A principios de los setenta, mientras algunos niños (sobre todo los de Morelia) leían la vida de San Felipe de Jesús y las novelas de José Luis Martín Vigil, varios adolescentes de la Ciudad de México andábamos con La noche de Tlaltelolco en nuestras mochilas de preparatoria, dispuestos a prestarlo a algún compañero, para que se enterara bien de lo que había pasado y de lo que estaba pasando en esos años.
José Joaquín Blanco llama a ese libro una de las más formidables construcciones de la cultura mexicana contemporánea.
La noche de Tlaltelolco es un concierto coral, una misa de voces. Y uno escucha, clarito, lo que está pasando en la Plaza de las Tres Culturas; pero también lo que pasó antes y lo que pasó después.
Algunos, al menos, lo habrán ojeado (para reconstruir con su material fotográfico los dramáticos acontecimientos de aquellos inolvidables –por dolorosos- meses de 1968). Para mí fue una revelación, porque en el año de la revuelta estudiantil yo estaba en sexto de primaria, en el Colegio México. Ahí, entre julio y octubre, el profesor Gorostiza, que era el director, recibió la orden de cerrar con cadenas y candados la escuela entre las 7:30 (hora de entrada) y las 13:30 (hora de salida). Nos despedían todos los días con la advertencia de que tuviéramos mucho cuidado, que no anduviéramos solos en la calle, porque podían agarrarnos los comunistas y los estudiantes.
Por culpa de H.G. Welles, de quien acababa de leer La máquina del tiempo, yo pensé que cuando se decía comunistas y estudiantes se referían a los molocks, monstruos que saldrían de las más profundas cavernas para comernos crudos y enteritos.
Y yo, que soy un cobarde, pensaba: Bueno, en lo que son peras o son manzanas, mejor vámonos derechito a la casa.
Tuvimos que leer La noche de Tlaltelolco para empezar a entender las cosas. El entusiasmo por ese libro testimonial nos sirvió de primera toma de conciencia y, además, nos llevó a otros libros de Elena Poniatowska, como Hasta no verte Jesús mío, que, por razones que nunca he entendido, ni los maristas ni mis padres me dejaban leer. Lo hice, de todos modos, acaso por la prohibición misma, aunque no encontré…
¡Ah, ya sé, ya me acordé! Pasa que Hasta no verte Jesús mío está lleno de groserías: Jesusa Palancares, la protagonista, tiene un lenguaje florido que Elena Poniatowska supo rescatar con gracia y ritmo. Y, claro, la mención de Jesús en el título, pues…
Hace algunos años, el pobre de Carlos Fuentes no pudo ser leído a gusto por la hija de don Carlos Abascal Carranza, Secretario de Gobernación, porque el santo varón consideró (supongo) que lo que hacen Aura y Felipe Montero (en Aura) son cochinadas que una niña decente no debe conocer.
Para muchos mexicanos, Elena Poniatowska es algo así como nuestra hermana mayor, la que nos aconseja, la que nos llama la atención cuando andamos de mensos y nos dejamos llevar por algunos tontos, la que nos cuenta de personas reales, como Jesusa Palancares o Tina Modotti, pero también de personas inventadas, como Lilus Kikus; la que nos describe con amorosa fidelidad las distintas épocas de la Ciudad de México. Y luego, a media tarde, cuando ya no hay nada que hacer, nos platica quedito –imitando voces, otra vez-, suave y sin prisas, en Nada, nadie, de cómo se nos cayó la ciudad en 1985.
Hay muchas cosas que leer de Elenita (como la llaman sus amigos) ¡La Flor de Liz! ¡De noche vienes!
He dejado de leerla, no por desgano sino porque me he ido por otros lados (Haruki Murakami, Alessandro Baricco, Milorad Pavic). Lo más reciente que leí de ella tiene que ver con otro milagro de la literatura mexicana, Salvador Elizondo. La Poniatowska hizo un recuento en tres entregas de las entrevistas que sostuvo, desde principios de los sesenta, con el autor de Nadja o el verano.
Gracias, mujer. Muchos te leemos, muchos te queremos, muchos te escuchamos. Mañana, si me dejas tú y me dejan mis tres lectores, te recordaré aquello que le pasó a Miguel de Unamuno en 1936, en el mes de octubre, cuando aún era rector de la Universidad de Salamanca. Sabes a qué pasaje de la historia me refiero: aquél en el que quisieron callarlo con gritos de ¡Mueran los intelectuales! ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!
Al otro día...
Llegaste muy niña a México, en 1942, cuando andabas en tus nueve años. Así que te ha tocado vivir un titipuchal de cosas. De algunas, te habrás enterado por tus lecturas. Eras, por ejemplo, una escuincla parisina de apenas tres años cuando sucedió lo que ahora te recuerdo.
12 de octubre de 1936, paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuyo rector es, entonces, ni más ni menos que Miguel de Unamuno.
Después de la intervención de un profesor, un tal Francisco Maldonado, quien ataca vehementemente los nacionalismos vasco y catalán, y levanta loas al fascismo, alguien al fondo de la sala grita el lema de la Legión Española: ¡Viva la muerte!
El general Millán Astray –fundador de la Legión- se excita y refuerza el grito con otro más contundente: ¡España! Varias personas responden: ¡Una!
¡España! –repite el general.
¡Grande! –ladran y salivan los perros de Pavlov.
¡España! –vuelve a decir don José.
¡Libre! –claman sus seguidores.
Varios falangistas, con sus camisas azules, hacen el saludo fascista ante la fotografía sepia de Franco, que cuelga de la pared sobre el estrado.
En ese momento, el rector Unamuno decide tomar la palabra, y pronuncia entonces uno de sus más famosos alegatos:
Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo –se refiere al doctor Pla y Deniel, obispo de Salamanca, que se encuentra a su lado-, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona.
Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito: “¡viva la muerte!” Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor.
Millán Astray –dice Hugh Thomas en su historia sobre la Guerra Civil Española- ya no pudo contenerse por más tiempo…
¡Mueran los intelectuales! –grita- ¡Viva la muerte!
¡Abajo los falsos intelectuales! ¡Traidores! –grita entonces José María Pemán.
Transcribo de nuevo a Hugh Thomas:
Siguió una larga pausa. Algunos de los legionarios que rodeaban a Millán Astray iniciaron un amenazador movimiento de aproximación al estrado. El guardia personal de Millán Astray apuntó a Unamuno con su ametralladora. La mujer de Franco, doña Carmen, se acercó a Unamuno y Millán Astray, y pidió al rector que le diera el brazo. Él se lo dio y los dos salieron juntos, lentamente. Pero ésta fue la última vez que Unamuno habló en público.
Aquella noche, Unamuno fue al casino de Salamanca, del que era presidente. Cuando los miembros del casino, algo intimidados por estos acontecimientos, vieron la venerable figura del rector subiendo las escaleras, algunos gritaron: “¡Fuera! ¡Es un rojo y no un español! ¡Rojo, traidor!” Unamuno entró y se sentó. Un tal Tomás Marcos Escribano le dijo: “No debería haber venido, don Miguel, nosotros lamentamos lo ocurrido hoy en la universidad, pero, de todos modos, no debería haber venido”. Unamuno se marchó, acompañado de su hijo, entre gritos de “¡traidor!” El único que salió con ellos fue un escritor de segundo orden, Mariano de Santiago.
A partir de entonces, el rector ya no salió casi nunca de su casa, y la guardia armada que le acompañaba tal vez era necesaria para garantizar su seguridad. La junta de la universidad “pidió” y obtuvo su dimisión del cargo de rector. Murió con el corazón roto de pena el último día de 1936. La tragedia de sus últimos meses fue una expresión natural de la tragedia de España, donde la cultura, la elocuencia y la creatividad estaban siendo reemplazadas por el militarismo, la propaganda y la muerte. Poco después, hubo incluso un campo de concentración para prisioneros republicanos llamado “Unamuno”.
Admitamos que la referencia de don Miguel al estado físico de Millán-Astray fue, por decir lo menos, poco elegante e indigna de la estatura moral de un hombre que, ya entonces, había escrito obras geniales para la literatura española, como, por ejemplo, Del sentimiento trágico de la vida y Niebla. Sin embargo, digamos también que sus palabras tuvieron la capacidad de despertar y desnudar –como seguramente era el propósito de don Miguel- el odio profundo que un buen número de personas tenía y tiene hacia los intelectuales y hacia la propia inteligencia, ese odio –o, al menos, desprecio- que entre nosotros traspiran los analfabetas que, por negligencia de las bases, se adueñan de la presidencia de un partido.
Introitus
La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).
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