Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













viernes, 23 de mayo de 2014

Amor e historia


Seguramente, algunos de ustedes recuerdan la existencia de un pequeño libro de Siglo XXI Editores titulado Historia; ¿para qué? Hace unos días, al trabajar en el contenido y la forma de lo que ahora leo, insomne e inquieto, revolví cajones y estantes para encontrar mi ejemplar de Historia, ¿para qué?

Y en mi desesperada búsqueda, repetía la pregunta que daba título a la antología de breves ensayos: Historia, ¿para qué? Y mascullaba preguntas en cadena: Museos, ¿para qué? Archivos, ¿para qué? Amigos de la historia, de los museos y de los archivos, ¿para qué?

Insomne e inquieto, digo, a eso de las tres de la mañana, me asusté al pasar por un espejo y verme, entre penumbras, desaliñado, pálido, con sombra de barba y en enloquecida persecución del recuerdo. ¿Y yo, para qué?

Alonso Martínez Cabal, académico del Instituto de Fisiología Celular de la Universidad Nacional Autónoma de México, afirma que dejar recuerdos fuera de nuestra memoria no es necesariamente una disfunción sino una condición indispensable para incorporar conocimientos nuevos y adaptarnos a una realidad cambiante. Y, bueno, de acuerdo, es verosímil la aniquilación neuronal de ciertos recuerdos. Incluso, creo que la realidad cibernética en la que vivimos nos permite trasladar a otra parte (a la nube informática) muchos de nuestros ficheros mentales y, así, ocupar ese espacio con nuevas ideas, nuevas preguntas, nuevas exploraciones, nuevos conocimientos, nuevas creaciones. Pero lo que no podemos hacer es cancelar la historia colectiva mediante la destrucción de nuestros entorno urbano o la demolición de nuestro pasado.

Por otro lado, ¿qué parte de nuestra mente asume la tarea de clasificar los recuerdos importantes y los recuerdos intrascendentes y desechables? ¿Cómo saber a ciencia cierta qué aleteo de qué mariposa será la causa de un futuro determinado? ¿Olvidaré esta reunión, a riesgo de que ella acaso explique la construcción de valores de un futuro descendiente y la toma de conciencia de su propia realidad?

Parece que la pregunta del libro que no encuentro se va respondiendo poco a poco.

Al no hallar mi libro, recurrí a internet.

Me topo con el texto de Luis Villoro titulado “El sentido de la historia”.

Villoro afirma: “Al historiador le interesa (…) conocer un sector de la realidad (…). En ese sentido, el interés del historiador no diferiría del que pudiera tener un entomólogo al estudiar una población de insectos o un botánico al clasificar las diferentes especies de plantas que crecen en una región.”

Los enamorados de la historia, digo yo, tenemos un comportamiento semejante al del enamorado de otro ser humano.

Los enamorados de otras personas y los enamorados de la historia, compartimos una misma incapacidad: no podemos ver el presente ni el paisaje general sin pensar en las minucias y en otros tiempos, no logramos vivir plácidamente en el instante, nunca miramos el conjunto, siempre observamos las partes, porque cada parte es anhelo, cada parte es gajo apetecible (tu oreja es rodaja suculenta, susurra el amante; tengo ganas de estar en ese otro momento que no es este momento, balbucea el enamorado de la historia).

El arrobo de los amantes que se miran a la más mínima distancia es como la quietud del leopardo frente a su presa: es la taimada espera de quien está pensando en abalanzarse en cualquier descuido. Los amantes fingen calma, están a punto de devorarse, se quieren comer y si no lo hacen es porque se entretienen contándose las pestañas. El beso es diálogo de caníbales, y el cilindro 22 (o libro 7) de la obra de Herodoto, donde narra la Batalla de las Termópilas, puede convertirse para el enamorado de la historia en el único episodio de la humanidad que vale la pena recordar, y sus conversaciones, discusiones y polémicas siempre giran alrededor de un argumento, la universalidad de la Guerra de las Termópilas: “Te estás comportando como Jerjes: lo tuyo es simple deseo de venganza”, “Lo que deberían hacer las autodefensas de Michoacán es lo que hizo Temístocles: llevarse a toda la gente a otro lugar, digo yo”, “Decir que México es una unidad es como afirmar que Grecia era una en tiempos de la Segunda Guerra Médica. ¡Por favor!”. El enamorado de la historia está enamorado de las historias, y se clava en una –como en una muchacha hermosa- durante varios años, hasta que se cansa y... busca otra historia.

Los enamorados de toda laya siempre tenemos hambre del otro. Por eso nos miramos de manera tan sospechosa. Vivimos un drama difícil de resolver: nuestra pasión se vuelve descontento si no descomponemos a la prenda amada, si no la dividimos en partes. El amor cercena, el amor destaza, el amor rebana, porque quiere saber de qué está hecho el otro, a qué sabe, que hay adentro de eso. Todo amor es un diálogo entre alcachofas.

Pensemos, por ejemplo, en uno de los más conocidos y descarados modelos de erotismo: el Cantar de los Cantares. En él, los amantes se seccionan en palabras, se cortan en pedacitos, se fragmentan: las mejillas son cachos de granada, el cuello es torre de marfil, los pechos son dos gacelas gemelas, los ojos son palomas, los cabellos son manadas de cabras, los labios son panal de miel, el ombligo es taza redonda y el vientre es montón de trigo cercado de lirios. Poesía del desmembramiento. Al revisar los versículos del Cantar, se descubren dos escenarios: la ausencia que genera agonía o la presencia destrozada (vuelta trozos). Así es también el amor a la historia.

Sospecho que quienes estamos aquí pertenecemos, intensa o ligeramente, a esta última especie, a la de los enamorados de la historia: algunos ciegos, otros sordos, uno que otro pedante, el infaltable cursi, el experto escandaloso; pero hay unos, los menos, fuera de serie, como nuestra querida maestra Cecilia Sandoval, una profesional del amor al tiempo recobrado. Pido que dediquemos esta velada de amistad a la regenta de Museo EBC, a la Celestina de la memoria. Gracias, Cecilia, por esta velada de pasión velada. ¡Y no escondida por nosotros, que quede claro, sino por el mundo! Porque nuestro amor es un amor que sí se atreve a decir su nombre, aunque pocos se atreven a escucharlo. ¡Muchas gracias, Cecilia Sandoval!

Patología del tiempo

No sé a qué se deba, pero algunos vivimos los días con la conciencia del valor histórico que hay en todo presente. Nos levantamos temprano, no tanto para establecer un régimen de salud orgánica ni para instituir en nuestra agenda edificantes disciplinas laborales, sino por la angustiante sensación de estar perdiendo el tiempo de manera irremediable.

Algunos, incluso, nos acostamos tarde por el mismo motivo: vivimos con el temor de no ser testigos de un hecho histórico. Siempre somos los últimos en salir de las fiestas, porque aún esperamos ver si, ya en confianza, la prima Natalia, virgen a medias y borracha entera, se levanta la falda y nos muestra sus piernas gloriosas.

Imaginemos a un legionario de Julio César que se haya quedado profundamente dormido precisamente la noche del 10 de enero del año 49 antes de Cristo. Cuando despierta, se encuentra solo, con su caballo como única compañía, babeándole el rostro mientras se despereza.

Ese legionario habrá llorado toda su vida el no haber estado donde debió haber estado: en el hecho histórico. El momento en que Julio César cruza el Rubicón.

Ajonjolíes de todos los moles, quienes otorgamos gran importancia al principio de causalidad, vivimos con el ansia de saber qué sucede, y con la predisposición a mirar el mundo como crononautas.

Parece que no estamos dentro de los hechos, sino a un lado, observándolos y registrando en nuestra memoria aquello que pueda volverse tesoro en el futuro. Miramos y escuchamos a los amigos y a la familia en dos niveles, ambos igualmente necesarios: el que suponemos que es y el que decidimos que sea, el personaje biológico y el personaje histórico. A veces, incluso, paradoja de paradojas, perdemos el gozo puro del instante por estar inmersos en el gozo histórico del instante. Hoy, creo, estamos en una situación de esta naturaleza. Tal vez dentro de 85 años alguien, un estudiante seguramente, querrá saber quiénes fuimos nosotros y acaso encuentre en nuestra reunión la clave de la felicidad: el sabernos parte de la historia. Aunque debo parafrasear lo que Octavio Paz afirmó en alguna parte (creo que en Los hijos del limo): Aquel que se saber parte de la historia, está irremediablemente fuera de ella. 

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