Texto publicado en octubre de 2005
en El Blues de la estufa Divina
UNO
A Ruta 61 han llegado, en busca de su público, diversas especies de tañedores de guitarra, infinidad de sopladores de armónica e igual número de tamborileros, muchos sin arte ni talento, otros sin memoria histórica, varios sin oído ni vergüenza, algunos patéticos y cavernícolas; también se han aparecido los versátiles, los fúnebres, los soporíferos, los desorientados, los anquilosados y gordos de soberbia, los insubstanciales, los penajenianos, los pirómanos rupestres (a propósito, el 35% de las bandas que se han presentado en Ruta 61 llevan en su nombre, sin gracia ni fortuna, la palabra “blues”, como si eso fuera suficiente para respetarlas y tragarnos su mediocridad cultural, intelectual y artística).
Sin embargo y para fortuna del lugar y de todos los que hemos encontrado en él un remanso dentro de una ciudad silenciosa de tanto ruido, hay aquí bandas asombrosas (que dan sombra y que causan maravilla): los clásicos infaltables, como Memo Briseño, Betsy Pecanins y Real de 14; y los sorprendentemente jóvenes y excelentes como AKA.
Además y milagrosamente, se cuenta con gozos profundos y placeres inmensos (y esto, lector incrédulo, lo escribe alguien que no se cuece al primer hervor y que ya superó su edad oscura de falsas religiones y profetas del nopal): el refinado caldo de raíz de Las Señoritas de Aviñón, el contundente sabor a carretera de Vieja Estación y la maestría de X-Pression...
Comencemos con Jaime Holcombe, guitarrista de Las Señoritas de Aviñón.
Jaime es uno de los contados músicos del lugar que saben lo que están haciendo con su voz. Moondance y Mustang Sally, por ejemplo, son, cuando las canta Holcombe, obeliscos de belleza que se levantan en una tierra plana cuyos habitantes creen que la laringitis, la hipertrofia de los cornetes, la hemangioma nasofaringea, la desviación septal o la sinusitis etmoidal son suficientes para cantar blues; no, no y no: hace falta la memoria histórica del Polaco (Ezequiel Espósito, de Vieja Estación) y la fuerza de Jaime, que reúne en su garganta todos esos atributos y los explota mientras pela los ojos de su timidez.
Homenaje personal a Holcombe: a veces, cuando escucho a Jaime, muevo mi vaso de whisky para aplaudir con mis hielos a mitad de la canción.
DOS
Fue en la primavera de 1974 cuando mi hermano Gerardo –acompañado de Chuck Berry y Keith Richards- me presentó a Octavio Herrero, un jovencito de dieciocho años de aspecto desenfadado, lentes gruesos y el cabello sobre el rostro.
En ese momento, pensé:
-¡Bah, otro hippie marihuano, como todos los amigos de Gerardo!
No fue así. Octavio fumaba Delicados, pero no otra cosa; y más que hippie, era una especie de existencialista de mediados del siglo XX. Durante los setenta, Octavio caminaba y se comportaba como si acabara de leer por enésima ocasión La Náusea, de Sartre. Hoy, a propósito, treinta años después de esos primeros encuentros, mi amigo sigue pareciéndose a Antonio Roquentin, al menos en el hecho de que todo lo que escucha, todo lo que ve, todo lo que ama... le sabe a sí mismo. Este delicioso sabor del ego es el que lo ha llevado del amargo existencialismo de su adolescencia al exquisito hedonismo de su madurez.
Sí, Octavio pertenecía a otro tipo de personas, aunque lo que de él me gustó fue su amor por la música, su hambre de libros y su defensa del comunismo. Por su culpa, perdí la fe, ahora que me acuerdo (aunque, en realidad, no admití el hecho hasta hace poco). Mientras yo leía todos los títulos que la Editorial Minotauro publicaba de Ray Bradbbury, él andaba con el Manifiesto profusamente anotado y con esquinas de hoja dobladas por todas partes. Alguna vez, incluso, casi nos convence a mí y a su novia de entonces de que formáramos una especie de secta dispuesta a hacer una revolución silenciosa. Comenzaríamos colgándonos una pequeñísima campana al cuello, para identificarnos. Si no lo hicimos fue porque seguramente, al otro día, Octavio se habrá levantado con nuevas ideas… y la estrategia de la campanita ya no entraba en sus planes masónicos.
Pero no es ésta la historia que quiero contar, por el momento. Hago referencia a esa época sólo para advertir que mis comentarios acerca de Las Señoritas de Aviñón siempre tendrán cierta carga de subjetividad imposible de diluir.
Si lo pensamos un poco, nos daremos cuenta que esta actitud mental se da también, al menos en mi caso, con los Beatles y los Rolling Stones. ¿Cómo vas a poner en el tocadiscos I saw her standing there o Time is on my side sin sentir que inmediatamente escucharás el corazón de tu propia madre? Puedo irme más lejos en el tiempo y encontrarme con Los Rufino, Marisol y Gabilondo Soler. ¿Cómo saber si estás ante una experiencia puramente musical o, en realidad, una finísima aguja acaba de tocarte las paredes de vinilo de la más remota y paradisíaca infancia?
No sé. De cualquier manera, quiero hablar de Las Señoritas de Aviñón lejos del amor y del deseo. Eso será en una tercera entrega.
TRES
Dios, mi madre (Kali, Coatlicue, María de la Luz, Gema de los Dolores), se disipó el 15 de septiembre de 1997. Enterramos su pequeño y exhausto cuerpo en el Panteón Francés. Antes, al pasar por Constituyentes, el carro fúnebre fue mágicamente escoltado por toda clase de vehículos militares. Un paisaje verde olivo se movió con ella, alrededor de ella, envolviéndola en la viril marcialidad de la Patria. Coincidencia o voluntad superior, su desvanecimiento fue, pues, una despedida con todos los honores de la República.
El dolor fue mucho. Tardé varios años en admitir lo inadmisible de la realidad, el sinsentido de la existencia; y pienso que fue eso, la ausencia de Dios, mi madre, la que me hizo perderle el gusto a ciertas cosas, entre ellas el rock. El género empezó a parecerme agotado y yermo en sus posibilidades de expresión, y la mayoría de sus nuevas manifestaciones me provocaba largos bostezos. Haciendo a un lado muy contadas excepciones, todo me sonaba pubescente y estéticamente estúpido.
¿Cómo? ¿El hecho de que mi madre se esfumara hizo que me diera cuenta de la fealdad del rock? ¡Bah, pudo haber sido una coincidencia, no sé! La cosa es que hoy no puedo escuchar lo que me veo obligado a escuchar en la calle y en la oficina sin sentir que alguien está bombardeando la ciudad con mierda.
Tenía que alejarme de la barbarie musical del presente, así que fui drástico: busqué y encontré Decamerón, de Esther Lamandier, un disco cuyo título me auguraba cosas buenas. ¿Cómo puede sonar Bocaccio? ¿Se escucha como se lee en la edición art decó que perdí al momento de enviudar? ¿O se oye como se ve a través de Pasolini? ¿Y si me transporta al Bocaccio 70 de Visconti, con Sofía Loren y Anita Ekberg? ¡Nada de eso! Descubrí hermosísimas baladas renacentistas (las monodias del ars nova florentino), que alumbraron mi camino hacia la belleza. También, me acerqué a la voz de Amalia Rodrigues y a la música de Cabo Verde (Cesaria Evora et al) y, como muchos, fui seducido por los viejos de Buena Vista Social Club, en particular Rubén González. ¡Vaya, una serie de verdaderas músicas se volvió mi balsa de salvación en el océano de mierda en la que me encontraba naufragando!
¿Y qué hiciste con Frank Zappa? –preguntará alguien con ganas de hacerme caer en contradicción.
La respuesta es muy sencilla: Zappa no es rock; además de ser uno de los compositores fundamentales del siglo XX, Zappa es un género en sí mismo, y está muy pero muy lejos del rock. A veces usa el rock para hacer música, pero eso es diferente. Quien escuche RDNZL (con George Duke en los teclados y James Bird Legs Youman en el bajo, además de Ruth Underwood y Chester Thompson) entenderá que con Zappa estamos ante un planeta gigante (el asteroide real que lleva su nombre, es un homenaje demasiado humilde: Marte debería llamarse Zappa, y algún día el Paseo de la Reforma tendrá que llamarse Boulevard Frank Vincent Zappa, si es que existe la justicia).
¿Y las Señoritas de Aviñón? ¡A eso voy, a eso voy!
CUATRO
Además de Esther Lamandier, Cesaria Evora y Rubén González, comencé a escuchar, gracias a Octavio, a Thelonius Monk y Miles Davis. Durante los últimos años que viví con Alejandra, usaba la tarde y la noche de los viernes para crear un paraje de placer: quesos, aceitunas, whisky, vodka para Alejandra… y jazz. Por eso, todavía hoy, cuando decido poner ‘Round Midnight, un velo de nostalgia me envuelve y le guiño el ojo a esos tiempos, que fueron muy lindos. Y si no compré discos de blues fue porque Octavio se encargaba de adquirir decenas de ellos (yo podía escucharlos en su casa, con la ventaja de obtener de él comentarios a pie de compás). Con eso tuve para escapar, para librarme de una música zómbica y aburridísima, el rock.
Hoy puedo parafrasear al Genio de Baltimore, sin miedo a equivocarme: el rock no está muerto, simplemente se ha agusanado y huele a podrido. Ése es un tema que habrá que discutir, pero no ahora.
Octavio siempre tuvo su mente en otra parte: apenas acabamos con Mamá-Z (que nunca fue un grupo musical, sino un taller de teatro –es así como la Enciclopedia Británica deberá mencionarnos), él se dedicó a formar otra banda, ahora de blues, de puro blues. Javier García, en la batería; Jaime Holcombe, en una guitarra; Jorge Escalante, en el bajo (antes, bajista de Mamá-Z); Iván Lombardo (q.p.d.), en la armónica; Octavio, en la otra guitarra. Más tarde, entrarían Eduardo Escalante y Claudia Ostos, en el saxofón y en la voz principal, respectivamente.
Desde entonces y hasta la fecha, el grupo ha experimentado no sólo la salida de algunos de sus miembros (Iván, Jorge, Eduardo y Claudia) sino también la transformación hacia la destreza y el refinamiento necesarios como para convertirse en una de las mejores bandas de blues y jazz de la ciudad.
Recuerdo las primeras presentaciones de Las Señoritas de Aviñón a las que acudí: en Los Goliardos y en un pequeñísimo local, a un lado del Cine Bella Época (Lido). Durante un tiempo, fungí como Subdirector de Servicios Sociales y Culturales de la Delegación Benito Juárez, así que llevé a Las Señoritas al Centro Mixcoac y al Parque de los Venados, con el propósito de incluir el blues dentro de la oferta cultural de la demarcación.
¿Y por qué se llaman así?
Siempre surge la pregunta entre el público, y nuestras Señoritas nunca atinan a dar una respuesta satisfactoria.
Para (p)resumir, diré que Las Señoritas de Aviñón toman su nombre del óleo que Picasso pintó por ahí de 1906 y que es punto de partida del cubismo (por ende, paradigma de la vanguardia artística de principios del siglo XX). El título fue puesto por el poeta André Salomón (Pablo Picasso lo había llamado El Burdel de la Calle de Avinyó, referencia a conocido puticlub barcelonés de aquel entonces).
Pero no se trata sólo de una declaración vocacional ni tampoco de una relación temática (los rostros de las dos mujeres de la derecha parecen máscaras africanas), es también una forma de ligar al blues y al jazz con la obra definitoria en la revolución artística del siglo pasado y en el rompimiento con la perspectiva renacentista.
Déjenme citar a John Berger. Él se refiere al cubismo, pero voy a adaptar sus palabras al blues. Díganme si no es lo mismo: “El blues creó la posibilidad de que la música revelara procesos, en lugar de entidades estáticas. El contenido del blues consta de varios modos de interacción: la interacción entre los diferentes aspectos de un mismo suceso, entre el espacio lleno y el espacio vacío, entre la estructura y el movimiento, entre el auditorio y la cosa escuchada. Ante un blues, buscamos su sinceridad; ante una pieza de jazz, lo que debemos preguntar es si continúa”.
Y ahora que Las Señoritas tienden hacia el jazz, Berger se vuelve más revelador, e igualmente luminosas son las palabras de Apollinaire (quito cubismo y pongo jazz y blues): “Si queremos expresarnos de un modo absoluto, la música auténtica sería el arte de ejecutar nuevas composiciones con elementos tomados no de la realidad del oído, sino de la concepción mental”.
Sábado 3 de diciembre de 2005
En Ruta 61, lo extraordinario se vuelve cada vez más común. Anoche, por ejemplo, Las Señoritas de Aviñón y Vieja Estación decidieron inventar nuevos avatares, nuevas encarnaciones. ¡Y casi todos estuvimos ahí para presenciar la milagrería! Marie, Male Rouge, Ingrid Ojos de Mar, miembros de The Lyria: Víctor y Nicolás, éste acompañado de la hermosa Mariana; Rafa Martínez, Lalo Serrano por supuesto (y su equipo de expertos en servicio al cliente, Pablo y sus muchachos), Gerardo Aguilar Tagle, leyenda viva del rocanrol, con Marugenia, su esposa (¡este 15 de diciembre cumplen 25 años de casados!).
¿Y dónde estuvo la extravagancia?
Más allá del acostumbrado intercambio de músicos en el escenario, hubo un momento que nos sorprendió a todos. No recuerdo exactamente cuándo pasó, en qué canción. ¿Habrá sido en Magdalena? Tal vez. La cosa es que, de pronto, Octavio Herrero tomó el bajo y entregó su guitarra a Mauro Bonamico; Javier García dejó la batería y entregó la conducción del ritmo a Ignacio Espósito. Esta formación no es muy frecuente, ¡pero sonó deliciosa! Bueno, digamos que divertida.
¡Se pasa tan rápido la noche cuando tocan Vieja y Las Señoritas! Lo malo es que estoy viviendo una adolescencia muy ajetreada, y a las dos de la mañana ya no puedo de sueño, así que casi siempre me pierdo las últimas canciones de la noche. Tengo que hacer algo para resolver el problema. ¡Vitaminas, sí, muchas vitaminas, ahora que estoy creciendo!
En otro momento… o a la misma vez (no sé, el whisky modifica la percepción del tiempo), subieron José Luis Sánchez y Santiago Espósito para unirse a la interpretación de So what? Al terminar, el tecladista de Vieja Estación me dijo, con esa alegría que adopta cuando ve frustradas sus expectativas de perfección musical:
-¡Y qué Miles Davis llegue a perdonarnos algún día!
A la entrada de la página de Ruta 61, se lee: Uno es lo que uno escucha (afortunada afirmación de Octavio). Bueno, pues en mi caso... yo soy un adolescente feliz.
Gerardo y Marugenia, cuyos compromisos les impiden visitar con más frecuencia el bar, me contaron emocionados que todos en Ruta 61 los tratan tan amorosamente, con tanta ternura. Apenas los vio llegar, Lalo Serrano bajó hasta su mesa, para saludarlos personalmente. ¡Uf, con nuestro querido Saso… uno se siente de veras Al Pacino!
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