Fue en 1975 cuando Guillermo Briseño regresó de una larga estancia en Estados Unidos. Nosotros éramos aún unos mocosos, hambrientos de algo. ¿De qué? Sepa la bola. Fumábamos Baronet y Delicados, andábamos en tranvía y comprábamos nuestros discos en Hip 70 (aunque yo era más fino: me iba a Yoko Quadrasonic, que estaba en la calle de Génova, para luego ver a los cuates en el Tom Boy o en el Toulouse Lautrec).
La radio no cooperaba para encontrar formas alternativas o, al menos, lo rescatable del rock.
Hoy, los éxitos de esa época me enternecen y me hacen suspirar de nostalgia, porque siempre claudiqué con tal de acercarme a Laura Maceiras Díaz, una niña de trece años que yo adoraba. Así que no me costaba trabajo fingir cierto gusto por la moda, a diferencia de mis amigos más violentos e intolerantes (Octavio Herrero y Gerardo Aguilar), que llegaban a las fiestas de la Colonia Roma y quitaban del tornamesa Kung Fu Fighting para poner discos de Deep Purple y los Stones.
Sin asomo de dolor, yo podía escuchar Seasons in the sun, Love will keep us together y Feelings, aunque en privado me concentraba en Blood on the tracks, de Dylan, y Walls and Bridges, de Lennon (nunca compré Wish you was here, de Pink Floyd, pero me gustaba mucho). Octavio, por su parte, andaba con Return to fantasy, de Uriah Heep, y con lo más reciente de Deep Purple (Burn, Strombringer y Come and taste the band), aunque no soltaba sus gastados Machine Head y The Book of Taliesyn, a la vez que excursionaba en las entrañas de la música (fue en 1975 cuando compuso una cosa extraña -discordia de sonidos, efectos de ambiente, ruidos, armonías dramáticas- a la que llamó Necrópolis; y luego vino Necrópolis II); mientras, Gerardo seguía encantado con los Stones (su única y verdadera religión, además de las Chivas Rayadas y Marugenia, su mujer): el viejo Goat’s Head Soap y la colección de rarezas llamada Metamorphosis.
Cierta noche, mientras disfrutaba de un episodio de Starsky y Hutch, sonó el teléfono. Era Octavio…
-Oye, mañana se presenta un tipo llamado Briseño.
-¿Dónde?
-En Arquitectura, en la UNAM. ¿Vamos?
-Sale.
El espectáculo de Briseño en la Facultad de Arquitectura consistía en la interpretación individual (sin grupo) de canciones originales: él solo, con un teclado y una caja de ritmos y sonidos pregrabados.
DIGRESIÓN 1: No me pregunten cómo se llaman esas cajas con manijas, botones y pantallitas, que tanto gustan a los tecladistas, porque apenas si distingo una guitarra, y eso porque en sexto de primaria participé en la Rondalla del Colegio México, cuyo éxito era Caminantes del Mayab.
DIGRESIÓN 2: Era difícil pronunciar, en la canción de Guty Cárdenas, eso de “…que ves arder de tarde las alas de Xcatay”? El profesor Abelino Mejía se enojaba...
-Es que no sabemos qué es eso, profe.
-¡Señores, el sh-ca-tay es un pájaro papamoscas! ¡Ya pudieron haber comprado la estampita en alguna papelería! Y el cocay es la luciérnaga, el cocuyo, pues.
-Como el Cocuyito Playero, de Cri-Cri… Negrito, ven junto a mí, pues hace rato que te perdí; y si es de noche, has de saber que a los negritos no puedo ver.
-Sí, Aguilar, sí. A ver, el otro Aguilar, Gerardo, explíqueme eso de “…y el grito tembloroso del pájaro pujuy”.
-Pues ha de ser como el Pájaro Uyuyuy.
-¡Aguilar, deje su guitarra y sálgase del salón! Me va a explicar en la Dirección de qué pájaro me está usted hablando.
-Profesor, el pujuy es un pájaro nocturno, también conocido como chotacabras. Su dibujo viene en el libro de Ciencias Naturales de tercero de primaria.
-Muy bien, Aguilar, muy bien. ¿Ya ve, Aguilar? Su hermano gemelo sí sabe.
-Entonces, ¿le explico aquí o en la dirección qué es el Pájaro Uyuyuy?
Gerardo era por fin arrastrado de su bracito al patio de la escuela.
No faltaba el compañero puro e inocente que se acercaba al centro del patio, ahí donde Gerardo siempre era puesto, en castigo, bajo el sol de mediodía (¡y de ahí no se mueve, Aguilar, hasta dentro de una hora!):
-Oye, Aguilar ¿y cómo es el pájaro, ese que dices... el Uyuyuy?
-Es un pájaro con los huevos tan grandotes… que baja a tierra diciendo ¡uy, uy, uy!
Estábamos hablando de 1975, cuando conocimos a Memo Briseño, quien desde entonces combinaba la música con la reflexión pública (cada canción se volvía eterna, porque la antecedía un largo prolegómeno), así que su espectáculo deambulaba entre el mitin político, el análisis filosófico, la crónica de sociales y la cátedra musical.
Adolescentes aún, pero con los oídos atentos a las cosas que sucedían, quedamos entusiasmados con lo que hacía Briseño. Le llamábamos rock, porque no contábamos entonces con instrumentos para verbalizar la multiplicidad de su propuesta, donde cabía el blues, el soul, el rock and roll, el jazz, la música nueva y el mismo huapango, y donde, además, entraba la poesía.
Pronto, Guillermo decidió probar con músicos en el escenario, y formó Briseño, Carrasco y Flores. ¡Eso sonaba muy pero muy bien! Luego se unió Hebe Rosell a la banda, y el material de Memo cobró muchos atrevimientos: otros sonidos, nuevos híbridos, mayor destreza en la letra, influencias de la música contemporánea (Xenaquis, Penderecki, qué sé yo).
Pude ver a un entusiasmado y atento Briseño entre el público del primero o segundo Festival de Música Nueva, en el Colegio de México, donde Manuel Enríquez nos dejó con la boca abierta. Por ahí andaban José Antonio Alcaraz, Mario Lavista y… yo, que no entendía nada, y sigo sin entender nada, por eso estoy aquí, a ver si llega la luz: me quiebro la cabeza para saber descubrir el mecanismo psíquico y la composición orgánica del gozo estético. Voy a Ruta 61 con la misma actitud que fui a los primeros Festivales de Música Nueva: ¿Qué está pasando en mi cuerpo y en mi mente, por qué una simple modulación me ahoga de placer, por qué ciertas armonías me provocan deseos de besar al que las produce, por qué ciertos sonidos dispuestos en ciertos momentos y entre ciertos silencios me afectan tanto? No sé.
Guillermo Briseño no es un capítulo del rock mexicano. Quiero decir, no puedo asociarlo a esa historia sin sentir que lo estoy incluyendo dentro de lo peorcito de la música mexicana. Porque, si hemos de ser claros, tenemos que señalar un hecho irremediable: en México nunca ha existido el rock. Todos (¡todos!) los grupos mexicanos que han intentado desarrollarse dentro de ese género, sólo han logrado extender durante lustros la música a go go, que a veces es muy bonita pero que no soporta la prueba más sencilla: una mudanza (apenas nos cambiamos de casa, lo primero que va a parar al bote de basura es la colección de discos de nuestros amigos “rockeros”, esos discos que nunca escuchamos y que en su momento compramos por solidaridad).
Prefiero ver y escuchar a Briseño como un músico que compone y toca a partir de una biografía de la voluntad donde, claro, interviene el rock como parte de su formación, pero no como género regidor de su proyecto estético.
Conservo entre mis viejos cuadernos un diario de 1979, y descubro que en todos los meses de ese año aparecen varias notas sobre Briseño en la Carpa Geodésica. Trato de recordar por qué acudíamos con tanta frecuencia a las presentaciones de Memo, no sólo en la Carpa Geodésica sino también en la Facultad de Filosofía y Letras, en Ingeniería, en Ciencias Políticas, en Arquitectura…
¿Qué sucedía en ellas?
Bueno, es cierto, sucedía el blues y el rock and roll, como personajes de familia; pero también brotaba algo más: una música sin paredes, una música sin precipicios entre los géneros, una música llena de puentes y vasos comunicantes.
Más tarde, durante la segunda mitad de los ochenta, Guillermo volvió a aparecer, en medio de las buenas intenciones de muchos que apenas si sabíamos tocar la puerta. Cuando Briseño se presentó por primera vez en Rockotitlán, con su nueva banda (El Séptimo Aire), fue muy clara y dramática la diferencia entre él y los que jugábamos en ese lugar.
Tony Méndez cuenta en la página de Rockotitlán su propia historia (todos lo hacemos: es una manera de justificar nuestra ociosidad), y lo hace con las limitaciones de hace veinte años, quiero pensar que por rigor antropológico (chido, carnal, pedo, coqueto, banda, cámara, jalada, huevos, poca madre). En su narración, Tony dice algo que me parece muy revelador: que Kerigma fue “una banda representativa y reconocida del movimiento ochentero y noventero…”. Disculpemos su narcisismo y advirtamos, sin embargo, que lo escrito por el bajista de Kerigma es absolutamente cierto: si queremos conocer la música a go go mexicana, basta con escuchar a Kerigma. ¡Así de triste es el panorama!
Tres precisiones:
1. Tengo un profundo afecto por Sergio Silva, el cantante de Kerigma. Creo, además, que ese grupo estuvo siempre lleno de buenos músicos.
2. Desde el punto de vista técnico, Mamá-Z era mil veces peor que Kerigma (los únicos músicos de verdad que pasaron por nuestro Taller de Teatro, fueron Octavio Herrero, Jorge Escalante y José Hernández). Así que nadie se tome la molestia en callarme la boca (o cortarme los dedos) por ese lado: no tengo el más mínimo respeto por mis cancioncitas. Quien lo desee, puede vomitar en ellas. Hoy, las escucho con la misma ternura con la que miro las estampitas del Niño Jesús que mi mamá mandó hacer para el día de mi Primera Comunión.
3. No pido solemnidad, al contrario, suplico por un poco de diversión. La música a go go mexicana es aburridísima. ¡Pero es que no es música, me dirán! ¡Ah, bueno, entonces hagan discos como los de Manuel Bernal, el Declamador de América! Vendan sus instrumentos y platiquen sus chistes o describan su filosofía y su cosmogonía. Tampoco voy a comprar sus discos, pero prometo dejar de hablar de ustedes.
Por eso mismo, insisto en que Briseño nada tiene que ver con esa historia. Y creo que Tony Méndez estaría de acuerdo conmigo, porque en ningún pasaje de su curiosa historia menciona a uno de los pocos individuos que, en lugares a go go, tuvo algo interesante que decir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario