Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













sábado, 15 de enero de 2011

Vieja Estación

De perros y estaciones

Hace treinta años, como siempre, la vida era otra. Para comenzar, los perros y las moscas de entonces ya murieron. Hoy nos ladran y lamen otras criaturas. Sus nombres, a propósito, son muy distintos a los del pasado, aunque, como siempre, siguen describiendo el laberinto mental de sus dueños.

Ya ningún pastor alemán se llama Jack o Sultán, y ningún faldero responde al nombre de Firuláis. Los french poodle tacita de té no pueden llamarse Fifí, porque las solteronas de nuestros días no leen a Maupassant. ¿Fido? Imposible. ¿Quién domina las etimologías? Ya no hay Solovinos ni mascotas de nombres verdianos (Aída, Falstaff, Rigoletto). Los gatos, ay, ya no saben quién fue Nerón.

Ahora, la nomenclatura canina tiene otras fuentes.

Ummagumma (q.p.d.) fue la perra psicótica color miel que Cecilia García-Robles metió en la vida de Octavio Herrero, a fuerza de amor; una cocker spaniel que vivió afirmando su embarazo imaginario y cuyo nombre -homenaje, por supuesto, al delicioso disco de Pink Floyd de 1969- es, entre los estudiantes de la Universidad de Oxford, otra forma de decir rock and roll en su connotación sexual (Ummagumma or die, que bien podría sustituir al Dominus Illuminatio Mea de la centenaria institución).

Julieta Capuleto, que duerme en la cama de Gerardo y Marugenia, es una perrita labrador. Su aspecto resume un pasado tormentoso: madre violada por un salchicha, abuela atacada por Marty Feldman en 1982, poco antes de que el actor sufriera un infarto en un hotel de la Ciudad de México.

Camila, Petunia y Juanita son Las Poquianchis de la Roma, una tríada perruna que rapta argentinos, los hospeda en un departamento y, con sigilo, los manda a trabajar para poder comer como diosas. Cuentan las viejas de la colonia que de noche, dos veces a la semana, se escuchan extraños aullidos.

Seguramente suceden ahí desleznables orgías -dicen asqueadas las chismosas-. Pobres muchachos.

¿Y qué decir de las moscas? Ya murieron todas las que vio Machado y a las que canto Serrat en 1969 (ese mismo año Roger Waters imagina la zoofilia de un picto, el barcelonés eleva loas a dípteros modernistas, Mick Jagger se siente pizza italiana en Monkey Man; buena marihuana la de entonces, no cabe duda). Ya murieron algunas moscas de la guarda que dijo Monterroso. Pero quedan las palabras, encantadoras y definitivas (Vosotras, las familiares, inevitables, golosas, vosotras, moscas vulgares, me evocáis todas la cosas…), y nacen otros versos y otras moscas, metáforas de algo: verdes frases que no decimos, zumbantes palabras que nos guardamos, gordas moscas del alma, moscas que danzan en la boca. Hay que escupirlas, como dice una canción (¿Hacia dónde voy?) de la que pronto hablaremos.

Pero, a veces, no hay moscas entre los dientes y en la lengua, sino flores y cantos, que salen de una vieja estación inesperada.

Por naturaleza, las estaciones no se mueven; a ellas se llega, con el polvo y las sonrisas de otros lugares. Pero Vieja Estación, banda de cuna argentina y pies en todos lados, se comporta al revés, a la manera de los trashumantes de la música, que no pueden estarse quietos sin que el horizonte los arranque del ferrocarril aledaño, seguro y previsible. Por eso está en México, y aquí estará… mientras el rocanrol tenga un espacio para respirar.

Vieja Estación, frase sin artículo que la preceda, acaso para no hacer pensar que se trata de cinco tipos de voz, piano, violín y bandoneón, tocando sin partitura, con los ojos heridos por el humo de los cigarrillos que cuelgan de sus bocas.

La Vieja Estación estaría formada por crápulas del tango.

Vieja Estación está formada por crápulas del blues y el rocanrol.

Además, la ausencia de artículo concede al nombre el don de la ubicuidad y evita confundirlo con un expendio de hamburguesas para miembros de algún sindicato.

Como en los sueños, no fuimos nosotros quienes llegamos a esa estación de trenes olvidada. Fue ella, mahometana, la que bajó a la ciudad y llegó hasta nosotros. Todavía pudimos alzar la vista y contemplar el descenso lento, lento, como de virgen voluminosa que se hace la aparecida. De su base de tierra, que a cada movimiento se desmoronaba un poco, colgaban flecos oscilantes y húmedos: raíces, tubérculos, lombrices, todo lo que hay debajo de un cuerpo vivo.

Una estación hermosa de plataformas desoladas, con la herrumbre de su aire, con su luz vespertina de domingo ocioso, con sus vías mohosas que sirven de mirador a las gusanos, con su grifo que moja un caracol a cuentagotas, con sus verdes escalones donde pastan lagartijas. Y en su interior, oh sorpresa, una gavilla de ostrogodos argentinos, juglares y trovadores nacidos en Buenos Aires, músicos que parecen imaginados por Alcofribas Nasier para el sano esparcimiento de Pantagruel a la hora de la digestión (antes, se los come… y adiós música).

Ellos la hicieron su casa durante la última década del siglo pasado, y usaron sus propias alas para elevarla por los aires y traerla hasta la Ciudad de México. ¿Quiénes? Los hermanos Espósito (Ignacio, Santiago y Ezequiel), con Mauro Bonamico y José Luis Sánchez, que aparecieron como dos expósitos para darle mayor fuerza a la banda.

Lo que quiero decir –y no sé cómo- es que pocas veces una banda de rocanrol me había revuelto los adentros con su música y con sus letras.

Música de las vísceras y frases que salen del pozo más profundo del alma. Compruebo una vez más que el amor, la fe y la belleza suceden sólo cuando nos miramos ante el espejo. Todos somos Narcisos que besamos nuestra propia imagen, que sólo creemos en nuestros propios ojos, que sólo bailamos ante nuestra propia sombra.

En Vieja Estación aparece el diablo, ese demonio doliente que carga con sus exilios, sus ausencias y sus rompimientos.

Con Vieja Estación, me miro al borde de un carretera abandonada y mascullo su verso apotegma: cambio los zapatos, pero no cambio el camino.

Un encuentro inesperado
Poco a poco, como benéfica neoplasia, pequeños alfileres de celeste cabeza han ido cubriendo el mapa de México. Y es que Vieja Estación se ha presentado en Aguascalientes, en la Ciudad de México, en Tabasco, en Guanajuato (San Miguel de Allende) y, apenas hace unos días y por segunda ocasión, en Querétaro.

El placer de acompañar a Vieja Estación en sus viajes al interior de la República, es siempre doble. Por un lado, el gozo de escuchar y de constatar que estamos ante verdaderos músicos, ante una verdadera orquesta. Con Vieja Estación, el blues y el rocanrol nunca suenan artificiales o inconsistentes, al contrario, bajan a este valle de lágrimas para consuelo de los afligidos y refugio de los cansados que padecemos la constante fealdad de la basura acústica en la calle y en la oficina, en el restaurante y en el Banco, en el taxi y en el camión, en el Metro y hasta en el teléfono (la fealdad, es decir, la degradación enfermiza de rostros y cuerpos- está ligada a la fealdad de la mierda que se consume a manera de música –porque el suadero no puede ser culpable único de tanta monstruosidad).

Por otra parte, la alegría de la amistad y el reencuentro con formas de ser y de vivir que uno había dejado en quién sabe dónde. Digo, porque, para comenzar, tuve la oportunidad de recorrer la carretera hacia Querétaro con la deliciosa compañía de Ignacio Espósito, así que este baterista extraordinario me recetó por disc man tres hermosas horas de The Allman Brothers, Bob Dylan, Tom Petty (and she went down swingin’…) y The Band. Dormimos a ratos, porque al principio y al final de cada canción nos mirábamos con el encanto de la complicidad estética y el dedo pulgar en señal de voluptuosa aprobación. Luego, apenas nos encontramos con el resto de la banda, a las puertas del Wicklow –lugar donde tocarían esa noche-, pudimos disfrutar de sendas hamburguesas con su correspondiente tarro de cerveza oscura, regalo todo de Néstor Sabi, amabilísimo y enorme dueño del lugar.

Pero luego sigo contando, porque tengo que terminar la chamba y prepararme a ir a Ruta 61, donde cerraré el día con un excelente bálsamo de Fierabrás: John Marcus y parte de Vieja Estación.
John Marcus y Vieja Estación
Ha llegado la semana de Markiss en Ruta 61, y muchos tendremos el gusto de escucharlo y beneficiarnos de su experiencia con Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Budy Guy, Al Green y otros

Pero, cuidado, los árboles a los que nos arrimamos podrán cobijarnos bajo su sombra, pero no siempre se vuelven abrevaderos prácticos: no basta con decir que conocimos personalmente a Willie Dixon para que nuestra guitarra, nuestra voz y nuestra banda cobre, como por hechizo, la gracia de los grandes. Así es que no hablemos de más, hasta ver a Markiss con nuestros propios oídos y escucharlo con nuestros propios ojos.

De cualquier manera y sin embargo, en las presentaciones del joven John (Chicago, 1954), hay una segunda maravilla, una segunda gracia, un segundo regalo…

¡El grupo de apoyo será nada menos que Vieja Estación!

Quienes hemos sido testigos de la maestría y la fuerza de la banda bonaerense al acompañar a otros músicos (Max Cabello, Male Rouge, Octavio Herrero, El Charro, Memo Briseño, Jaime Holcombe, Betsy Pecanins…), sabemos que esto se va a poner de veras muy bueno, y ya veremos pasearse a Lalo Serrano (amo y señor de Ruta 61) con sus ojos de niño contento y su sonrisa de proxeneta exitoso.

Porque Ignacio Espósito (batería), Mauro Bonamico (bajo) y José Luis Sánchez (piano eléctrico) tienen lo que pocos: talento en la ejecución, oído para la orquesta y amor por la música. Así como son capaces de hacer estallar Ruta 61 con su blues, su rocanrol y sus creaciones originales, igualmente logran concentrarse en quien los invita a funcionar como banda de apoyo y en hacer crecer la belleza de un espectáculo.

Con el dominio real de silencios, modulaciones, ritmos y matices, Vieja Estación hace lo que se le da su regalada gana, es decir… música.

Ojalá la cosa se ponga tan buena que, a la mera hora, Markiss invite a los miembros restantes de Vieja Estación. Porque la felicidad no será completa sin la guitarra de Santiago y la bellísima voz de Ezequiel. Y ya que andamos de pedinches, ¿se imaginan si, pasada la medianoche, también suben al escenario Octavio Herrero y otras Señoritas de Aviñón? ¿Y si también se monta el Pelusa? A Hernán Silic lo preferimos más en la armónica que en el serrucho (chiste local, no me hagan caso). Bueno, ya veremos. Markiss sabrá lo que en Ruta 61 entendemos por linda promiscuidad.

Ahí estaré el jueves, para tomar algunas fotos. ¡Y al otro día, por supuesto que también! Porque el viernes Markiss alterna con Las Señoritas de Aviñón. ¿Cómo perderse tanta música?


¡Qué noche, qué músicos, cuánto blues! John Marcus, Mauro Bonamico, José Luis Sánchez e Ignacio Espósito nos regalaron una velada divina. Entre las diez de la noche y las dos de la mañana, Ruta 61 fue el ombligo del universo, el lugar donde había que estar, la casa de Dios, es decir, del Diablo.

Entre el público, estuvieron otros músicos a quien se les cocían las habas por subirse al escenario: Hernán Silic, Santiago Espósito, Male Rouge, Javier García, Ezequiel Espósito, Jaime Holcombe...
Como siempre, fui tratado de maravilla por ese excelente equipo con el que cuenta Lalo Serrano. Pablo y sus muchachos (Claudia, Pepe, Eric, Adrián y Ernesto) son los que, con sus cuidados y su fineza, nos permiten relajarnos y sentirnos a gusto y concentrar nuestra atención en la música y en los amigos.

Al pensar que hoy se repite el milagro y que muy probablemente el Cielo crezca (también tocan Las Señoritas de Aviñón), siento que los minutos pasan demasiado lentos.

Donde dos o más se reúnan en mi nombre, dijo la Música, ahí estaré. Y eso pasó esta noche, con Jaime Holcombe, Javier García, Octavio Herrero, Jorge Escalante, John Marcus, José Luis Sánchez, Mauro Bonamico, Ezequiel, Santiago e Ignacio Espósito. ¿Subió Pelusa a tocar la armónica? Pues si no lo hizo, lo soñé.

Sucedió la música.

Escribo en la oficina de Lalo Serrano, acompañado de Rafa Martínez, socio de Producciones JG (Juanita y Gioconda). Estamos encantados y en estado inconveniente, después de haber sido bañados de música.

Entre el público, anda el Charro y su mujer, los miembros de The Lyria, gente del New Orleans, María Martínez Marentes (chulada de niña), en fin, la crema y la nata de nuestra refinadísima sociedad.

A la mañana siguiente

Leo en La Jornada el reportaje de Tania Molina, que recoge lo dicho por Markiss acerca de Vieja Estación: No sólo son buenos músicos, son además buenos seres humanos. A propósito de nada, recomiendo echarle un ojo a la portada de La Jornada de Enmedio: Una mujer se roba el Sol, podría llamarse la fotografía de César Saldívar.

Noviembre de 2005

Estuvimos en casa de Rafael Martínez, eligiendo las fotografías que habrán de aparecer en la contraportada de Blanco y Negro, disco de Vieja Estación que pronto aparecerá para su venta en Ruta 61 y en todos los lugares donde la banda se presente. No es el tantas veces anunciado CD con la nueva colección de canciones del grupo argentino, producido por Octavio Herrero. No, ese disco (Cada perro tiene su día) llegará a nuestras manos apenas esté debidamente organizada la fiesta de presentación. Mientras, los bonaerenses nos calman las ansias con Blanco y Negro. Ya habrá momento de hablar de él.

La cosa es que la sesión para elegir fotografías fue larga, aunque no tediosa, porque el Polaco (Ezequiel Espósito), tipo pragmático y sensato, supo conducirnos por la vereda de la eficiencia, a pesar de nuestras distracciones (Santiago Espósito, Mauro Bonamico y José Luis Sánchez andábamos con ganas de mayor relajamiento).

A cierta hora, el hambre arreciaba, así que Tomy (Santiago Espósito) se volvió el Jesucristo de la noche y realizó el milagro de la multiplicación de los panes: con un paquete de Pan Bimbo y muy poco queso manchego, distribuyó sánguiches por doquier. ¿Cómo le hizo para que rindiera tanto? ¡No sé, no sé! Les digo, Tomy tiene manos de santo, y logró apagar el fuego provocado por el Bacardi blanco, matarratas que yo había logrado evitar durante los últimos veinte años (pero la sed es la sed).

No vuelvo a hacerlo (tomar Bacardi): pagué mi pecado al día siguiente.

Afortunadamente, el taxi al que me subí en la maña era conducido por un terrorista de la nostalgia. Apenas me vio, calculó mi edad y pareció pensar: ¡Tengo el remedio para este venerable crudo! Colocó un CD en su aparato de sonido, y en seguida surgieron de ahí las primeras notas de In-A-Gadda-Da-Vida. Digo que afortunadamente porque siempre es mejor escuchar a Iron Butterfly que a los comentaristas políticos de la radio mexicana o a Miranda. ¡Ya escuché a este grupo, Polaco, y tenías razón, es una vergüenza para nuestra Argentina del alma! Paradojas de la vida: el título de su éxito es Sin restricciones. Ahí tienes, Ezequiel, tela de dónde cortar para un chiste en el escenario, cuando Vieja Estación toque Sin tratos.

Pude prescindir del solo de batería del legendario Ron Bushy. ¿Será cierto que vomitaba después de su tour-de-force? ¿Pero por qué? ¡En ese caso, pues que también vomite Ringo Starr al final de Carry that weight!

Digo que me lo salté porque pedí al chofer que se detuviera en el Banamex de Horacio, para sacar cien pesos y sobrevivir un poco.

Regresé a mi vocho sesentero cuando Larry Rust, el tecladista, se pone de veras psicodélico. Será la edad, será lo que sea, pero In-A-Gadda-Da-Vida me puso de buenas. Es curioso, la pieza comenzó en Benjamín Franklin, y acabó exactamente en Ejército Nacional. Ergo, de mi casa al trabajo hago 17:05 minutos. Tomé las placas del taxi (L40499), para saber a qué atenerme la próxima vez.

En Ruta 61, lo extraordinario se vuelve cada vez más común. Anoche, por ejemplo, Las Señoritas de Aviñón y Vieja Estación decidieron inventar nuevos avatares, nuevas encarnaciones. ¡Y casi todos estuvimos ahí para presenciar la milagrería! Marie, Male Rouge, Ingrid Ojos de Mar, miembros de The Lyria: Víctor y Nicolás, éste acompañado de la hermosa Mariana; Rafa Martínez, Lalo Serrano por supuesto (y su equipo de expertos en servicio al cliente, Pablo y sus muchachos), Gerardo Aguilar Tagle, leyenda viva del rocanrol, con Marugenia, su esposa (¡este 15 de diciembre cumplen 25 años de casados!).

¿Y dónde estuvo la extravagancia?

Más allá del acostumbrado intercambio de músicos en el escenario, hubo un momento que nos sorprendió a todos. No recuerdo exactamente cuándo pasó, en qué canción. ¿Habrá sido en Magdalena? Tal vez. La cosa es que, de pronto, Octavio Herrero tomó el bajo y entregó su guitarra a Mauro Bonamico; Javier García dejó la batería y entregó la conducción del ritmo a Ignacio Espósito.

Esta formación no es muy frecuente, ¡pero sonó deliciosa! Bueno, digamos que divertida.

¡Se pasa tan rápido la noche cuando tocan Vieja y Las Señoritas! Lo malo es que estoy viviendo una adolescencia muy ajetreada, y a las dos de la mañana ya no puedo de sueño, así que casi siempre me pierdo las últimas canciones de la noche. Tengo que hacer algo para resolver el problema. ¡Vitaminas, sí, muchas vitaminas, ahora que estoy creciendo!

En otro momento… o a la misma vez (no sé, el whisky modifica la percepción del tiempo), subieron José Luis Sánchez y Santiago Espósito para unirse a la interpretación de So what? Al terminar, el tecladista de Vieja Estación me dijo, con esa alegría que adopta cuando ve frustradas sus expectativas de perfección musical:

-¡Y qué Miles Davis llegue a perdonarnos algún día!

A la entrada de la página de Ruta 61, se lee: Uno es lo que uno escucha (afortunada afirmación de Octavio). Bueno, pues en mi caso... yo soy un adolescente feliz.

Gerardo y Marugenia, cuyos compromisos les impiden visitar con más frecuencia el bar, me contaron emocionados que todos en Ruta 61 los tratan tan amorosamente, con tanta ternura. Apenas los vio llegar, Lalo Serrano bajó hasta su mesa, para saludarlos personalmente. ¡Uf, con nuestro querido Saso… uno se siente de veras Al Pacino!

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