Es como un huevo de serpiente.
A través de su delgada membrana,
puedes distinguir un reptil ya formado.
Hans Vergerus*
La gravedad de la candidatura republicana no está en las destempladas expresiones del magnate neoyorkino, sino en la aprobación y el apoyo que él recibe de una porción significativa de la sociedad estadounidense, porque esa aprobación habla de un estado de ánimo, así como de la pervivencia y la proliferación de una ideología de extrema derecha (aceptemos el término por comodidad teórica e interpretémoslo exactamente como lo entendió la Asamblea Nacional Constituyente francesa del 11 de septiembre de 1789; para el caso que nos ocupa, el monarca cuyo poder hay que restituir es la grandeza norteamericana, con todo y su espeluznante doctrina del destino manifiesto).
Donald Trump puede apagarse, perder la contienda y
pasar a la historia como uno de los momentos
más desafortunados y tenebrosos de la ultraderecha norteamericana; pero su
campaña ya puso el dedo en la llaga cultural de Estados Unidos, y ello es cosa
que no debe olvidarse después de las elecciones: parte importante de su
población es homofóbica, misógina, racista y xenofóbica (aunque este perfil de
intolerancia no es exclusivo de la extrema derecha estadounidense, sino que
tiene presencia en todo el mundo), y vive hoy con la nostalgia de la grandeza nacional y con el anhelo de
restaurarla, aunque esto sea, como advierte León Bendesky, “con la miopía de
aislacionismo y la instauración de la ley y el orden que sólo (su) candidato
puede lograr”.
El rechazo de este numeroso grupo social a la
diversidad en general es la respuesta mecánica propia del miedo, una respuesta
que desvela –otra vez- el fundamentalismo de un sector relevante de la sociedad
occidental, tan peligroso como el
comportamiento del extremismo islámico. Las frases alahu-akbar, in-god-we-trust
y viva-cristo-rey dicen exactamente
lo mismo: Dios está de mi lado… y tú
debes desaparecer.
Despierto de una pesadilla y descubro
que la realidad es peor que el sueño.
Abel Rosenberg
Sí, es cierto, Donald Trump nos ha puesto a muchos temblar con sus desplantes, sus amenazas y sus exabruptos; pero no es él –no debe ser él- el motivo de nuestros desvelos, sino la existencia de un sector significativo de la sociedad que encuentra en el candidato republicano estadounidense su voz y su visión del mundo.
Donald Trump y muchos de sus seguidores no nacieron
ayer. Algunos de nosotros tampoco. Puede ser que los lectores milénicos
supongan candorosamente que hay conductas nuevas bajo el Sol, pero al observar
a este hombre, al enterarnos de sus diatribas y al pasmarnos frente a su
pedestre pensamiento, la memoria de siglos pasados despierta…
Es fácil asociar al personaje con otras figuras de
la historia. El rango de las analogías va desde la monstruosidad y la
truculencia hasta los más grotescos ejemplos de la ignominia y la bravuconada.
Incluso -y sin hilar delgado-, también encontramos similitudes entre los
electores que apoyan la candidatura de Trump y la gestación del
nacionalsocialismo alemán. Y es aquí donde más vale estar alertas: lancemos los
reflectores hacia un posible huevo de
serpiente.
Nada funciona bien, excepto el miedo.
Inspector Bauer
¿El ver nazis potenciales en los trumpistas es un pensamiento desmesurado? ¿Es una presunción sin fundamento o es una intuición colectiva que forma parte de nuestro instinto de supervivencia? ¿Huele a azufre o es sólo nuestra imaginación?
No somos los primeros ni seremos los últimos en
recordar la película El huevo de la
serpiente (1977), al pensar en Trump y sus seguidores.
La historia escrita y filmada por Ingmar Bergman ocurre durante los días previos al intento fallido de golpe de estado perpetrado por los camisas pardas del Sturmabteilung (el brazo armado del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán). En la película, los preparativos del asalto a la cervecería Bürgerbräukeller (en Múnich) no se muestran, pero son un zumbido grave y permanente que contrapuntea con las peripecias de los protagonistas (Abel Rosenberg y su cuñada Manuela, dos trapecistas en desgracia; Bauer, el inspector de policía que intenta entender los acontecimientos del momento; y Hans Vergerus, el científico loco que dirige una clínica donde realiza macabros experimentos con seres humanos).
Lo que observamos en la obra del genial cineasta
sueco es una República de Weimar (la Alemania de entreguerras) que aún no se
recupera de la derrota en la Primera Guerra Mundial ni del Tratado de
Versalles, una Alemania donde “casi todos han perdido la fe en el futuro y en
el presente” (al principio, sin aviso previo, la pantalla nos muestra una toma
cerrada, en blanco y negro, en ligerísima picada y en cámara lenta de
transeúntes berlineses que caminan con la mirada baja y que se mueven con
pesadez). La atmósfera es de abatimiento moral y profunda depresión, las
imágenes son crudas y profundamente tristes, es un mundo sin esperanzas. La
única manera de aliviar el dolor del alma es con placeres fugaces, y eso sólo
cuando hay dólares estadounidenses (porque el papiermark es absolutamente anodino). Las calles y las casas están
infectadas de miedo. Hay hambre y desempleo. Todo parece apuntar a que la violencia
será la expresión del resentimiento germano por los acuerdos políticos y
económicos tomados en Versalles. Y en ese contexto ocurre, el 8 de noviembre de
1923, lo que se conoce como “El Putsch de la Cervecería”, el fallido intento de
golpe de Estado liderado por Adolfo Hitler (quien acabará entonces en la
cárcel).
Un grupo numeroso de estadounidenses acudirá a las
urnas con un ánimo semejante al de los ciudadanos alemanes de 1923:
desencantados, empobrecidos, con sueldos magros, hartos de los políticos
tradicionales (mentirosos y cínicos, como Hillary Clinton), abatidos moralmente
porque la american way of life se desvaneció hace ya mucho tiempo, indignados
por los trabajos de distensión con Cuba. ¡Y,
para colmo, el presidente es negro! Irán a votar por un hombre que les
promete devolverles la grandeza nacional, irán el 8 de noviembre de 2016 a
votar por quienes les ofrece devolverles el alma, como fueron los camisas
pardas a la Bürgenbräukeller el 8 de noviembre de 1923, esa vez conducidos por
Adolfo Hitler, también para rescatar su alma. Esta vez no necesitan un golpe de
estado, sino solamente dejar de ser indolentes y acudir a las casillas.
En uno de sus recientes artículos periodísticos, la
doctora Soledad Loaeza advierte que “la ignorancia, la vulgaridad y la
provocación que caracteriza el discurso del multimillonario convertido en
político parecen completamente ajenos a la imagen de la democracia
estadounidense, erigida en modelo universal”, lo que nos recuerda
inevitablemente el comentario del inspector Bauer el 11 de noviembre de 1923
(aunque, a diferencia del tono de pasmo de Loaeza, el personaje de Bergman se
expresa de manera jactansiosa): “Hitler falló con su golpe de estado en Múnich.
Fue un fiasco descomunal. Hitler y su bando subestimaron la fuerza de la
democracia alemana”.
Ya que conocemos la historia posterior, es decir,
lo ocurrido diez años después (el inicio del Tercer Reich, en 1933), las
palabras del inspector y de la doctora Loaeza no sirven para tranquilizar al
mundo, porque el huevo de la serpiente sigue incubándose bajo el resentimiento
social.
*La cita que sirve de epígrafe a este artículo está
extraída de la película El huevo de la
serpiente, de Ingmar Bergman (1977), protagonizada por David Carradine y
Liv Ullman. En cuanto a la frase que da título a la pieza cinematográfica (y
que se explica a través de Vergerus, uno de los personajes), ésta está tomada
del monólogo de Bruto en la primera escena del segundo acto de Julio César, de
William Shakespeare: “Que hay que creer que es huevo de serpiente, que dañino
será cuando se incube y que en el cascarón matar es fuerza”.
**En cuanto a la imagen que abre esta entrada, necesito aclarar que si la traigo a colación (la encontré en The Creature Catalog de Michael Berenstein) no es para comparar a Trump con una lamia (la mujer serpiente o también la mujer dragona) sino precisamente para señalar una diferencia que abona a favor de la sinceridad del candidato republicano (así sea su sinceridad el descaro de los pueriles, la franqueza del beodo o la zafiedad del prepotente): a diferencia de las lamias, Trump no finge ser lo que no es; por tanto, será la sociedad estadounidense la responsable de su triunfo o de su derrota.
**En cuanto a la imagen que abre esta entrada, necesito aclarar que si la traigo a colación (la encontré en The Creature Catalog de Michael Berenstein) no es para comparar a Trump con una lamia (la mujer serpiente o también la mujer dragona) sino precisamente para señalar una diferencia que abona a favor de la sinceridad del candidato republicano (así sea su sinceridad el descaro de los pueriles, la franqueza del beodo o la zafiedad del prepotente): a diferencia de las lamias, Trump no finge ser lo que no es; por tanto, será la sociedad estadounidense la responsable de su triunfo o de su derrota.
Muchas gracias Bugalú, es bueno recordar que Trump es sólo la punta del iceberg.
ResponderEliminarTu opinión es muy importante para mí, Beatrice. Gracias por tus palabras.
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