones de Timbiriche y acaba bailando a Flans, sintiéndose Simon Le Bon en The Reflex: The reflex is an only child, he's waiting in the park).

4. Los treintañeros son el bocado más apetitoso para los mercaderes de la nostalgia, porque quien tenía entre diez y quince años en 1985, hoy decide que ya es hora de adoptar un pasado testimonial.