Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













miércoles, 9 de noviembre de 2011

Humpty Dumpty habla ex cathedra


Cuando yo uso una palabra -dijo Humpty Dumpty
en tono apabullantemente despreciativo-,
significa exactamente lo que yo elijo que signifique, ni más ni menos.


Lewis Carroll, Al otro lado del espejo, 1872

¿Cómo definen los fieles la Fe (la mayúscula es de ellos, y no la entiendo). La fe, dicen, no es un método de conocimiento, sino el conocimiento mismo (la fe es saber, son sus palabras). Pero tal afirmación no me aclara las cosas, más bien me confunde. Volvemos al problema de la comunicación: ¿qué quieren decirme o qué me están diciendo cuando escriben que la fe es saber?

Quiero pensar, en principio, que hay un preciado tesoro por alcanzar o por encontrar, y que ese tesoro es el conocimiento o la sabiduría (aunque dichos términos no designan necesariamente la misma cosa); quiero pensar que, por su calidad de tesoro, los fieles lo convierten en el objeto inmediato (directo) del verbo ser cuando intentan glorificar a esa criatura suya que llaman Fe (y ahora entiendo la mayúscula: como es de ellos el sustantivo predilecto, lo vuelven nombre propio). Con esa misma lógica y con el deseo a flor de piel, Calixto habrá de gritar contra viento y marea que Melibea no es sólo la mujer amada, sino el amor mismo.

¡Pero, mi estimado! -le diremos- El decir que ella, la joya de tu corazón, es el amor mismo, nada nos dice sobre ella y sí mucho de ti. Menciona, por favor, que Melibea es blanca, de labios carnosos y piernas largas, porque tales palabras nos permitirán acercarnos a la realidad física de la muchacha; afirma, por favor, que ella es dulce, que controla su leve neurosis, que teme a la oscuridad, porque ello nos permitirá aproximarnos a su realidad psicológica... ¡Pero no nos digas que ella es el amor! Porque entonces sólo entenderemos que tú, Calixto, estás simple y llanamente enamorado, al grado de considerar a Melibea tu nueva religión (Melibeo soy y en Melibea creo).

¿De eso se trata? ¡Ah, bueno! Entonces, cuando los fieles afirman que fe es saber, quieren decir fe es mi saber, entendiendo por saber el non plus ultra de la experiencia humana. Vale. Pero ello no define la fe, sino a los fieles, quienes, en pocas palabras, han dicho: La Fe es mi máximo, pero aún no nos han dicho qué es la fe.

¿Fe es saber? ¿La fe es otro nombre del conocimiento? ¡Vaya! Entonces, podemos decir que el descubrimiento de la ley de la gravitación universal es un acto de fe; podemos decir, incluso que quien se quema al meter las manos al fuego vive en este instante una experiencia religiosa.

¿No sientes, fiel lector, que estamos cayendo en un alucinante mundo donde las palabras ya no significan lo que buscan significar?

Sería bueno, en principio, aclarar las diferencias entre conocimiento y saburía, pues acaso estoy malinterpretando la frase fe es saber. Pero, bueno, no quiero extenderme demasiado, así que dejo la aclaración para otro momento. Volvamos, mejor, a la definición de fe.

Insisto: para entendernos y no envolvernos en alucinantes diálogos carrollianos, partamos de una misma definición de fe. Propongo, en beneficio del español, que volvamos al diccionario, donde dice que la fe es la adhesión a una proposición que no goza de evidencia ni puede ser demostrada. Dicha definición, como todas las que pueden encontrarse en un buen diccionario, no aplaude ni descalifica, sino que acota, pone límites, le da bordes a la palabra.

Si aceptamos tal definición de fe, los fieles habrán de admitir que lo dudoso, incierto e indemostrable puede muy bien servir de asidero contra la angustia existencial. El sufrimiento místico no niega esa posibilidad anestésica de la fe (me atrevo a decir, con respeto y admiración, que el misticismo tiene mucho de intoxicación espiritual). Algunos fieles dicen que santos y místicos, con todo y fe, sufrían mucho más que cualquiera de nosotros. No sé en qué estudios clínicos se basa tal afirmación, pero suponiéndola cierta hemos de entender su sufrimiento semejante al delirium tremens del alcohólico o al estado catatónico que produce el remanente de la marihuana. Y agotados de tanta crítica, algunos otros fieles dicen que los analgésicos de hoy son la razón, la lógica y el pensamiento científico, sucedáneos, según ellos, de la la piedra filosofal de los alquimistas. Veamos.

Siendo la piedra filosofal materia hipotética, materia nunca hallada (aunque la admirable búsqueda de los alquimistas permitió encontrar otras cosas, igualmente valiosas), mal hacen al considerar que la razón, la lógica y el pensamiento científico son sólo quimeras, sueños, deseos de encontrar la varita mágica. Mal hacen, porque la razón es, paradójicamente, el instrumento que ha permitido el diálogo entre fieles e infieles, es decir, el sano enfrentamiento de ideas.

Sin embargo y ciertamente, la razón y sus frutos (la lógica y el pensamiento científico) son muy buena medicina contra el dolor y la angustia de la existencia, como lo son la religión, el arte y el amor. La diferencia entre estas útlimas experiencias humanas y el uso de la razón es que ella, la razón y no las otras, está consciente de sus causas: sabe que crece conforme el hombre se niega a sufrir el aturdimiento del espíritu. En cambio, las otras experiencias (amor, fe y belleza) son fenómenos psíquicos y no sistemas de pensamiento.

Distingamos entre creyentes, crédulos y cretinos.

En español, la palabra creer contiene dos significados distintos, cada uno de los cuales brota respectivamente con una preposición (en) y una conjunción (que).

Creen en...

En el primer caso, nos encontramos ante una declaración de confianza hacia una persona real: depositamos en ella el cuidado de nuestros bienes (dinero, secretos, amor, seguridad, la vida toda), sea sin certezas y por simple opinión, sea por la experiencia misma, que nos ha demostrado que dicha persona no va a traicionar la imagen que tenemos de ella.

De cualquier manera, creer en alguien toma tiempo, el que cada uno de nosotros requiere para pronosticar el comportamiento de las personas. Hay casos extraños, y en ellos la sensatez y el buen juicio dan paso a la necedad y la cursilería. Así, Ricardo López Méndez hace profesión de fe y manifiesta su desmedida veneración por una entelequia (Credo Mexicano):

México, creo en ti,
en el vuelo sutil de tus canciones
que nacen porque sí, en la plegaria
que yo aprendí para llamarte Patria;
algo que es mío en mí como tu sombra,
que se tiene con vida sobre el mapa.


¡Sí que sí! -diría la Pájara Peggy.

De cualquier manera, creo que el poema del izamaleño tiene instantes afortunados (la risa que es envoltura de un dolor callado y el jarro que llora por los poros, por ejemplo).

Hay una excepción semántica: Creer en Dios, creer en el Diablo, creer en seres extraterrestres, creer en los fantasmas, no es tener confianza en esos seres ideales sino suponer real su existencia.

¿Por qué, entonces, utilizamos en este caso la preposición en, cuando sólo estamos ante meras especulaciones? Por simple arrogancia religiosa y por miedo a admitir que estamos extraviados en un bosque nemoroso de dudas sobre la realidad.

Y esto vale para el extremo opuesto: aquel que afirma ¡Yo no creo en Dios! formula mal su posición. De cualquier manera, quien lo dice es alguien que ha renunciado a pensar sobre el sentido de todo.

Distintos son aquellos que con fina humildad dicen: Yo creo que Dios existe; yo creo que Dios no existe; yo creo que Dios, en caso de existir, es incognoscible; yo creo que el concepto de divinidad que formula Jesús es el correcto, etcétera. Yo creo que...

Hay un paso siguiente al creer que: ese paso se llama método científico. Pero en el caso de Dios no estamos obligados a dar ese paso, a sabiendas de que carecemos de un sistema capaz de investigar sobre aquello que, aun en caso de existir, no se manifiesta de manera natural (que los creyentes no panteístas vean a su dios en la puesta de sol o en las hermanas hormigas se llama poesía herética o misticismo fetichista).

Muchas veces he escuchado a personas de buena voluntad elaborar esta extraña afirmación: Yo sí creo en Dios, pero no puedo creer en la Iglesia (se refieren a la católica, casi siempre).

¿Cómo?
–pregunto- ¿Crees que Dios existe, pero no crees en la existencia evidente de una institución humana cuyo realidad y cuyos frutos están muy a la vista? ¿No crees en una institución tan palpable como una mesa?

Lo que en realidad se quiere decir con tal declaración de principios es que se cree que Dios existe, a la vez que no se tiene confianza en la milenaria organización que se pretende heredera de Pedro (Mateo, 16, 13-20).

Es curioso, porque el pescador galileo (Shimon lo llamaron sus padres al nacer; y Keifas lo llamó Pablo, quien dominaba el arameo) se vuelve piedra angular, pero también piedra de tropiezo y roca de escándalo (no son mis palabras, sino las del mismo Pedro en su primera epístola -2, 8-) porque, ante cierta pregunta de Jesús, el apóstol de mecha corta afirmó que su maestro era el Mesías, el Salvador esperado por el pueblo judío.

¿Creía Pedro en Jesús?

Sí, confiaba en su palabra. Por tanto, no dio como respuesta que creía en Dios: dijo que creía que Jesús era Dios. Y dijo eso a partir de una hipótesis: creía que Dios existe -hipótesis tomada como axioma en el mainstream de la época).

Creer que

En el segundo caso, surge una oración subordinada sustantiva con función de sujeto o complemento directo, y en ella describimos temores, sospechas, opiniones, corazonadas y sensaciones.

La elección de esta forma (creer que) es, a propósito, muestra de madurez intelectual y refinamiento social, aunque a veces parezca bobería (de balbus, balbuciente). Los mensos afirman y creen en sus opiniones como si se tratara de verdades categóricas (en el fondo los mensos no están tan seguros, y por eso forman iglesias, partidos políticos, clubes y matrimonios); las personas civilizadas, cultas e inteligentes saben que sus opiniones siempre están en permanente crisis, que son vulnerables, frágiles, que están siempre a expensas de nuevos acontecimientos o circunstancias capaces de modificarla radicalmente, incluso de hacerla desaparecer y de sustituirla por la opinión contraria.

Hay otro uso de creer, y parece que sólo se usa en referencia a la fe: Creer en Dios no dice que se le tiene confianza, sino que se tiene certidumbre filosófica sobre su existencia.

¡Pero no podemos ir por la vida lanzando dogmas a diestra y siniestra! Y aquí está la diferencia entre el cretino y el creyente. Mientras que el cretino y el crédulo creen en Dios, el creyente cree que Dios existe, aunque no puede asegurarlo, y así se pone al nivel de quien cree que Dios no existe, aunque tampoco puede asegurarlo.

Yo creo que hay una posibilidad de que Dios exista, aunque se trata de una posibilidad muy remota. Mejor dicho: la posibilidad remota es la de poder comprobar con hechos la existencia o la inexistencia de Dios. Por eso, me asumo como agnóstico.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Elena Poniatowska

A principios de los setenta, mientras algunos niños (sobre todo los de Morelia) leían la vida de San Felipe de Jesús y las novelas de José Luis Martín Vigil, varios adolescentes de la Ciudad de México andábamos con La noche de Tlaltelolco en nuestras mochilas de preparatoria, dispuestos a prestarlo a algún compañero, para que se enterara bien de lo que había pasado y de lo que estaba pasando en esos años.

José Joaquín Blanco llama a ese libro una de las más formidables construcciones de la cultura mexicana contemporánea.

La noche de Tlaltelolco es un concierto coral, una misa de voces. Y uno escucha, clarito, lo que está pasando en la Plaza de las Tres Culturas; pero también lo que pasó antes y lo que pasó después.

Algunos, al menos, lo habrán ojeado (para reconstruir con su material fotográfico los dramáticos acontecimientos de aquellos inolvidables –por dolorosos- meses de 1968). Para mí fue una revelación, porque en el año de la revuelta estudiantil yo estaba en sexto de primaria, en el Colegio México. Ahí, entre julio y octubre, el profesor Gorostiza, que era el director, recibió la orden de cerrar con cadenas y candados la escuela entre las 7:30 (hora de entrada) y las 13:30 (hora de salida). Nos despedían todos los días con la advertencia de que tuviéramos mucho cuidado, que no anduviéramos solos en la calle, porque podían agarrarnos los comunistas y los estudiantes.

Por culpa de H.G. Welles, de quien acababa de leer La máquina del tiempo, yo pensé que cuando se decía comunistas y estudiantes se referían a los molocks, monstruos que saldrían de las más profundas cavernas para comernos crudos y enteritos.

Y yo, que soy un cobarde, pensaba: Bueno, en lo que son peras o son manzanas, mejor vámonos derechito a la casa.

Tuvimos que leer La noche de Tlaltelolco para empezar a entender las cosas. El entusiasmo por ese libro testimonial nos sirvió de primera toma de conciencia y, además, nos llevó a otros libros de Elena Poniatowska, como Hasta no verte Jesús mío, que, por razones que nunca he entendido, ni los maristas ni mis padres me dejaban leer. Lo hice, de todos modos, acaso por la prohibición misma, aunque no encontré…

¡Ah, ya sé, ya me acordé! Pasa que Hasta no verte Jesús mío está lleno de groserías: Jesusa Palancares, la protagonista, tiene un lenguaje florido que Elena Poniatowska supo rescatar con gracia y ritmo. Y, claro, la mención de Jesús en el título, pues…

Hace algunos años, el pobre de Carlos Fuentes no pudo ser leído a gusto por la hija de don Carlos Abascal Carranza, Secretario de Gobernación, porque el santo varón consideró (supongo) que lo que hacen Aura y Felipe Montero (en Aura) son cochinadas que una niña decente no debe conocer.

Para muchos mexicanos, Elena Poniatowska es algo así como nuestra hermana mayor, la que nos aconseja, la que nos llama la atención cuando andamos de mensos y nos dejamos llevar por algunos tontos, la que nos cuenta de personas reales, como Jesusa Palancares o Tina Modotti, pero también de personas inventadas, como Lilus Kikus; la que nos describe con amorosa fidelidad las distintas épocas de la Ciudad de México. Y luego, a media tarde, cuando ya no hay nada que hacer, nos platica quedito –imitando voces, otra vez-, suave y sin prisas, en Nada, nadie, de cómo se nos cayó la ciudad en 1985.

Hay muchas cosas que leer de Elenita (como la llaman sus amigos) ¡La Flor de Liz! ¡De noche vienes!

He dejado de leerla, no por desgano sino porque me he ido por otros lados (Haruki Murakami, Alessandro Baricco, Milorad Pavic). Lo más reciente que leí de ella tiene que ver con otro milagro de la literatura mexicana, Salvador Elizondo. La Poniatowska hizo un recuento en tres entregas de las entrevistas que sostuvo, desde principios de los sesenta, con el autor de Nadja o el verano.

Gracias, mujer. Muchos te leemos, muchos te queremos, muchos te escuchamos. Mañana, si me dejas tú y me dejan mis tres lectores, te recordaré aquello que le pasó a Miguel de Unamuno en 1936, en el mes de octubre, cuando aún era rector de la Universidad de Salamanca. Sabes a qué pasaje de la historia me refiero: aquél en el que quisieron callarlo con gritos de ¡Mueran los intelectuales! ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!

Al otro día...

Llegaste muy niña a México, en 1942, cuando andabas en tus nueve años. Así que te ha tocado vivir un titipuchal de cosas. De algunas, te habrás enterado por tus lecturas. Eras, por ejemplo, una escuincla parisina de apenas tres años cuando sucedió lo que ahora te recuerdo.

12 de octubre de 1936, paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuyo rector es, entonces, ni más ni menos que Miguel de Unamuno.

Después de la intervención de un profesor, un tal Francisco Maldonado, quien ataca vehementemente los nacionalismos vasco y catalán, y levanta loas al fascismo, alguien al fondo de la sala grita el lema de la Legión Española: ¡Viva la muerte!

El general Millán Astray –fundador de la Legión- se excita y refuerza el grito con otro más contundente: ¡España! Varias personas responden: ¡Una!

¡España! –repite el general.
¡Grande! –ladran y salivan los perros de Pavlov.
¡España! –vuelve a decir don José.
¡Libre! –claman sus seguidores.

Varios falangistas, con sus camisas azules, hacen el saludo fascista ante la fotografía sepia de Franco, que cuelga de la pared sobre el estrado.

En ese momento, el rector Unamuno decide tomar la palabra, y pronuncia entonces uno de sus más famosos alegatos:

Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo –se refiere al doctor Pla y Deniel, obispo de Salamanca, que se encuentra a su lado-, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona.

Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito: “¡viva la muerte!” Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor.

Millán Astray –dice Hugh Thomas en su historia sobre la Guerra Civil Española- ya no pudo contenerse por más tiempo…

¡Mueran los intelectuales! –grita- ¡Viva la muerte!
¡Abajo los falsos intelectuales! ¡Traidores! –grita entonces José María Pemán.

Transcribo de nuevo a Hugh Thomas:

Siguió una larga pausa. Algunos de los legionarios que rodeaban a Millán Astray iniciaron un amenazador movimiento de aproximación al estrado. El guardia personal de Millán Astray apuntó a Unamuno con su ametralladora. La mujer de Franco, doña Carmen, se acercó a Unamuno y Millán Astray, y pidió al rector que le diera el brazo. Él se lo dio y los dos salieron juntos, lentamente. Pero ésta fue la última vez que Unamuno habló en público.

Aquella noche, Unamuno fue al casino de Salamanca, del que era presidente. Cuando los miembros del casino, algo intimidados por estos acontecimientos, vieron la venerable figura del rector subiendo las escaleras, algunos gritaron: “¡Fuera! ¡Es un rojo y no un español! ¡Rojo, traidor!” Unamuno entró y se sentó. Un tal Tomás Marcos Escribano le dijo: “No debería haber venido, don Miguel, nosotros lamentamos lo ocurrido hoy en la universidad, pero, de todos modos, no debería haber venido”. Unamuno se marchó, acompañado de su hijo, entre gritos de “¡traidor!” El único que salió con ellos fue un escritor de segundo orden, Mariano de Santiago.


A partir de entonces, el rector ya no salió casi nunca de su casa, y la guardia armada que le acompañaba tal vez era necesaria para garantizar su seguridad. La junta de la universidad “pidió” y obtuvo su dimisión del cargo de rector. Murió con el corazón roto de pena el último día de 1936. La tragedia de sus últimos meses fue una expresión natural de la tragedia de España, donde la cultura, la elocuencia y la creatividad estaban siendo reemplazadas por el militarismo, la propaganda y la muerte. Poco después, hubo incluso un campo de concentración para prisioneros republicanos llamado “Unamuno”.

Admitamos que la referencia de don Miguel al estado físico de Millán-Astray fue, por decir lo menos, poco elegante e indigna de la estatura moral de un hombre que, ya entonces, había escrito obras geniales para la literatura española, como, por ejemplo, Del sentimiento trágico de la vida y Niebla. Sin embargo, digamos también que sus palabras tuvieron la capacidad de despertar y desnudar –como seguramente era el propósito de don Miguel- el odio profundo que un buen número de personas tenía y tiene hacia los intelectuales y hacia la propia inteligencia, ese odio –o, al menos, desprecio- que entre nosotros traspiran los analfabetas que, por negligencia de las bases, se adueñan de la presidencia de un partido.