Seguramente, algunos de ustedes recuerdan la existencia de un pequeño libro de Siglo XXI Editores titulado Historia; ¿para qué? Hace unos días, al trabajar en el contenido y la forma de lo que ahora leo, insomne e inquieto, revolví cajones y estantes para encontrar mi ejemplar de Historia, ¿para qué?
Y en mi desesperada búsqueda, repetía la pregunta que daba título a la
antología de breves ensayos: Historia,
¿para qué? Y mascullaba preguntas en cadena: Museos, ¿para qué? Archivos, ¿para qué? Amigos de la historia, de los
museos y de los archivos, ¿para qué?
Insomne e inquieto, digo, a eso de las tres de la mañana, me asusté al
pasar por un espejo y verme, entre penumbras, desaliñado, pálido, con sombra de
barba y en enloquecida persecución del recuerdo. ¿Y yo, para qué?
Alonso Martínez Cabal, académico del Instituto de Fisiología Celular de
la Universidad Nacional Autónoma de México, afirma que dejar recuerdos fuera de
nuestra memoria no es necesariamente una disfunción sino una condición
indispensable para incorporar conocimientos nuevos y adaptarnos a una realidad
cambiante. Y, bueno, de acuerdo, es verosímil la aniquilación neuronal de
ciertos recuerdos. Incluso, creo que la realidad cibernética en la que vivimos
nos permite trasladar a otra parte (a la nube informática) muchos de nuestros
ficheros mentales y, así, ocupar ese espacio con nuevas ideas, nuevas
preguntas, nuevas exploraciones, nuevos conocimientos, nuevas creaciones. Pero
lo que no podemos hacer es cancelar la historia colectiva mediante la destrucción
de nuestros entorno urbano o la demolición de nuestro pasado.
Por otro lado, ¿qué parte de nuestra mente asume la tarea de clasificar
los recuerdos importantes y los recuerdos intrascendentes y desechables? ¿Cómo
saber a ciencia cierta qué aleteo de qué mariposa será la causa de un futuro
determinado? ¿Olvidaré esta reunión, a riesgo de que ella acaso explique la
construcción de valores de un futuro descendiente y la toma de conciencia de su
propia realidad?
Parece que la pregunta del libro que no encuentro se va respondiendo
poco a poco.
Al no hallar mi libro, recurrí a internet.
Me topo con el texto de Luis Villoro titulado “El sentido de la
historia”.
Villoro afirma: “Al historiador le interesa (…) conocer un sector de la
realidad (…). En ese sentido, el interés del historiador no diferiría del que
pudiera tener un entomólogo al estudiar una población de insectos o un botánico
al clasificar las diferentes especies de plantas que crecen en una región.”
Los enamorados de la historia, digo yo, tenemos un comportamiento
semejante al del enamorado de otro ser humano.
Los enamorados de otras personas y los enamorados de la historia,
compartimos una misma incapacidad: no podemos ver el presente ni el paisaje
general sin pensar en las minucias y en otros tiempos, no logramos vivir
plácidamente en el instante, nunca miramos el conjunto, siempre observamos las
partes, porque cada parte es anhelo, cada parte es gajo apetecible (tu oreja es
rodaja suculenta, susurra el amante; tengo ganas de estar en ese otro momento
que no es este momento, balbucea el enamorado de la historia).
El arrobo de los amantes que se miran a la más mínima distancia es como
la quietud del leopardo frente a su presa: es la taimada espera de quien está
pensando en abalanzarse en cualquier descuido. Los amantes fingen calma, están
a punto de devorarse, se quieren comer y si no lo hacen es porque se
entretienen contándose las pestañas. El beso es diálogo de caníbales, y el
cilindro 22 (o libro 7) de la obra de Herodoto, donde narra la Batalla de las Termópilas,
puede convertirse para el enamorado de la historia en el único episodio de la
humanidad que vale la pena recordar, y sus conversaciones, discusiones y
polémicas siempre giran alrededor de un argumento, la universalidad de la
Guerra de las Termópilas: “Te estás comportando como Jerjes: lo tuyo es simple
deseo de venganza”, “Lo que deberían hacer las autodefensas de Michoacán es lo
que hizo Temístocles: llevarse a toda la gente a otro lugar, digo yo”, “Decir
que México es una unidad es como afirmar que Grecia era una en tiempos de la
Segunda Guerra Médica. ¡Por favor!”. El enamorado de la historia está enamorado
de las historias, y se clava en una –como en una muchacha hermosa- durante
varios años, hasta que se cansa y... busca otra historia.
Los enamorados de toda laya siempre tenemos hambre del otro. Por eso nos
miramos de manera tan sospechosa. Vivimos un drama difícil de resolver: nuestra
pasión se vuelve descontento si no descomponemos a la prenda amada, si no la
dividimos en partes. El amor cercena, el amor destaza, el amor rebana, porque
quiere saber de qué está hecho el otro, a qué sabe, que hay adentro de eso.
Todo amor es un diálogo entre alcachofas.
Pensemos, por ejemplo, en uno de los más conocidos y descarados modelos
de erotismo: el Cantar de los Cantares. En él, los amantes se seccionan en
palabras, se cortan en pedacitos, se fragmentan: las mejillas son cachos de
granada, el cuello es torre de marfil, los pechos son dos gacelas gemelas, los
ojos son palomas, los cabellos son manadas de cabras, los labios son panal de
miel, el ombligo es taza redonda y el vientre es montón de trigo cercado de
lirios. Poesía del desmembramiento. Al revisar los versículos del Cantar, se
descubren dos escenarios: la ausencia que genera agonía o la presencia
destrozada (vuelta trozos). Así es también el amor a la historia.
Sospecho que quienes estamos aquí pertenecemos, intensa o ligeramente, a
esta última especie, a la de los enamorados de la historia: algunos ciegos,
otros sordos, uno que otro pedante, el infaltable cursi, el experto
escandaloso; pero hay unos, los menos, fuera de serie, como nuestra querida
maestra Cecilia Sandoval, una profesional del amor al tiempo recobrado. Pido
que dediquemos esta velada de amistad a la regenta de Museo EBC, a la Celestina
de la memoria. Gracias, Cecilia, por esta velada de pasión velada. ¡Y no
escondida por nosotros, que quede claro, sino por el mundo! Porque nuestro amor
es un amor que sí se atreve a decir su nombre, aunque pocos se atreven a
escucharlo. ¡Muchas gracias, Cecilia Sandoval!
Patología del tiempo
No sé a qué se deba, pero algunos vivimos los días con la
conciencia del valor histórico que hay en todo presente. Nos levantamos
temprano, no tanto para establecer un régimen de salud orgánica ni para
instituir en nuestra agenda edificantes disciplinas laborales, sino por la
angustiante sensación de estar perdiendo el tiempo de manera irremediable.
Algunos, incluso, nos acostamos tarde por el mismo motivo:
vivimos con el temor de no ser testigos de un hecho histórico. Siempre somos
los últimos en salir de las fiestas, porque aún esperamos ver si, ya en
confianza, la prima Natalia, virgen a medias y borracha entera, se levanta la
falda y nos muestra sus piernas gloriosas.
Imaginemos a un legionario de Julio César que se haya quedado
profundamente dormido precisamente la noche del 10 de enero del año 49 antes de
Cristo. Cuando despierta, se encuentra solo, con su caballo como única
compañía, babeándole el rostro mientras se despereza.
Ese legionario habrá llorado toda su vida el no haber estado
donde debió haber estado: en el hecho histórico. El momento en que Julio César
cruza el Rubicón.
Ajonjolíes de todos los moles, quienes otorgamos gran
importancia al principio de causalidad, vivimos con el ansia de saber qué
sucede, y con la predisposición a mirar el mundo como crononautas.
Parece que no estamos dentro de los hechos, sino a un
lado, observándolos y registrando en nuestra memoria aquello que pueda volverse
tesoro en el futuro. Miramos y escuchamos a los amigos y a la familia en dos
niveles, ambos igualmente necesarios: el que suponemos que es y el que
decidimos que sea, el personaje biológico y el personaje histórico. A veces,
incluso, paradoja de paradojas, perdemos el gozo puro del instante por estar
inmersos en el gozo histórico del instante. Hoy, creo, estamos en una situación
de esta naturaleza. Tal vez dentro de 85 años alguien, un estudiante
seguramente, querrá saber quiénes fuimos nosotros y acaso encuentre en nuestra
reunión la clave de la felicidad: el sabernos parte de la historia. Aunque debo
parafrasear lo que Octavio Paz afirmó en alguna parte (creo que en Los hijos del limo): Aquel que se saber
parte de la historia, está irremediablemente fuera de ella.