A Luz
Elena Videgaray Aguilar,
con amor
y admiración.
Siempre es poco el
conocimiento personal, siempre es insuficiente, es apenas un haz de luz que
cruza con timidez la espesa penumbra de nuestra propia ignorancia, negra como
la pez, vasta como la nada. Pero este parvo saber que raya en la inopia es, sin
embargo, motivo de sentimientos encontrados: nos aflige la oscuridad a la vez
que nos alegra el más mínimo hallazgo, nos impacientan las tinieblas a la vez
que nos conforta la refulgencia de las cosas nuevas, sobre todo de aquellas que
se nos aparecen sin haberlas buscado.
Escribí lo anterior
inmediatamente después de encontrarme por primera vez con Friedrich
Schleiermacher (1768-1834), al que conocí mientras leía un sabrosísimo ensayo
sobre Moby Dick escrito por Fernando
Velasco Garrido, genial traductor (El
lardo es el lardo, se titula el opúsculo acerca de la novela de Melville).
Velasco Garrido cita a
Schleiermacher para subrayar y explicar el valor de Moby Dick como hito de la lengua inglesa; pero las palabras del
alemán me distrajeron y me invitaron a buscar en internet el texto original…
Transcribo un pasaje
de Sobre los diferentes métodos de
traducir, escrito por el teólogo y filósofo alemán en 1813. Mi propósito al
reproducir este fragmento es dar un ejemplo de la alegría que me provoca la
aparición en mi vida de una persona que no conocía, del entusiasmo que me
provoca el hallazgo de una idea que hasta hace unos días no estaba en mi mente
y de la jubilosa sensación de vigencia que brota frente a un texto que tiene
doscientos años de haber sido escrito: la lengua es la fuente de la condición
humana, no hay nada humano fuera de la lengua; sin embargo, el individuo libre
tiene también –al pensar libremente- la posibilidad de alimentar la lengua y
decir “algo” que merezca escucharse. Las afirmaciones de Schleiermacher son, a
propósito, beneficiarias de Giovanni Pico della Mirandola, quien en 1486
entregó al mundo su Discurso sobre la
dignidad del hombre (Oratio de hominis dignitate), pieza maestra y cumbre
del espíritu renacentista.
Pero vayamos, pues, a Schleiermacher
(el subrayado es mío):
“Todo ser humano está,
por un lado, en poder de la lengua que habla; él mismo y todo su pensamiento
son fruto de ella. No puede pensar, con completa concreción, nada que se
halle fuera de los límites de ella; la forma de sus conceptos, la naturaleza y
los límites de sus posibilidades de combinación le vienen predeterminados por
la lengua en la que ha nacido, y en la que se ha educado; la razón y la
fantasía se hallan determinadas por ella. Por otro lado, sin embargo, todo
ser humano que piense de forma independiente, y que posea autonomía
intelectual, a su vez, también forma la lengua (…). En este sentido, pues,
es la activa energía del individuo la que crea –originalmente sólo con el fin
transitorio de comunicar un estado pasajero de la conciencia- nuevas formas en
la dúctil materia de la lengua, de las cuales, sin embargo, perdura en la lengua
unas veces algo más; y otras, algo menos; algo que, por su parte, recogido por
otros, sigue extendiéndose y desarrollando su fuerza creadora. Es más, puede
decirse que sólo en la medida en la que uno influye de esta forma en la lengua,
merece ser escuchado más allá de su propio ámbito inmediato.”