Sobre el lenguaje en la cama,
en el templo y en el estadio
Dales la vuelta,
cógelas del rabo
(chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la
boca a las rejegas,
ínflalas, globos,
pínchalas,
sórbeles sangre y
tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo
galante,
tuérceles el
gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz
que se traguen todas sus palabras.
Octavio Paz
Las
palabras
“Ya
veo que usted conoce a fondo el asunto.
Su
caprichoso diablo me gusta mucho.
Pero
quisiera que me hablara del hombre.”
Leonid Andréiev
El
diario de Satanás
Permíteme,
lector, transcribir aquí un largo párrafo de El arco y la lira, de Octavio Paz, donde el poeta
deslinda a la poesía de lo que él llama, más adelante, “la expresión maquinal
de nuestros sentimientos”. Este deslinde es, en mi opinión y para mi reflexión
personal, muy importante, porque hace apenas dos o tres días me sentí tentado a
considerar “poesía coral” al grito “puto” que hoy surge “espontáneamente” desde
las gradas de los estadios donde se juega un partido de fútbol. Así se me antojó considerarlo, es cierto, y
muy seriamente, por lo que, en busca de bases teóricas, acudí a uno de los más
grandes pensadores del siglo XX, para
confirmar, rectificar o incluso desmentir mi suposición.
Yo estaba
equivocado. Y ya explicaré mi desacierto, con base en el poeta. Pero antes debo
decir que, sin embargo, no cometeré otro error: el de considerar que si el
grito en el estadio no es poesía, entonces es ladrido. No es uno (por lo que
más adelante nos dirá el párrafo prometido) ni es otro –y aquí también acudo a
Paz, quien a su vez recurre a Wilbur Marshll Urban- porque en el grito del
estadio aparecen aparentemente las tres funciones del lenguaje humano:
la función representativa, la función indicativa y la función emotiva, que son,
a propósito, inseparables entre sí: “En cada expresión verbal aparecen las
tres, a niveles diversos y con distinta intensidad. No hay representación que
no contenga elementos indicativos y emocionales. Y lo mismo debe decirse de la
indicación y la emoción”.
Observa,
lector, que subrayo el adverbio aparentemente,
porque me surge una pregunta: ¿El grito de los estadios es, como expresión
verbal, un instrumento de comunicación? Creo que no. Y si lo fuera (pero no lo es), los guardametas adversarios deberían ser informados de la existencia milenaria de un remedio (todo maleficio tiene su antídoto eficaz): para neutralizar la vox pópuli, basta responder ¡Botellita de Jerez…! Con eso, el petardo se malogra, por consecuencia homeopática. O puede, en su defecto, atenderse la recomendación hecha a Carlomagno por Alcuinus Flaccus Albinus en Aquisgrán, residencia favorita del emperador (aunque, para nuestra fortuna, está registrada en una de las epístolas del teólogo):
Nec audiere qui solent dicere vox populi vox dei,
cum tumultuosas vulgo semper insianae proxima sit.
Aunque el latín de Alcuino es clarísimo, transcribo la traducción de Wikipedia: "No debe escucharse a quienes siempre dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues el desenfreno del vulgo está siempre cercano a la locura".
“En todo intercambio verbal
se juegan relaciones de poder (…).
Muy a menudo, es el más fuerte
quien impone al más débil
su propio idiolecto.”
Catherine Kerbrat-Orrechioni
La enunciación de la subjetividad en el lenguaje
Transcribamos ya el párrafo de Octavio Paz, donde zanjo el asunto (mi extraño deseo de sobreestimar o menospreciar el corus bellicum).
“Las palabras, frases y exclamaciones que nos arrancan el dolor, el placer o cualquier otro sentimiento, son reducciones del lenguaje a su mero valor afectivo. Los vocablos así pronunciados dejan de ser, estrictamente, instrumentos de relación. Croce observa que no se trata, propiamente, de expresiones verbales: les falta el elemento voluntario y personal y les sobra la espontaneidad casi maquinal con que se producen. Son frases hechas, de las que está ausente todo matiz personal. No es necesario aceptar el juicio del filósofo italiano para darse cuenta de que, incluso si se trata de verdaderas expresiones, carecen de una dimensión imprescindible: ser vehículos de relación. Toda palabra implica un interlocutor. Y lo menos que puede decirse de esas expresiones y frases con que maquinalmente se descarga nuestra afectividad es que en ellas el interlocutor está disminuido y casi borrado. La palabra sufre una mutilación: la del oyente”.
¿Pero si no es poesía ni es ladrido, qué diantres puede ser el exabrupto en los estadios?
¡Hice trampa! Acabo de llamar al grito exabrupto. No lo es, al menos no lo es en el estadio. Dicho en misa, a la hora de la Consagración, sí lo sería y muy feo: una descortesía y una irreverencia, que acaso podemos justificar y hasta aplaudir en las acciones del colectivo Pussy Riot, pero no en nuestro retorcido deseo de presionar a Dios para que yerre en el milagro de la transubstanciación.
A propósito –permítaseme la digresión-, debo confesar un pecado que cometí en París (enero de 2014): fui con Luz Elena, mi sobrina amada, a misa cantada en Notre Dame, muy tempranito, y pasé a comulgar. Pero en vez de deglutir el cuerpo de Cristo, lo saqué de mi boca, lo puse entre mis manos y lo guardé en una pequeña lata vacía de pastillas con sabor a yerbabuena. Lo mismo hice, días más tarde, en Saint-Nicolas du Chardonnet, templo que desde 1977 está ocupado por la Fraternidad Sacerdotal San Pío X (fundada por Marcel Lefebvre –seguramente, los católicos de mi generación lo recuerdan muy bien): conservé
también la segunda hostia consagrada (pan
de vida) en una lata vacía de gomitas Valda Adoucit La Gorge.
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Notre Dame |
Sé que mi
acción es un pecado, pues la Santa Madre Iglesia prohíbe terminantemente robar
el manjar del justo, alimente con el
que se nutre y fortalece nuestra caridad, y con la que somos colmados de gracia
y bendición.
Todavía no
encuentro el documento en el que se define este pecado, pero no me queda duda
de que lo es, después de leer con mucha atención el artículo del catecismo
católico dedicado a la Eucaristía (Parte II, Sección II, Capítulo I, Artículo
3) y la declaración del Código de Derecho Canónico sobre el asunto: Qui Divinam Eucharistiam abiecit aut in sacrilegum finem
abduxit vel retinuit, excommunicatione maiore puniatur (Quien arroja por tierra las especies consagradas o las lleva o retiene
con una finalidad sacrílega, incurre en excomunión). Sin embargo, espero
defenderme con un argumento: no hubo, no hay y no habrá en mi acción y mi
conserva profanación ni voluntad sacrílega sino humilde y respetuoso deseo de contar con una
reliquia de valor inestimable: Latens
Deitas (Divinidad Oculta o Dios Escondido), frase feliz de Santo Tomás de
Aquino en su Adoro te devote (1264).
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Saint-Nicolas du Chardonnet |
Salto del
tren de la digresión y vuelvo caminando al andén donde dejé mis reflexiones
sobre el corus bellicum.
“…tomarte
por atrás, como un cerdo que monta una puerca,
glorificado
en la sincera peste que asciende de tu trasero,
glorificado
en la descubierta vergüenza de tu vestido
vuelto
hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha
y
en la confusión de tus mejillas sonrosadas y tu cabello revuelto.”
Carta de James Joyce a Nora Bernacle
2 de diciembre de 1909
Preguntaba yo, antes de confesar mi pecado parisino: ¿Pero si
no es poesía ni es ladrido, qué diantres puede ser el exabrupto en los
estadios?
Ni exabrupto ni ex
abrupto. Grito, solamente, sin adjetivos ni descripciones, grito pensado,
coordinado y vuelto consigna (que se anuncia con la interjección “eh”). Grito,
solamente, como el de la pintura de Edward Munch (figura andrógina, angustiada
y asustada –alguien, no me acuerdo dónde, advirtió que el personaje no está
usando sus manos como magnetófono sino que está tapándose los oídos), el
alarido que aparece cuando, ayunos de ideas y llenos de naturaleza, soltamos
“lo primero que se nos ocurre”, como en la cama y frente al objeto amado: no soy yo el que habla,
sino el que (los que) que traigo adentro, con esas ansias sadomasoquistas de
amar a través de la denigración del otro o la deificación del otro: puta, dios,
mamá… o el urgente mandato de “venirse”, formulación de quien, al vaciarse, se
adentra en sí mismo, no va, viene, SE viene en sí: decimos al objeto amado que se venga no como un
llamado sino como la instrucción de que es hora de que ambos regresen a sí
mismos, cada uno a su manera, milagrosa transmutación de los fluidos en la
sangre de Nuestro Señor Jesucristo, podría haber dicho Joyce, si no es que lo
dijo en alguna parte y de mejor manera.
Expuesto todo lo anterior, pregunto: ¿Por qué nos está costando tanto
trabajo aceptar que en el corus bellicum
de los estadios (¡Puto!) hay una evidentísima expresión homofóbica? ¿Por qué no
admitimos que hay en esa palabra-oración (Tú
eres puto) una confesión general: lo peor que puedo decirte es el mayor de
mis miedos, la mayor de mis probables desgracias, el mayor de mis deseos, el
ser dominado, penetrado, invadido, bocabajeado, como “sospecho” que lo es el
homosexual pasivo (el puto)?
¿Por qué preferimos fingir y decir: “No, esto no quiere
decir lo que dice”?
Aplaudiría su sinceridad si los aficionados mexicanos
dijeran: “Sí, decimos puto al otro como contraste de nuestra
convicción-aspiración, el de tener la verga bien parada, porque somos bien
machos y nos los vamos a culear a todos, hijos de la chingada, para que sepan
quién es su padre.”
No, eso no se dice. Se dice: “Es de relajo, no lo tomen
tan en serio”.
En las dos únicas ocasiones que tuve la fortuna de
conocer ciudades extranjeras (La Habana y París), no me costó ningún esfuerzo
esconder en la medida de lo posible mi nacionalidad y pasar inadvertido. En
ninguna de ambas ciudades quise que me vieran: fui a ver, a escuchar, a oler, a
comer, a asombrarme ante la visión de lo otro que también soy yo y de lo otro
que nunca he sido ni creo llegar a ser, a maravillarme ante las diferencias y
las semejanzas. Me refiero a las diferencias y las semejanzas conmigo mismo;
porque no fui –ni iré nunca- como embajador de una entelequia nacionalista sino
como discreto admirador del mundo y de la gente. Y en esta admiración incluyo a
muchos mexicanos a los que no sólo respeto y amo sino que, además, tomo de
inspiración para crecer como ser humano. Cada uno de nosotros es un país
distinto. Escuchar a alguien es viajar a otra parte, conocer otro lenguaje,
otras costumbres, otros hábitos, otros sueños, otro ángulo del universo.
¿Conozco a los mexicanos? No. Apenas si conozco a algunos
mexicanos. A algunos los conozco en persona. A otros, en cambio, sólo los
conozco a través de su escritura, de su pintura, de su actividad política o de
su música. Mantengo relaciones de amistad y de fraternidad con aquellos con
quienes comparto fragmentos de la memoria, zonas de gusto, una que otra idea,
un lenguaje relativamente común y un ámbito inefable, esa dimensión inasible
que llamamos amor.
En mis constantes viajes a las personas, he descubierto
en muchas de ellas la vigencia de una declaración, la del arrogante Humpty Dumpty
que aparece en el capítulo 6 de Alicia a
través del espejo: “Cuando yo uso una palabra, esa palabra quiere decir lo
que yo quiero que diga, ni más ni menos”.
La cuestión –insistió Alicia (una de las grandes
polemistas y racionalistas de todos los tiempos)-, la cuestión es si se puede
hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes…
La cuestión –zanjó Humpty Dumpty- es quién es el que
manda. Eso es todo.
Por eso, por esta conducta solipsista (que Georges Mounin
condena en 1951, por reaccionaria y burguesa), por esa codicia lingüística
(propia de los tiranos) donde la semántica pierde sentido, muchas personas son
capaces de afirmar, por ejemplo, que Dios existe, “porque la palabra dios
quiere decir lo que yo quiero que diga, y mañana, si se me antoja, significará
lo contrario”.
En su Breve ensayo
sobre la perentoriedad, la uruguaya Mónica Vázquez llama a Humpty Dumpty
“precursor del cubismo”, pero no lo llama así por su permanente asalto a la
razón y su constante invasión a los significados, sino por la propuesta que
hace a Alicia de probar tener los dos ojos en un mismo lado de la nariz y tener
la boca en la frente. Sin embargo, creo que la sugerencia cubista de Humpty
Dumpty alcanza y cubre su invitación a dinamitar el lenguaje para que, al caer
en pedazos, los jirones del lenguaje “digan lo que yo quiero que diga, ni más
ni menos”.