Abraham estuvo a punto de degollar a su hijo Isaac y de “ofrecerlo en holocausto”, porque el profeta escuchó voces y porque tuvo sueños peculiares. Estaba convencido de que Jehová, su dios, intentaba comunicarse con él.
Judíos y musulmanes sostienen versiones distintas
del mismo hecho. Mientras la Torá dice que fue Isaac el que estuvo a punto de
ser víctima de filicidio (Génesis 22), el Corán sugiere que fue Ismael el joven
del dramático episodio. ¡Porque Ismael es el primogénito!
Sí y no, arguyen judíos y cristianos: Ismael
es hijo de una esclava egipcia (Agar). Isaac, en cambio, es hijo de Sara, la
mujer “legítima”.
Pues será el sereno, digo yo, pero los
versículos 15 y 16 de Deuteronomio son muy claros con respecto a la
primogenitura y coinciden con el filósofo de Güemes: “El primer hijo es el
primer hijo”. Y el primogénito es Ismael.
Aunque en la sura 37:102 del libro
islámico, Ismael va al sacrificio consciente de su destino y con absoluta
voluntad, sospecho que desde ese día ya no pudo vivir (y menos dormir)
tranquilo al lado de su padre.
Ofrécelo
(o elévalo) en holocausto -dijo Jehová.
Así que podemos suponer que la idea era matarlo y quemarlo entero en una pira de leña, para, como señala la ley mosaica, “alzar un olor agradable hacia el Señor” (Levítico 6, 15).
El dios de Abraham pide un holocausto y no un moirocausto. De haber exigido Jehová un moirocausto, el profeta hubiera tenido que asar una parte de su hijo para comérsela, a manera de cordero pascual, con una suculenta guarnición de dátiles y yerbas. De cualquier manera y afortunadamente (o mejor dicho, providencialmente), un ángel detiene a tiempo el que hubiera sido el más insensato de los sacrificios.
Así que podemos suponer que la idea era matarlo y quemarlo entero en una pira de leña, para, como señala la ley mosaica, “alzar un olor agradable hacia el Señor” (Levítico 6, 15).
El dios de Abraham pide un holocausto y no un moirocausto. De haber exigido Jehová un moirocausto, el profeta hubiera tenido que asar una parte de su hijo para comérsela, a manera de cordero pascual, con una suculenta guarnición de dátiles y yerbas. De cualquier manera y afortunadamente (o mejor dicho, providencialmente), un ángel detiene a tiempo el que hubiera sido el más insensato de los sacrificios.
Pero Abraham no es el único padre
difícil. El rey Layo abandona a Edipo a su suerte porque el oráculo de Delfos
le había asegurado que moriría a manos de su propio hijo, cosa que a la mera
hora sucedió: Layo y Edipo se encontraron en un camino estrecho, y ambos –sin
reconocerse- se exigieron simultáneamente el derecho de paso. Como ninguno cedía,
terminaron liados a golpes. Muere Layo y su auriga.
El camino de Edipo me recuerda a Abundio
Martínez borracho: tuerce el camino, sale del pueblo y toma una vereda que lo
lleva directo a la hacienda de su padre. Él, su padre, lo ve llegar, pero no lo
reconoce (no sabe que es su hijo). Abundio da traspiés, “agachando la cabeza y
a veces caminando en cuatro patas”, como el personaje del acertijo de la
Esfinge que resuelve Edipo.
Abundio llega frente a su padre, quien
está sentado junto a la puerta principal de la hacienda. No se reconocen.
Abundio ruega por una caridad para enterrar a su mujer. Su padre, indolente,
esconde el rostro debajo de una cobija.
Abundio lo apuñala.
El hombre apuñalado por su hijo es Pedro
Páramo, un padre difícil.
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