Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













viernes, 19 de agosto de 2011

Juan José Gurrola (1935-2007)

Una probada temprana de muerte
no es necesariamente algo malo.
Charles Bukowski

Devastado por el desvelo, tirado en la cama, escribí estas líneas durante el mediodía del sábado 2 de junio de 2007. Estaba en ayunas, apenas si logré pasar una taza de café tibio mezclado con leche condensada; y, sin embargo, no tenía hambre.

Para descongestionar la mente, escuché una hermosísima canción popular rusa, La leyenda de los doce ladrones, interpretada por el bajo profundo Boris Tchepikov.

Con versos del poeta N. Nekrassov y música de autor anónimo, la canción describe la conversión de un bandolero, Koudeyar, quien deja el oficio e ingresa a un monasterio para limpiar sus pecados (la cautivadora melodía parece reproducir la pena y el arrepentimiento lastimero de Koudeyar).

Al mismo tiempo, leí al azar páginas de El amor es un perro infernal, de Charles Bukowski, otro pecador. Me gusta mucho el final del quinto poema, Una de las más calientes:

(...)
tomamos vino y vimos horas TV

y cuando nos metimos a la cama
a dormir
se quitó la dentadura
toda la noche.

Incumplí mi norma autoimpuesta de no leer y escuchar simultáneamente, y ni siquiera así logré salir de la modorra y el aturdimiento. El intento fue en vano. Seguí atolondrado, así que me levanté de la cama, fui descalzo a la cocina, saqué del refrigerador una Victoria fría y resucité al dar el primer sorbo.

Salí al patio, encendí un cigarro, me senté a leer La Jornada, dejé que el sol bañara mis pies, y al mover los dedos descubrí que estaba vivo. El alivio me despertó, y me enteré entonces de la muerte de Juan José Gurrola, uno de los iconoclasta encantadores que en los setenta forjaron nuestro concepto del teatro y nuestra idea de la belleza.

Adiviné el buen recuerdo que despertaría en algunos de mis viejos amigos la muerte del artista.

Iniciamos nuestra juventud con Los Exaltados, de Robert Musil, estrenada en 1974 en la pequeña sala que tenía la UNAM en Avenida Chapultepec. La escenografía art decó de Fiona Alexander me impactó tanto que aún puedo verla si cierro los ojos, y si Hugo Gutiérrez Vega recuerda el predominio del blanco y del negro, así como la existencia de un emplomado al centro, yo, en cambio, tengo presente la luz, mucha luz (no sé por qué, pero este recuerdo está íntimamente ligado a una de las manualidades que hice en preprimaria, con popotes unidos con engrudo).

Ocho años más tarde, el 18 de mayo de 1982, moriría Fiona en San Luis Potosí, en un accidente de automóvil. Tenía ella apenas veinticuatro años de edad y un niño de dos años y medio, Diego, de cuya crianza y educación se encargó su padre, el genial Alejandro Luna, apoyado solidariamente por amigos cercanos, como José Ángel García y Patricia Bernal, padres a su vez de un escuincle de tres años.

Y ya que hablo de Patricia, he de confesar que, a fines de los setenta, esta mujer nos volvía locos con su belleza.

Pero en 1975, aún en vida de Fiona, vimos en la Casa del Lago Roberte esta tarde, basada en el tercer libro de Pierre Klossowski. ¿O esa vez fui solo? No me acuerdo. La cosa es que al término de la obra, salí del teatro, soñé con la caja de espejos construida por Alexander y desperté dispuesto a buscar libros del escritor francés. Conseguí entonces La vocación suspendida, La revocación del edicto de Nantes y la misma Roberte ce soir, las tres traducidas por Juan García Ponce y publicadas por Editorial ERA. Devoré la primera con una pasión casi enfermiza, como si se tratara de mi salvoconducto para salir sano y salvo de la iglesia católica, tenebrosa cárcel del alma en la que estuve confinado durante los primeros quince años de mi vida.

En 1978, en el Teatro Santa Catarina, presenciamos Lástima que sea puta, y no sólo suspiramos ante el cuerpo desnudo de Vera Larrosa sino que también quedamos convencidos de que esta puesta en escena se convertiría, con el paso del tiempo, en un hito del teatro en México, cosa que terminó siendo absolutamente cierta.

Al año siguiente, con motivo de la inauguración del Teatro Juan Ruiz de Alarcón, se encargó a Gurrola la puesta en escena de La prueba de las promesas, obra del dramaturgo novohispano con la que quedamos tan maravillados que ni cuenta nos dimos del escándalo que provocó entre las autoridades universitarias: la temporada fue suspendida y la naciente Compañía de Repertorio de la UNAM fue disuelta.

Me hubiera gustado asistir, en 1996, a Ecos del bosque blanco, que Gurrola puso en el Teatro Antonio López Mancera del Centro Nacional de las Artes, basado en Under the milkwood, de Dylan Thomas. Me da coraje no haberme enterado, porque para entonces ya había yo escuchado la obra en su formato original (es un guión de radio, o teatro para voces, algo así), traducida por Federico Campbell y premiada en Alemania. Pero a mediados de los noventa todos mis intereses se concentraban en el cuerpo vivo de mi hoy difunta esposa, cuerpo luminoso que me mantuvo ciego ante cualquier otra realidad durante tres lustros. ¡Qué iba yo a desear otra cosa, si tenía al mismo demonio en mi cama! Y el demonio es el mejor amante, me consta (lo que lo vuelve más perverso y más encantador).

También hubiera querido conocer, a los quince años de edad, el long play En busca del silencio, donde Gurrola y tres amigos músicos (Víctor Fosado, Roberto Bustamante y Eduardo Guzmán) dejaron grabadas seis espléndidas piezas de música experimental, que bien podrían ser catalogadas dentro del free jazz, aunque Juan López Moctezuma (quien entonces no tenía una muy buena opinión del jazz hecho en México) decidió crear para ellas una nueva etiqueta, Zen Jazz:

La música de Juan José Gurrola es, para mí, el resultado de un satori, un momento de iluminación (…). El artista zen pone su habilidad y su instrumento –flauta o arpa, órgano o trompeta, teponaxtle o escoba- a la disposición de Tao, el Camino de la Naturaleza, y así su arte es tan natural como las nubes y las olas, que no cometen nunca errores estéticos. Así es Gurrola y así sus músicos.

A propósito de nada: Juan López Moctezuma murió en 1995. Pasó sus últimos días en un hospital psiquiátrico.

Quien desee escuchar el exquisito álbum grabado por Gurrola y amigos en 1970, sólo tiene que apachurrar la frase Escorpión en ascendente.

Y si algún día, lector curioso, al levantar la vista hacia el cielo, ves una nube que parece caerse de tan pesada, piensa que acaso estén encima de ella, en jocosa conversación, dos gordos fabulosos que siempre habremos de recordar: José Antonio Alcaraz y Juan José Gurrola, sin olvidar que el segundo fue en varias ocasiones un grosero buscapleitos, un niño permanentemente resentido, un farsante de la cultura, un cínico pedófilo, un animal (y esto no reduce mi admiración por su obra). Yo no sé si pudo reconciliarse con el gigante José Emilio Pacheco (ambos se liaron a insultos escritos, en 1996), pero éste dejó para la posteridad versos de atinada desmitificación, supongo que dictados por el enojo y con el propósito de poner un hasta aquí a las constantes injurias del autor de Nietzsche in the Kitchen. Como botón de muestra, transcribo cuatro octosílabos con los que el poeta da la estocada final en el mencionado zipizape:

(...)
Pero comprendo su inquina.
Pobre Gurrola. What else?
Estudió para Orson Welles:
se graduó de Capulina.

sábado, 13 de agosto de 2011

Alejandro Ahora

El jueves 31 de julio de 2008, a las 9 de la mañana, iba yo en un vagón del Metro cuando me enteré por el periódico que el día anterior había muerto, en Madrid, Alejandro Aura (Ciudad de México, 1944). Más tarde, mi amiga Cecilia García-Robles me repitió la noticia. Luego, encontré en el mismo periódico que dos amigas del poeta, Amalia Garcia y Claudia Corichi, expresaban su cariño con la transcripción y publicación de la primera estrofa de Despedida (uno de los últimos poemas del dramaturgo) en la página 17 de La Jornada de ese día. Busqué y encontré en internet el poema completo. Te pido, lector sin tiempo, que te robes unos minutos para recorrer con calma la belleza de un hombre que vive con sosiego la inminencia de su propia disolución (apachurra la palabra Despedida).

Otro de sus últimos poemas (Solo y mi alma) nos muestra la admirable entereza y la dulzura del no creyente que sabe guardar la compostura y la fe en su Nada próxima, el no creyente que conserva la certidumbre de su propia fugacidad y la conciencia de que la vida es efímera... o no es.

Sonrío de ternura y admiración al saber cuál fue una de las últimas voluntades del actor: que apenas llegaran al país, sus cenizas fueran mezcladas con el hormigón empleado en alguna obra de nuestra amada Ciudad de México.

Es curioso: tanto mi madre como mi hermano gemelo experimentaron en diferentes momentos una dulce simpatía por Alejandro Aura. Ella lo admiraba por su charla sabrosa y su maestría al bailar danzón; él lo volvió compañero de camino (arrieros somos) al conocer su blog y leer con asombro su capacidad de llevar alegremente la enfermedad que lo aquejaba.

Fue en 1978 cuando, a punto de abandonar nuestra adolescencia, acudimos al teatro de la UNAM de Avenida Chapultepec (foro que ya no existe) y disfrutamos, con la boca abierta, de una bellísima puesta en escena de Tío Vania, de Chejov, dirigida por Ludwik Margules. Alejandro Aura fue Vania, Hugo Gutiérrez Vega hizo de Serebriakov, y Julieta Egurrola representó a Sonia. Los tres, esplendorosos, aunque creo que sólo Julieta tenía formación de actriz.

No sé, puedo equivocarme, pero yo siempre vi a este par de poetas (Aura y Gutiérrez Vega) como eso, como dos poetas desmadrosos (y excelentes en su oficio) a quienes se les invita a hacer teatro y dicen: ¡Órale, va! De hecho, algo que siempre me agradó del fundador de El Cuervo fue no hallar en él indicio alguno de técnica actoral. No digo que no la tuviera, digo que no se le notaba, y eso es una virtud en cualquier actor, digo yo.

Años más tarde, mi carnal Octavio Herrero tuvo la oportunidad de conocerlo personalmente, así como de trabajar con él en algunos proyectos del Instituto Nacional de Bellas Artes. A través de esas circunstancias, el actual Chief Marketing Officer de Young & Rubicam estableció una relación amistosa con Aura, y esta relación -aunque esporádica- permitió al mismo Octavio contar con la presencia del poeta en Departamento 301, proyecto televisivo que no logró concretarse (a pesar de que el programa nunca salió al aire, la grabación de aquella mañana quedó en mi memoria como lo que fue: una deliciosa charla entre dos hombres fascinantes, entre dos personalidades con hambre de público y con ganas de comunicación intensa: Alejandro Aura y Octavio Herrero).

Hace menos de tres años, el hoy guitarrista de Las Señoritas de Aviñón se topó con el conductor de televisión en Madrid, y cuando el primero regresó a México y me comentó de su encuentro con el poeta, no me describió a un hombre enfermo sino a un tipo alegre, de inconfundible y eterna sonrisa. Y esto me hace sospechar que este gigante diletante murió sin dejar de vivir. Por eso digo que Alejandro dejó de ser un Aura Momentánea para convertirse en un Ahora Permanente.

martes, 2 de agosto de 2011

Abril

Abril

April is the cruelest month, breeding
lilacs out of the dead land, mixing
memory and desire, stirring
dull roots with spring rain.

Citar a T.S. Eliot es práctica común, incluso entre quienes detestan la poesía (los monstruos siempre son aborrecibles: nada más espeluznante que un espejo). Porque, aunque la gente huye de los poetas con la prisa de quien escapa de sus propias pesadillas, lo cierto es que muchos primeros versos se vuelven, con el tiempo, consignas, refranes o aforismos de dominio público. Eso sucede, precisamente, con el inicio de El entierro de los muertos (primera parte de Tierra Baldía), recitado en jardines y parques públicos de todo el mundo cuando los paseantes quieren parecer sensibles, cultos e inteligentes. Hay en ello algo de ritual panteísta: se susurra, entre suspiros profundos y largos silencios, aquello de que abril es el mes más cruel, sin importar qué tan cerca o qué tan lejos nos encontremos de las imágenes que vio el poeta de Missouri a sus 34 años mientras componía uno de las maravillas fundamentales del siglo XX.

Abril es el mes más cruel, recordé el sábado a mediodía, mientras cruzaba el Parque México; pero no pude continuar. ¿Qué sigue? Lilas, tierra muerta, memoria, deseo…

Abril mezcla la memoria y el deseo, dice el poeta. Memoria y deseo, dos palabras que Eliot coloca en el mismo verso, una al lado de la otra, apenas conectadas por una conjunción, y la cercanía de esas dos palabras (memoria y deseo) siempre me genera desasosiego, me estremece algo de los adentros, acaso tiemblan mis propias raíces, no sé.

Al llegar a casa, busqué la estrofa y la leí en voz alta, primero en inglés, para no pensar, para no entender, sino simple y sencillamente para escuchar…

Entre las pocas ventajas de ser monolingüe está la de poder escuchar las palabras de otras lenguas como si fueran pequeños gramófonos, caleidósfonos encantadores, pequeñas cajas de música que, al contacto con otras palabras, se vuelven parte de una sinfonía diminuta.

¿Qué escucho? Algo así como un canto en adagio, un río moroso de sonidos, un viento cálido que sopla tres veces, breeding, mixing, stirring, y se detiene en el oportuno cuarto verso, ahí donde aparece la lluvia, durante un mediodía de abril.

Luego, inmerso ya en un tempo determinado, leo la traducción de Jesús Ruiz:

Abril es el mes más cruel, hace brotar
lilas del interior de la tierra muerta, mezcla
la memoria y el deseo, estremece
las raíces marchitas con lluvia de primavera.

Otra traducción, la de Olga Osorio, se esfuerza por rescatar el ritmo original:

Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.

Y con ambas versiones sonrío, satisfecho de placer, lleno de gozo, lleno de mí, saciado. El poema es música, pero también danza y pintura, y en ese teatro de sombras que construyen las palabras vemos algo que bailotea sobre un paisaje yermo. Es la crueldad de abril, que intenta sacar vida de la muerte.

Y lo grandioso de este poema, como de todos los grandes monumentos del siglo XX, es que otros hablarán de él y llegarán, cada uno, a conclusiones absolutamente diferentes, a imágenes y pensamientos radicalmente distintos. Basta leer más adelante y encontrarse con pasajes en movimiento perpetuo de significados (elijo aquel que, a propósito, parece referirse a esta multiplicidad de lecturas):

¿Qué son las raíces que se prenden, qué ramas brotan
de estos escombros minerales? Hijo de hombre,
nada puedes decir, o adivinar, ya que sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol golpea,
y el árbol muerto no ofrece refugio, ni el grillo consuelo,
ni la piedra seca rumor de agua. Solamente
hay sombra bajo esta roca roja,
(ven bajo la sombra de esta roca roja),
y yo te enseñaré algo diferente, tanto de
tu sombra en la mañana avanzando a tus espaldas
como de tu sombra a la tarde creciendo para encontrarte,
yo te enseñaré el miedo en un puñado de polvo.