Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













domingo, 8 de mayo de 2011

Sueño de una mañana de domingo en El Molino

Texto escrito el 13 de junio de 2006

La cosa es que el domingo no participé de la euforia nacional ni de su posterior alegría. Preferí esconderme en El Molino, donde desayuné con unos huevos rancheros en salsa verde, un jugo de tomate natural y un café exquisito. Mientras, leí el número 1 de Proceso (6 de noviembre de 1976), edición que acaba de ser relanzada de forma facsimilar para celebrar los treinta años de la revista fundada por don Julio Scherer.

A mis recién cumplidos 21 años, Proceso se convirtió en guía indispensable para comprender la realidad que se me venía encima (antes, al final de mi adolescencia, los artículos de Manuel Buendía en el Excelsior fueron los que me enseñaron a oler la pestilencia de Dinamarca). Y a ese entendimiento contribuyó también, por supuesto, el UnomásUno, diario fundado por Manuel Becerra Acosta (1932-2000) que surgió ocho días después, el 14 de noviembre de 1976.

Las apariciones simultáneas de Proceso y UnomásUno tuvieron una misma causa: el golpe que dio un cínico y megalómano (Luis Echeverría) al Excelsior dirigido por el mismo Scherer. Es, precisamente, en el número uno de Proceso donde Daniel Cosío Villegas narra una cena en su casa, donde el Señor Presidente le pide a Octavio Paz que le explique cómo, después de servir al gobierno largos años, se había separado de él para criticarlo. "La cola de la pregunta era visible, pues todo el mundo estaba enterado de que Octavio se separó del Servicio Exterior al producirse la matanza de Tlaltelolco. Por fortuna, Paz se mantuvo sereno":

Todos nosotros –dijo el poeta- fuimos educados gratuitamente en las escuelas públicas del país; por consiguiente, salimos de ellas con la noción de que debíamos pagarle a la Nación esa deuda, y como la Nación se identifica con el gobierno, lo servimos. Puede llegar un momento, sin embargo, en que su conducta haga aparecer al gobierno como representante o defensor de otros intereses que no son propiamente los nacionales, y entonces, se separa uno de él.

Entre 1977 y 1981, asistí a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM siempre con mi UnomásUno bajo el brazo. Me compraba una torta de salchicha con mucha mayonesa y me sentaba en las islas a leer a Héctor Gally, a Hugo Hiriart, a Miguel Ángel Granados Chapa, a Fernando Benítez… ¡no me acuerdo de todos! Combinaba la lectura del periódico con la de los libros que recomendaban nuestros maestros Huberto Bátiz, Salvador Elizondo, Juan José Arreola, Germán Dehesa, Hernán Lavín Cerda, José Moreno de Alba

Años más tarde, en 1984, la mejor parte del UnomásUno abandonó esa empresa periodística y fundó La Jornada, que desde entonces y hasta la fecha es mi periódico de cabecera y con el que mejor me entiendo (tuve siempre, desde la fundación del diario, el "número 0" de La Jornada, entregado en el Hotel de México el día de la primera reunión en busca de accionistas; pero ese ejemplar -una hoja- se encuentra enterrado, en la tumba de mi difunta esposa).

Esta preferencia de lectura (Proceso y La Jornada) me ha sido criticada por algunos amigos, que durante años no han dejado de afirmar que mis fuentes de información carecen de objetividad. Al principio, muchos aseguraron que La Jornada era un periódico de comunistas nostálgicos y que Proceso era la visión más pesimista de México (lo siguen pensando). Luego, más de uno me decía que lo que yo estaba leyendo era el órgano oficial del PRD. A partir de 1994, con la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, La Jornada se convirtió, a ojos de muchos, en el Ocosingo News.

¡Bueno, qué se le va hacer! Todas las mañanas acabo con los dedos manchados de tinta: La Jornada es uno de mis mayores vicios.

Cumplido el desayuno, salí de El Molino y fui a meterme al cine, donde vi –en absoluta y hermosa soledad- El Código Da Vinci, fallida película basada en la sobrestimada novela homónima de Dan Brown.

¡Agustín, Agustín! –me digo siempre- ¡No te dejes llevar por los cortos de una película! Recuerda que el signo de nuestros tiempos es la aceleración enfermiza de todo lenguaje; y que en esa aceleración está el trailer de edición delirante que siempre promete dos horas de emociones intensas, incluso si está anunciado Siete años en el Tibet de Jean-Jacques Annaud o el Japón de Carlos Reygadas.

Pero soy necio: hace uno o dos meses, mi amigo Ignacio Espósito y yo fuimos a ver Syriana. Entre los comerciales que antecedieron a la película de Stephen Gaghan, presenciamos el trailer de El Código Da Vinci. Seguro pueden imaginar la necesaria tijereteada de la cinta, para condensar en unos segundos una serie de escenas que, pegadas anacrónicamente, crean otra película (otro ritmo, otra acústica, otro fraseo, otra manera de entender los emplazamientos).

Nacho, que se vuelve mudo apenas se apagan las luces de la sala, esta vez sí habló:

-Hay que verla. Se ve buena…
-Sí, ¿verdad?

¡Pues no, Nacho! Nos equivocamos. Puedes ahorrarte los 47 pesos de la taquilla, o invertirlos en nuestra próxima salida. ¿Qué te parece si vamos a ver Historia de un camello que llora?

Die Geschichte vom weinenden Kamel, dirigida por Luigi Falorni y Byamasuren Davaa (ambos provenientes de la Escuela de Cine de Munich), ocurre en el desierto de Gobi, al sur de Mongolia, y cuenta la historia de una camella que pare con ayuda de una familia de nómadas.

Al leer la sugerencia anterior, uno de mis tres lectores dirá irónicamente:

-¡Uy, sí, qué divertido, una película sobre camellos! ¡No puedo perdérmela!

Pues pasa que a mí sí me gusta este tipo de cine, el que se mueve en la delgada línea que separa la verdad de la ficción. Y en esa delgada línea, las cosas suceden de manera muy pero muy lenta. Y la lentitud es uno de mis placeres favoritos. Por eso, creo que esta película me va a gustar.

Los críticos la asocian con viejas obras maestras del llamado cine verdad (personas que no son actores, interpretándose a sí mismas en su propio entorno).

¿Se acuerdan ustedes de Nanuk el esquimal (Nanook of the North, de Robert Flaherty, 1922)? Vieja película de belleza extraordinaria que, miren lo que son las cosas, inspiró a Frank Zappa para componer las dos primeras piezas –deliciosas- de Apostrophe (1974): Don’t eat the yellow snow y Nanook rubs it.

Claro, el Genio de Baltimore no entiende la verdad como la concibe Flaherty; pero es que Zappa tiene otra estructura mental: tampoco entiende la música como la concibe la mayoría de las personas. ¡Bueno, pero esto de la lentitud, de la verdad y de Zappa merece otro espacio y otro momento!

Sigamos hablando de El Código Da Vinci.

BEST SELLERS

Texto escrito en julio de 2006

Lionel Mandrake, Dr. Strangelove, Chauncey Gardiner, Jacques Clouseau, Hrundi V. Bashki. No sabría decir cuál es el mejor Peter Sellers, porque todos son extraordinariamente grandes.

Sin embargo, hay algo de lo que estoy seguro: no leeré El Código Da Vinci. Ya tuve bastante con su adaptación cinematográfica.

La existosa novela de Down Brown nos enfrenta, por enésima vez, al fenómeno recurrente del best seller, género no-literario que se pretende a sí mismo como literario y cuyo punto de partida está, paradójicamente, en la invención de virtudes estéticas que, además, se sobrestiman a través de una muy cuidada campaña de ventas. Un best-seller es una Benotto que se anuncia como Harley-Davidson. Un best-seller es una sopa de cebolla Campbell’s que afirma ser Soup à l’Oignon. Un best-seller es una mosca que se lanza en picada, se posa sobre un conejo e intenta levantarlo para llevárselo a sus crías.

Lo curioso es que no falta quien se sube a su bicicleta y se siente Marlon Brando; no falta quien acompaña su sopa Campbell’s con un Merlot Fabre Montmayou; no falta el conejo que es destazado por cinco mosquitas hambrientas.

Un best-seller tiene esa capacidad: producir en sus consumidores la sensación de que viajan a un mundo de ensueño llamado Gran Cultura, y que lo hacen sin aburrirse. El lector de best-sellers está convencido de que, ahora sí, por fin, dio el gran salto y llegó, sin sufrir, a la hermosa pradera donde vive la Gente Culta. Porque el lector de best-sellers recibió en su infancia mensajes clarísimos de sus padres, grandes coleccionistas de Selecciones de Reader’s Digest y Muy Interesante. Entre esos mensajes, está el que trata sobre la importancia de la lectura en los muchachos de buena familia.

-Al leer, hijos míos, uno se vuelve gente instruida, culta, ya puede participar en las conversaciones, descubre palabras nuevas.

Los lectores de best-sellers viven una experiencia semejante a la de los católicos: de veras creen que se están comunicando con Dios.

Por eso, el best-seller debe ser preferentemente un ladrillo de aproximadamente seiscientas cincuenta páginas, así, grandote, choncho, que se note su presencia en el bureau, en la playa (además, sirve para que no se vuele la toalla), en la parte trasera del automóvil, en la casa de Valle de Bravo…

-Ay, sí, me lo traje porque… ¡me doy unas aburridas…!

-¡Uy, manita, yo leo un chorro, me encanta leer, me fascinan los libros, la literatura es, cómo decirte, ma-ra-vi-llo-sa! Ya leí Azteca, Las sandalias del pescador, La palabra, Corazón de piedra verde, Vecinos distantes, Tiburón… y ahora estoy con El Código… Está medio aburrido, pero es que… ¿sabías que Jesús y María Magdalena…? ¡Ay, mejor ni te digo, apenas lo termine te lo presto! Además, estoy aprendiendo mucho de los gnósticos… y eso es bueno para mejorar las relaciones sexuales de la pareja… Eso y el spinning.

Cuidado, no estoy en contra de la publicidad ni de la mercadotecnia. Estoy en contra de la mentira, la trampa y el testimonio falso; estoy en contra de que alguien venda gato por liebre.

Hace poco, atraído por su título, compré y leí El enigma Vivaldi, de un tal Peter Harris. ¡Qué novela más espantosa, mala como la carne de puerco, con estructura de cartón, con personajes que parecen dibujados por manos de adolescente virgen (de veras, las supuestas escenas eróticas dan pena ajena: evocan las tonterías que uno inventaba a los once años)!

Me lo merezco. Eso me pasa por no hacer caso a mi olfato (¡esto huele a best seller, no lo compres!) y por creer que Venecia siempre inspira a la creación de obras maestras o, al menos, a la hechura de piezas decorosas. ¡Falso!

Venecia es inconmensurablemente bella en las manos de Thomas Mann, en los ojos de Luchino Visconti, en los cuerpos de Dirk Bogarde y Al Pacino, en la mirada de Silvio Soldini, en la frívola lujuria de Mauro Bolognini -bellamente atemperada por la música de Ennio Morricone-. Pero Venecia se cae, se hunde, cuando la insulta un falso artista, un escribidor sin talento como el tal Peter Harris.

Un best seller siempre caba su propia tumba histórica, antes siquiera de que alguien con el mínimo gusto y con la mínima experiencia lectora abra sus páginas. Un best seller se queda, se agota, se nulifica frente a los ojos y el asombro de su bien definido mercado: los leedores.

¿Cuál es la diferencia entre un lector y un leedor? ¡La misma que hay entre un escucha y un oidor, entre alguien que contempla y alguien que sólo mira!

El lector, el escucha y el que contempla buscan el inmenso e intenso placer que se genera ante el encuentro de otro ser humano, codificado en palabras, sonidos y trazos (y en ese placer los seres humanos se reinventan todos los días, de manera semejante a la reinvención que provoca el amor y el erotismo).

El leedor, el oidor y el que se conforma con mirar, buscan –en cambio- ser vistos por los demás y por su propia conciencia como personas sensibles y capaces de enfrentarse a la tarea de decodificar la belleza. ¡Pero su conducta es fingida, artificial! Cuando nadie los ve, regresan a la revista Hola, a los discos de Maná y a las manzanas de Marta Chapa. Por eso, son fácil presa de los mercaderes.

El Código Da Vinci, la película (y supongo que el libro también) renueva la viejísima sospecha de que Jesús y María Magdalena tuvieron descendencia (en el filme, una desaprovechada y disminuida Audrey Tautou hace el papel de la heredera reciente de tan noble estirpe, a la que igualmente pertenecen los merovingios).

El tema es de por sí interesante, pero la película lo desaprovecha. Asimismo, desperdicia la posibilidad de reconfigurar a Jesús. Si yo fuera el pontífice de Roma (si me esmero, podría serlo), no me preocuparía tanto de este supuesto anti-catolicismo, porque la película –supongo que el libro también- se queda en lo anecdótico: un policía pelele del Opus Dei (Jan Reno), un obispo manipulador de conciencias (Alfred Molina), un católico pusilánime (Tom Hanks), un pseudo ángel tipo Blade Runner (Paul Bettany) -Rutger Hauer hizo escuela, pero aún no es superado-… y ya. Ningún católico saldrá del cine con la idea de que alguien le ha estado tomando el pelo y se ha aprovechado de su inclinación a creer en algo. El único momento en que algo podría incomodar al Vaticano es cuando el gris Robert Langdom discute con el el excelente Ian McKellen (Sir Leigh Teabing). Este último señala puntualmente que la divinidad de Cristo es una fabricación medieval sin sustento teológico pero con una clara explicación política. ¡Pero, al final, nos enteramos que Teabing está más loco que una cabra!

Si he de elegir entre las películas ante las que el catolicismo institucional refunfuña, me quedo con La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988), a la vez que sigo esperando la proyección de Yo te saludo María (Jean-Luc Godard, 1984). En la primera, Jesús duda, Jesús se niega a la mistificación, Jesús es tentado por la vida, Jesús vive una relación neurótica con María Magdalena. En la segunda, María –la madre de Jesús- vive en nuestros tiempos, juega al básquetbol, anda en bicicleta y queda embarazada sin que José, un taxista, la haya conocido aún.

Es curioso, La Iglesia Católica vio con buenos ojos la versión pornográfica de la pasión de Cristo hecha por Mel Gibson. En cambio, a Nikos Kasantzakis, autor de la novela La última tentación de Cristo, lo excomulgó. Y Yo te saludo María lleva veintidós años sin estrenarse en México.

En cuanto a la novela de Down Brown, dudo mucho que esté siquiera a media altura de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, o de La tabla de Flandes, de Pérez-Reverte. Así es que, como dije al principio, no pienso leerla.





La panadería restaurante a la que se refiere el primer párrafo de este texto, ya no existe (N. de la R.)

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