Aunque se han vuelto un lugar común, vale recordar las palabras de Frank Zappa: “El periodismo de rock consiste en gente que no sabe escribir, entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer.”
No digo que la cita sirva para referirnos a Hugo García Michel, sus entrevistados y sus lectores, pero el reportaje publicado en el número 98 de La Mosca dejó insatisfechos a muchos que adoramos a Male Rouge. ¿Por qué? ¡Pues porque más pareció una declaración de amor que un texto objetivo de periodismo musical! Y esto sucede muy a menudo: escribir con prisas lo primero que se nos viene a la mente, sin medir las afirmaciones y sin confirmar las informaciones (v.gr.: hace poco, Tania Molina, en La Jornada, le adjudicó a Max Cabello la autoría de Ain’t no Sunshine).
Se entiende: Male despierta pasiones y hace perder la objetividad.
“(Su) timbre sonaba tan profundo y desgarrado –escribe Hugo- que si hubiéramos cerrado los ojos habríamos pensado que se trataba de alguna cantante negra proveniente de lo más recóndito del Delta del Mississippi.”
Tan hermosas palabras le hacen un flaco favor a Male Rouge. Ella no necesita que hagamos comparaciones desmesuradas. Dejemos que su voz se suelte a su manera, a su estilo; dejemos que crezca y desarrolle una manera de ser, una manera de decir.
Si yo cerrara los ojos al escuchar a Male (cosa que no pienso hacer, ni que estuviera loco), seguro que vería en mis adentros a la misma Rouge de la realidad, esa que entrega el corazón y las entrañas… y nos hace entender la importancia de estar ahí, junto a ella, frente a ella, con ella. Y lo que sí se vale decir es que pocas cantantes de esta ciudad logran que la noche se ilumine cuando suben al escenario y se arrancan el alma en cada canción. Male es una de ellas. Male no está pensando en otra cosa más que en ser ella misma.
Me preparo un buen café, me baño, salgo a la calle. No dejo que me desanimen el mal olor de las fritangas del Metro Patriotismo ni la fealdad abotagada de los puesteros, protegidos como siempre por mafias callejeras, cuyo poder tiene raíces en el ancien regime, pero cuya desenvoltura actual es responsabilidad de nuestras autoridades presentes.
¿Torpeza, ineptitud, cobardía o complicidad de los gobernantes? ¡Pero cómo!, si al dar entrevistas sonríen tranquilos y con mucho orgullo, y afirman ante cámaras y micrófonos que las cosas van muy pero muy bien, en su área de poder, claro, porque fuera de ella –fruncen el ceño- todo es Sodoma y Gomorra.
Fernando Aboitiz Saro, jefe delegacional en Miguel Hidalgo, es un buen muchacho, con buenas intenciones. Su gente siempre nos atiende cuando las cosas se ponen de veras difíciles: fauna nociva y contaminación acústica, por ejemplo.
Sin embargo, lo cierto es que todas las mañanas, al despertar, la anarquía y la fealdad siguen ahí, adueñadas de la calle.
Esto sobrepasa la voluntad y la buena fe, sobrepasa incluso la ideología y el color partidario. Fernando, por ejemplo, pertenece al Partido de Acción Nacional; y Virginia Jaramillo, jefa delegacional en Cuauhtémoc, surge de las filas del Partido de la Revolución Democrática. Tenemos pruebas de que Virginia es una mujer honesta y con don de mando (en su momento, logró desactivar la guerra sucia que empleadillos de medio pelo habían declarado a Lalo Serrano, quien no quiso transitar por los oscuros pasillos de la corrupción para obtener los permisos de Ruta 61).
¡Pero las esquinas de Baja California e Insurgentes siguen siendo territorio controlado por vendedores ambulantes!
¿Se acuerda alguien cuando esa zona era un lugar bonito?
Algunos puertos de llegada han desaparecido: el restaurante Las Américas, donde Roberto Vallarino escribía sus poemas al calor de un café exprés; la pequeñísima tienda de chocolates Larín; Deportes Martí, cuyos guantes de box y de béisbol despedían su embriagante olor a cuero, para delicia de los niños que vivimos antes de la era de las franquicias; la librería Zaplana, donde compré todos los libros de Ray Bradbbury que publicó Editorial Minotauro, comenzando por Remedio para melancólicos; y toda la poesía de Octavio Paz, tanto la vieja como la nueva, creo que publicada por el Fondo de Cultura Económica, y la imprescindible colección de clásicos Sepan Cuántos, de Editorial Porrúa, y la infinita colección Austral, y la Justina de Sade, el Divino Marqués; las novelas mexicanas de Joaquín Mortiz (Zaplana era el paraíso); la glorieta de Chilpancingo, la tienda de camisas Zaga (sí, me he pasado de las cuadras del cruce referido, y he llegado a Sonora, a San Luis Potosí, pero es que el tramo entre Baja California y Álvaro Obregón fue, hasta los setenta y principios de los ochenta, un corredor de maravillas; me atrevo a decir que en esa época era la parte más interesante de Insurgentes, al menos para un adolescente como yo).
Otras estaciones aún están ahí: la Vaquita Negra, el cine Las Américas, el Sanborns de Aguascalientes; La Espiga, cuyas empleadas siguen de malas, lo que las mantiene misteriosamente atractivas: parecen personajes de películas soviéticas; las meseras de El Molino son, en cambio, como lindas monjitas recién bañadas.
O tempora! O mores!
Yo entiendo de inexistencias y supervivencias: nada es eterno. Lo que no me cabe en la cabeza es la fealdad y la toma de espacios públicos por los ambulantes.
¿Qué pasa, Fernando y Virginia? ¡Díganme que las mafias que controlan el comercio ambulante tienen más poder que ustedes y nosotros juntos! Díganmelo, y ya veré qué hago con mi vida. ¡Pero díganlo! Me argumentarán razones económicas y de control de estallidos sociales, porque la alta tasa de desempleo arroja a las calles a muchos, que de otra manera se convertirían en delincuentes.
Entonces, ¿qué hacemos?
Bueno, y todo esto lo escribí porque a las siete de la mañana me tocó, en el Metro, la nueva forma de vender piratería: con un amplificador colgado al pecho y puesto a todo volumen, para que quienes vayamos en el vagón conozcamos el nuevo disco de antología, con los éxitos de quién sabe quién y de quién sabe cuándo, trescientas canciones en un solo disco, en formato MP3.
Hasta ahí, dije: ¡Bueno, así es la vida, ni modo! Esto no dura más de cinco minutos. Pero hubo algo que terminó por sacarme de mis casillas: fui obligado a escuchar, entre las estaciones Tacubaya y Constituyentes, Dust in the Wind en versión para violines y arpa. Para rematar, Nirvana en crudo.
¡No se vale, no se vale! Yo no le he hecho daño a nadie. Me alivio pensando en que el sábado escucharé a Male Rouge, acompañada de su extraordinaria banda Del Water Ribaibal.
Anoche se despidió Male Rouge de Ruta 61. Lalo Serrano, sabio entre los sabios, dispuso que las mesas altas que dan a las escaleras fueran ocupadas por mujeres bonitas y de lugares diversos: Alma Jordán (mexicana), Marie y su hermana gemela (cubanas), Ingrid Ojos de Mar (argentina de origen alemán) y la preciosa Carolina Román, española que está viviendo en México como directora creativa en OgilvyOne.
Por ahí andaba también Diana Goldberg -con quien viajé hace poco más de un año a Chiapas, para internarnos en territorio zapatista, cosa que hicimos y pudimos registrar por escrito y con fotografías; aunque breve, fue tan profunda nuestra experiencia, que el lazo de nuestra amistad se teje precisamente con el hecho de sentirnos tocados por la Historia-. Diana llegó al bar acompañada de varios amigos, entre ellos el extraordinario fotógrafo Pedro Meyer (¡y yo, con la cámara, disparando a diestra y siniestra, sin pudor!).
Jaime Holcombe, guitarrista de Las Señoritas de Aviñón, no paró de aplaudir cada canción de Male... y de implorarle que no se fuera. Yo no sé si es la paternidad o qué, pero a Jaime cada vez lo veo más contento. Male lo invitó a subir, y con él cantó Mustang Sally. Estamos acostumbrados a la excelente voz de Jaime, pero lo que nos sorprendió es que, de tan contento que estaba, soltó su cuerpo y se puso a bailar al ritmo que le marcó la Rouge.
Hugo García Michel, director de La Mosca y líder de Los Pechos Privilegiados, no se movió de su lugar: se veía feliz, confirmando a cada momento que tuvo razón al dedicarle un buen espacio de la revista a Male Rouge. Octavio Soto, líder de El Charro y los Moonhowlers, también se veía lleno de alegría. Pero el que siempre me sorprende por su capacidad para socializar es Hernán Silic, el Gato Silic, Pelusa: lo vi platicar con todo el mundo, sonriendo y quitándose del rostro sus caireles y tirabuzones, para poder beber de su copa o saludar de beso a mujeres, hombres y demás criaturas de la noche. Por su parte, Pablo -el capitán- me sirvió una cosa que no conocía: un caballito lleno de B52 (por el nombre, es posible imaginar sus efectos), que medio compartí con Alma y Carolina, aunque ellas -muy propias- prefirieron abstenerse lo más posible.
Antes de Male y Del Water Ribaibal, se presentó el cubano Osamu Menéndez, tipo muy simpático y buena persona, cuya banda hace las cosas decorosamente. No toca blues ni sus letras son relevantes, pero su rock entretiene a la gente. Digamos que a Osamu le va a ir muy bien (supongo que ya le va), en el Hard Rock Café y en lugares como ésos; pero creo que Ruta 61 no es un sitio para él. De cualquier manera, su sonrisa y la picardía de sus ojos, su sencillez, su disposición a divertir a los demás, lo hacen una gran persona (Claudia de la Concha fue invitada por Osamu para hacer algo con la música de Led Zeppelin).
En fin, fue una gran noche, como todas las que se viven en el Ruta 61.
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