Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













martes, 31 de mayo de 2011

Los treintañeros

I. Moby Dick, novela abrazadora y abrasante, novela que moja y quita el sueño, novela que apostilla la Biblia, aunque a veces parece que la Biblia es una larga y profética glosa de Moby Dick, novela que es una literatura en sí misma. Herman Melville comienza a escribir Moby Dick a los 30 años de edad y la termina a los 32.

II. En 1867, Mark Twain, de 32 años de edad, viaja a Europa y conoce Tierra Santa. Al enterarse del costo que los barcos de excursión cobran por surcar el Lago Tiberíades, el escritor anota en su cuaderno: ¡Con razón Jesús prefirió cruzarlo a pie!

Twain se refiere al pasaje bíblico narrado por Mateo (14, 22-36) y por Marcos (6, 45-50). En dicho pasaje, Jesús de Nazareth camina sobre las aguas y alcanza la barca en la que sus discípulos van hacia Betsaida de Galilea.  





III. Si hemos de hacer caso a la tradición y a Dionisio el Exiguo, monje escita del siglo V (creador del Anno Domini), Jesús tiene en el pasaje del Tiberíades 32 años. No descartemos, sin embargo, el más fundamentado cálculo de Pepe Rodríguez, periodista y psicólogo español, autor de grandes libros (como Morir es nada), quien da al Nazareno por lo menos seis años más.

¡No importa! Las cuentas de Rodríguez no invalidan mi afirmación general, pues en ella caben los precoces y los tardíos (Orson Welles es un treintañero precoz, y el mejor Ibsen es un treintañero tardío): los treintaitantos humanos conforman una época fructífera y emocionante para el individuo y su sociedad

Algunos, como Jesús, son capaces de caminar sobre el agua, gracias a su conocimiento de la llamada "tensión artificial", propiedad física que no explicaré aquí (un día lo haré, cuando la entienda). Lo que sí puedo señalar es que la mayoría de las pinturas y los grabados que reproducen el pasaje narrado por Mateo y Marcos, desconocen la manera en que Jesús anduvo en la mar. Tintoretto, por ejemplo, lo pinta en pose de torero al iniciar el segundo tercio (el de banderillas). ¡Esto no pudo ser así! El milagro no es un desplante de torero ni un acto de magia que niega las leyes de la naturaleza. El milagro es un dominio de la naturaleza mediante su conocimiento minucioso. No se necesita ser dios para curar enfermos, levantar muertos, transmutar el agua en vino o multiplicar el pan. Se necesita ser un buen observador de la naturaleza y de los semejantes. 



Para caminar sobre el agua, Jesús debió conocer y utilizar para su provecho la cohesión y la tensión artificial del agua. Así que, en aras del realismo, debemos imaginar al Maestro en una posición semejante a la del gerridae lacustris: el Hijo del Hombre distribuyó su peso sobre sus cuatro extremidades y su abdomen… ¡y anduvo sobre las aguas del Mar de Galilea! 

Obsérvese a Pedro en el cuadro de Jacopo Robusti: el Maestro lo ha invitado a imitar su osadía. Pedro, con 32 años de edad, abandona la barca y entra al mar embravecido.  Lo que ya no vemos pintado es el hundimiento inmediato del apóstol. Mateo cuenta que los nervios traicionaron al pescador y que el mismo Jesús tuvo que acudir en su auxilio. Lo ayudó pero lo regañó (acaso entre risas) ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? Parece, según este pasaje, que el Cordero de Dios gustaba de las bromas pesadas. 

IV. Sobre la emocionante edad de los treinta, un caso muy ilustrativo es el de la Iluminación de Vincennes, pasaje de la vida de Jean-Jacques Rousseau, quien en 1749 (es decir, a los 37 años de edad) vive una epifanía al terminar de leer la convocatoria a un concurso de ensayo. De pronto, el joven filósofo queda deslumbrado por su propia mente: las ideas lo asaltan en tropel, su pecho se agita, su corazón palpita con violencia, algo le produce asfixia y, yaciente bajo la sombra de un árbol, descubre que ha llorado a mares. 

¿Qué vio Rousseau en esos minutos? Vio su propia obra futura, pero con una claridad que, confiesa él mismo, nunca pudo reproducir: las contradicciones del sistema social, los abusos de las instituciones, la bondad natural del hombre. Es la iluminación que, de otra manera y por otras razones, modificó radicalmente la vida de Pablo de Tarso en el camino a Damasco (a los 30 años de edad).

V. Volvamos a 1867. Ese año no todos andaban tan contentos como Twain: en Toledo, Gustavo Adolfo Becquer –con apenas 31 años a cuestas- padece la infidelidad de su esposa, llamada Casta; y mi tío Miguel es fusilado en un conocido cerro de Querétaro, a punto de cumplir 36 años de edad.

VI. El abogado defensor de Maximiliano fue Mariano Riva Palacio, padre de Vicente, genial novelista, autor de obras maestras como Monja y casada, virgen y mártir, novela que inició al triunfar la República (a los 35 años de edad), gracias a la confianza que en él puso Benito Juárez, quien le "ordenó" guardar en su casa los archivos de la Santa Inquisición, cosa que hizo con mucho gusto y que supo aprovechar para elaborar sus novelas coloniales (la mencionada y Martín Garatuza, por supuesto)

VII. Dejemos esos entonces y flotemos sobre una noche del siglo XX. Estamos en Wilton Manors, Florida. En absoluto estado de ebriedad, un hombre de apenas 36 años de edad intenta entrar al Midnight Bottle Club. Los vigilantes ya lo conocen: es un vagabundo, pobre diablo, sólo viene a molestar y a robar las propinas. El hombre insiste en pasar, pero uno de los custodios del lugar lo golpea salvajemente. Pocos días después, el hombre muere en el hospital.

Es Jaco Pastorius (1951-1987), a quien he estado escuchando atentamente desde hace varias semanas.

VIII. Entre los álbumes que grabó Frank Zappa durante sus 30, están Chunga's Revenge, Waka/Jawaka, The Grand Wazzo, One size fits all, Apostrophe, Zoot Allures, Studio Tan, Sleep Dirt y Joe's Garage.

IX. Escribo estás líneas mientras por mis audífonos sale la bellísima voz de Joni Mitchel, que canta Coyote en el álbum que recoge el legendario concierto The Last Waltz, de 1979. La hermosa canción pertenece a Hejira, álbum de 1976, en el que, a propósito, toca el bajo Jaco Pastorius. En Hejira, Joni Mitchel tiene 33 años de edad.

Aurélien

Hace algunos años, el canal 22 transmitió Aurélien, miniserie de 2003 dirigida por Arnaud Sélignac, basada en la novela que Louis Aragon publicó en 1945.

En dicha serie, la gran cantante alemana Ute Lemper, cuyos discos conocí  a través de mi amigo Raúl Bretón, hace el papel de Rose Melrose, cuya conducta amatoria la convierte en la mala de la película: su chocante cinismo nos hace odiarla, y vemos en ella a todas las mujeres que disfrutan del sexo fuera de nuestra jurisdicción (es decir, todas).

Durante la serie, uno se entera de las andanzas de este súcubo, de esta sabandija, de esta lamia retorcida.

Casada con el doctor Decoeur, Rose se vuelve amante de Edmond Barbentane, el igualmente cínico primo de Aurélien Leurtillois.

Otro personaje protagónico es Berenice, representada por Roman Bohringer, cuya belleza real ha sido en esta ocasión velada por los requerimientos de la historia: ella debe aparecer como una mujer no agraciada físicamente.

La historia transcurre en los años veinte, y el art decó está muy presente, y la iluminación elegida por Sélignac y su fotógrafo (Michel Mandero) es semejante al Mélo de Alain Resnai (1986), aunque acaso sin tantos claroscuros, por tratarse de algo hecho para televisión.

lunes, 30 de mayo de 2011

El encanto de la fonda

En esta ciudad nuestra, la fonda es siempre aventura y riesgo, topos insolitum que nos invita a redefinir la realidad cada veinticuatro horas. El martes recibimos la mejor atención, el mejor servicio y la más cuidada preparación del alimento. El miércoles padecemos el maltrato del mesero y el desastre de la cocina. El jueves, ay, sólo queda tinga como plato fuerte, el agua es de lima seca y los refrescos están al tiempo (un refresco al tiempo no es refresco).

En Don Pepe, por ejemplo (Temístocles, casi esquina con Ejército Nacional), nunca hay limones en la mesa. Cuando llegan los ansiados y necesarios frutos, ya nos acabamos la sopa de moñito en caldo de res. Tampoco aparecen las tortillas inmediatas, y cuando llegan las morosas el arroz ya perdió el poco calor con el que fue servido.

De pronto, en un arrebato de apurada diligencia, cocinera y mesero sirven con descarada anticipación la carne asada y su guarnición de lechuga y frijoles sin chiste. ¡No hemos terminado con el arroz, y ya tenemos encima el plato fuerte! ¿Y, para colmo, qué encontramos frente a nuestros ojos? Una carne de consistencia deplorable y de origen sospechoso que debemos cortar con el más romo de los cuchillos.

De cualquier manera, el hombre es su hambre. Los remilgos salen sobrando.

Dirás, lector experto, que ando de tiquismiquis. Es cierto, debo quitarme estas maneritas. Sea como sea, la comida corrida tiene su encanto. Admitamos, sin embargo, que las fondas son mejores durante el desayuno.

Te recomiendo el restaurante Arturo, vecino de Don Pepe. Ahí, los huevos rancheros son las más de las veces memorables, gracias acaso a la salsa verde que ahí preparan: es una salsa con carácter, con sentido, con fuerza, con esa gracia que abre las puertas de la fama a cualquier cocina de la Ciudad de México.

¿Cuál es, por ejemplo, el chiste de Los Panchos (Tolstoi, la calle)? ¡Su salsa, señor mío, señora mía, su salsa!

Claro, es necesario adiestrar al mesero y a la cocinera de Arturo en el gusto personal:

-Tráigame un bolillo y medio, por favor. Y ya compren toronjas, querido amigo, que estoy harto de las naranjas. ¡No me ponga la canasta de pan dulce! Soy de estómago chiquito. ¿El café? Pues me lo tomo, pero no se lo voy a aplaudir. Por favor, que la yema tire hacia lo bien cocido pero sin perder la fragilidad y el color de lo crudo, ¿me entiende? A ver si logramos usted, la cocinera y yo instalarnos en el madhyama-pratipad del budismo durante la preparación de mis huevos rancheros.

Resumo la idea al joven que me atiende (aunque no estoy seguro de lo que digo):

-Al evitar los extremos, afirma Buda, se logra el sendero medio. Entonces, lo que quiero es que me sirva usted unos Huevos Rancheros Budistas, unos huevitos que me otorguen la visión, que me traigan el conocimiento, que me produzcan calma, conocimiento especial, iluminación, nibbana (sin deseo no hay sufrimiento, luego entonces -y esto ya no lo dice Siddharta Gautama - agotemos el deseo a través de una preparación culinaria que satisfaga mi gusto).

En otra ocasión hablaremos de La Hallaca, pequeña y sobria fonda de cocina venezolana. Acabo de conocer ahí el tradicional Pabellón Criollo: carne desmechada, rodajas de plátano frito, caraotas negras y dos lindas arepitas encima de un montículo de arroz blanco.

¿Los sabores? El arroz tiene un poco de ajo y de cebolla, pero no tanto como para apagar el olivo de las caraotas ni el cilantro y el jitomate de la suavísima carne. De este plato, lo mejor es la carne. El resto parece estar ahí como simple escenografía de un monólogo.

¿Es la música un pollo rostizado?


...advierte el doctor Paul Weston (Gabriel Byrne) a Sophie (Mia Wasikowska) en algún episodio de la bellísima serie In Treatment. Y la afirmación, sin embargo, arranca mi pensamiento de la trama dramática. Decido apachurrar el botón de pausa, y saco un cuaderno.

UNO

Anoto (me salgo por la tangente): Las únicas acciones que podemos controlar son las nuestras. Y una de esas acciones se llama música. La música es acción controlada.

No estoy estoy muy seguro del valor de lo recién escrito. Sinceramente, no sé qué es la música. Y si no sé qué es eso, tampoco puedo afirmar que me gusta o que me disgusta.

Aunque prácticas, las dos primeras acepciones que ofrece la Real Academia de la Lengua Española siempre me han parecido estrechas: melodía, ritmo y armonía, combinados; sucesión de sonidos modulados para recrear el oído.

Thomas Clifton (citado por Wikipedia) dice que la música es la disposición ordenada de sonidos y silencios. Y el elemento añadido (silencios) enriquece el concepto.

Ensayo una definición más dilatada de música (para hacerlo, me inspiro en el mismo Clifton y en reflexiones hechas por Joscelyn Godwin en su introducción a La Fuga de Atalanta de Michael Maier):

La música es manipulación del sonido y del silencio
con el propósito de asombrar y generar la sensación
de algo procedente de otro nivel de existencia o de otro orden de ser.

¿Hay acaso otros propósitos en la manipulación del sonido y del silencio? ¡Sí, por supuesto! Enlistemos algunos de ellos: hacer bailar, despertar la nostalgia, insuflar bravura, luchar contra el silencio (práctica enloquecida en ciudades como la nuestra, temerosa secular del vacío), estimular glándulas mamarias, adormecer neonatos, contar tragedias a gritos, vender refrescos, propiciar el retozo del amor, atolondrar adolescentes, despertar quinceañeras, aliviar enfermos, causar alegría, consolar afligidos (como el consolatrix afflictorum de las rogativas lauretanas), luchar contra los rigores y los gustos de los padres, acallar inconformes...

DOS

¿Es la música una criatura geográfica, divisible? ¿Es la música un ente corpóreo con longitud, anchura y profundidad, res extensa como decía Descartes? ¿Puede la geometría señalar la música? ¿Podemos partirla en piezas, como si fuese un pollo rostizado?

No.

La música no es un ente, es una categoría del ser. No puede gustarme toda la música, porque no tiene partes para que yo elija de ella sus patas, sus alas o su muslo. De hecho, tampoco puede gustarme la música. La música no existe en sí. Existen las cosas con música, y todas las cosas que tienen música me gustan.

La música es acción controlada.

domingo, 29 de mayo de 2011

Rosario de estupores


Casi todos los viernes voy al Groove. Prefiero hacerlo solo, porque así me concentro en el gozo que me producen los platillos de Ariel Bujaikiewicz -el chef- y la música del lugar (decencia y tradición en torno al blues, el jazz y el rocanrol). Hago, entonces, mi rosario de estupores:

Salsa putanesca sobre un dócil espagueti al huevo,
y vívida contundencia del plantígrado Thelonius Monk,
dulce monotonía del reggae y alacridad del pelágico guajú,
bíblica sopa de lentejas y ternura delusoria de Marcus Roberts,
sonrisa ligera de Johnny Walker alpinista
o vaso insensato y luminoso de Glenfiddich
que moja la voz de Jerry García.
La experiencia del tavolo per uno (tisch für ein, que decía Kafka a orillas del Báltico -antes de conocer a Dora Diamant) me permitió escribir en marzo del año 9 una Oda a Ariel, que publiqué en Sopa de Florecitas, la bitácora donde guardo mis p(r)o(bl)emas de ál(ge)b(r)a. Pero, hmh, a nadie pareció gustarle o siquiera interesarle. Va de nuez, a ver si aquí tiene más suerte.

Acanthocybium Solanderi

¡Oh, Ariel bendito, qué filete de pescado!
Miro desde el acantilado tu plena sabiduría.
¡Cuánta luz, qué milenaria!
Es tu cocina del paladar abecedaria
y de los dioses eternos la mejor alegoría.

¡Oh, Ariel divino, amo tu guajú a la plancha!
Es una mujer sin macha, con alcaparras y mantequilla
(ellas son la capilla donde oficia el bienvenido limón).

Alejado de tus platos, vivo sin vivir en mí.
Entretanto y aquí, soy abducido por ángeles
y remitido a la más dulce condición.

¡Oh, Ariel diabólico, qué ensalada de aguacate!
Deja que desate mi lengua por tu verde arúgula.

Sin mengua de tus sorrentinos, asesinos de mi esplín,
bendigo tu acólito camote a la naranja,
puré que zanja diferencias y me hace decir contento:
¡Oh, Ariel prodigioso, eres mi domingo de adviento!

Tantán. Sí, nada mejor que comer solo. Pero no muevas compastivamente la cabeza, lector. Misántropo que ladra, no odia. O no odia tanto como pretende.
En realidad, soy un humanista de clóset. Humanista a lo Rabelais y a lo Bocaccio, que se entienda. Apolo no es santo de mi devoción. Al salir a la calle, experimento arrebatos espantosos: tengo, por ejemplo, la imperiosa y urgente necesidad de besar a la señora de los tamales, cuya belleza compite con la de Edward G. Robinson.

¿Por qué será que despierto siempre con un irrefrenable deseo de reintegrarme a la naturaleza y a la Conciencia Universal? No sé, pero para evitarlo fijo mi oído en la canción bravía que vomita el puesto de jugos. Al mezclarse la voz engolada del charro en turno con la risa idiota de las colegialas, desaparece el anhelo de unirme al Tejido Cósmico -sarape veteado, diría Guadalupe Trigo- que forma la mayoría de los chilangos.

Es cierto, tengo el mal hábito de renegar de la gente y de afirmar que me estorba. Sin embargo, quien me conoce sabe que me muevo bien en salones concurridos y en habitaciones compartidas. Digamos que incluso puedo ser encantador.
Las cosas se complican cuando me quedo en pareja: entonces, soy insoportablemente divino.
Hay personas intolerantes a la lactosa. De manera semejante, la mayoría de las mujeres es intolerante a mí. Sin evadir mis culpas y mis irresponsabilidades, advierto que ellas nunca se han tomado la molestia de desarrollar una enzima capaz de absorberme correctamente. Y esa triste discapacidad las vuelve seres paleozoicos, más cercanos al placodermo que al primate (aunque de éste heredan, es cierto, su belleza irresoluta y su vacilante entendimiento).
Dije al principio que los viernes acostumbro comer en el Groove y que me gusta hacerlo solo. Pero el pasado 5 de marzo tuve la suerte de salir de mi ostrasismo y admitir que a veces la compañía no sólo es placentera sino enriquecedora: compartí la mesa con el matrimonio Márquez Núñez (Axel y Monik), cuyo cariño hacia mi hermano Gerardo María (1955-2007) ha sido bálsamo precioso en un mundo que olvida a sus muertos con indolente ligereza.

Y en ésas estaba cuando, al salir del restaurante para responder una llamada telefónica, me tropecé con
José María Arreola.

Chema se encontraba en otra mesa, la más cercana a la calle, acompañado de tres personas (su suegra, su mujer -
Maricarmen García Domínguez-, ambas de hermosa sonrisa, y un amigo de Nueva York).

José María Arreola es uno de los músicos más atractivos e inteligentes de la ciudad. Dueño de una sorprendente comprensión del tiempo y de las texturas, Chema explora el silencio y lo vuelve protagonista central del ritmo.

¿Cómo ilustrar lo anterior? ¿Cómo demostrarlo? Escuchemos
Todos vinieron a la casa del hombre, sexta pista de LabA, el álbum de música horizontal que Alonso Arreola -hermano de Chema- regaló a los olvidadados del mainstream.

Todos vinieron...
es una pieza admirable. Con permiso de Ray Davis, confieso que de veras me atrapó. Su melodía está a la altura de lo memorable, de lo que tiende a convertirse en referente histórico. Es dramática, quiero decir... teatral: hay en ella un gesto permanente de sigilo, hay penumbra en torno suyo, hay suspenso. Es
música negra, en el sentido cinematográfico del término: música noir.

En cuatro minutos y diez segundos, los ejecutantes (Alonso, Carlos Maldonado y Chema) van -con la mano en la cintura- de Benoit
Charest a Robert Fripp (digo, es lo que yo escucho -que cada quien haga su propio mapa-), y José María Arreola despliega sus percusiones como quien sube y baja escaleras cortazarinas (las escaleras construidas por Alonso): sube y baja con el aire de Michael Giles y la destreza de Sunny Murray.

En fin (en principio), no es del disco de Alonso del que quiero escribir esta vez (ya lo hice en otra ocasión), sino de una sorpresa.

Gracias a mi inesperado y feliz encuentro con Chema en el Groove, me enteré de que el nieto de Juan José Arreola acaba de publicar un libro bajo el sello
Rhythm and Books: Aire en espera. Aunque eso de que acaba es un decir, porque lo presentó desde noviembre del año 9 en la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil organizada por el Conaculta.

Sobre este hermoso libro hablaré en otra ocasión. No lo hago en este momento porque es viernes y ya es hora de irme al Groove (tengo ganas de un Serrat vespertino a la orilla de mi sopa de lentejas), pero aprovecharé el fin de semana para pasar en limpio mis notas sobre la novela corta de José María Arreola. Luego, con el deseo de que las leas, lector explorador, las montaré en este espacio.

En el ínterin, corre a comprar
Aire en espera (yo la encontré en El Péndulo de la Condesa). Te la echas en un día o en una noche. Y así, bajo la complicidad de nuestra lectura compartida, será más fácil que descubras mis clásicas babosadas o mis tinos brillantes.

Nicodemus Martimar ab ovo

Texto escrito el 15 de marzo der 2006

¿Qué chiste tiene reconocer un árbol o un gobelino cuando ya son árbol y gobelino? La cosa es mirar el huevo y afirmar, sin lugar a dudas, que ahí hay un pavorreal.

Digo lo anterior para informar que ya apareció, por fin, El Pingüino Rosa, blog de Nicodemus Martimar. ¡Tienes que visitarlo, tragaldabas querido! Hazlo ahora, cuando el guitarrista de D-Lyria aún es joven, insolentemente joven. Porque llegarán los días en que algunos lectores digamos, jactanciosos, que conocemos su obra desde que era semilla fresca, pañuelo apenas bordado.

Yo afirmo, por eso y con autoridad pontificia, que en El Pingüino Rosa se vislumbra el plumaje azul y verde del mejor de los galliformes, y en los cuentos cortos de Martimar ya hay asomos de irisaciones doradas.

Creo, sin embargo, que Nicodemus desea pasar a la historia más por su talento musical que por su destreza con las palabras (apenas se pone a tejer con ellas, brotan mundos insólitos y personajes fabulosos, arte que hereda, sin lugar a dudas, de una madre genial -y que comparte, a propósito, con una hermana lumínica). Pero ésas son cosas que no pueden saberse a ciencia cierta, hasta que suceden. Ahí tenemos el caso, por ejemplo, de Bernal Díaz del Castillo, quien hubiera preferido mayor y más inmediato reconocimiento en cuanto a sus valores militares y en cuanto a sus esfuerzos personales en la toma de Tenochtitlan, a cambio de tanta algarabía por su inconmensurable capacidad de generar belleza con las palabras, entusiasmo justo, así digan algunos pedantes que el cronista es un desaliñado y laberíntico (¿y qué tienen contra los laberintos y los caracoles?, pregunta la jerónima Juana).

Nota de la Redacción. Rescatado el presente texto, descubrimos hoy (2011) que El Pingüino Rosa ya no existe. Esperamamos que Enememe (Nicolás Martínez Marentes) conserve en sus archivos el material literario que durante un tiempo pudimos leer en dicho blog.

Enememe es el guitarrista y compositor de D-Lyria, grupo que en este año (2006) sacó a la luz su nuevo álbum (Pingüinos). Habrá que escucharlo con calma, para luego dar una opinión. Mientras, no es mala idea entrar a la página oficial de la banda y conocer tres cortes del disco: Risa, No te quiero conocer y Mariposas, esta última una verdadera delicia, una canción extraordinariamente bella.

¿Qué hay en D-Lyria? ¡Música perturbadora y letras inquietantes! Es música, por supuesto, música hecha por una generación nacida en los ochenta; y lo que esta banda hace merece escucharse con atención.

Aquí, en Pingüinos, insisto, hay música: un bajo y una batería (Víctor Vichis González y Carlo Martínez, respectivamente) bien puestos, con actitudes que van más allá del decoro y alcanzan momentos memorables; una guitarra decidida a decir y no sólo a ser rascada; una voz muy de la época, quejumbrosa, de película Gore dirigida por Tim Burton.

Me falta, es cierto, rocanrol, blues, funk, rhythm and blues... ¡raíces, pues, raíces! Pero la ausencia se compensa con buena música, un excelente trabajo de composición y melodías inteligentes que ya las quisieran tener -música y letras- grupos de blues que en realidad son orquestas de bolero electrónico; ya las quisieran para un día domingo grupos de rock que en realidad son agrupaciones de cha cha cha con retos especiales -les falta un cha- o combos de cumbias vergonzantes. A diferencia de la torpeza general, D-Lyria ofrece un trabajo verdaderamente atractivo.

¡Algún día, tal vez, en otro álbum, Nicodemus, Vichis y Carlo decidan abrevar del blues y el rocanrol!

Pero, cuidado, tal vez estoy mal interpretando la música de la banda; acaso D-Lyria no se reconoce en la historia que yo busco. O tal vez hay, como siempre, un deseo de rompimiento, un deseo de generar otro santoral y otra sacralidad, una nueva liturgia. En ese caso, propongo al grupo definir y asumir su propia genealogía, tomar conciencia de ella y trabajarla hasta sus últimas consecuencias.

sábado, 28 de mayo de 2011

De sueños y lagartijas

Texto escrito el 18 de febrero de 2008

En verdad, en verdad os digo
que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo;
pero si muere, llevará mucho fruto.

Juan 12, 24-25

Y sólo la muerte, tranquila como una esteticienne altamente cualificada,
se paseaba por el cielo a la espera del momento propicio
para deshacer de un capirotazo
el frágil equilibrio entre la existencia y la inexistencia.

Stefan Chwin, La Pelikan de Oro

Tu obra y el dolor que tú has sufrido concientemente,
han procurado consuelo a cientos de generaciones anteriores a ti
e iluminarán cientos de generaciones posteriores a ti.

Voz escuchada en sueños por un moribundo
asistido por la psicóloga Marie-Louise von Franz

Hasta ahora no tuve fuerzas para escribir. Gerardo se fue, y el dolor de su ausencia tardará mucho tiempo en mitigarse. Nunca desaparecerá, pero creo que puedo sobrellevarlo durante el resto del camino. Tal vez se vuelva parte de mi ser, como sucede a quien de pronto queda sin un brazo o a quien súbitamente pierde la vista (he visto ciegos que sonríen y he conocido mancos que brindan con la otra mano).

El salón principal de la casa es hoy un sobrio altar presidido por las imágenes de mi madre y mi hermano. Todas las tardes, cuando ya ha oscurecido, enciendo una veladora; apago todas las luces, y sólo la pequeña lengua de luz habla en medio del silencio y la oscuridad. Así, en ese sosiego, recibimos la noche mi padre y yo, libres del mundo de los vivos, como si nos sentáramos a la orilla cenagosa del Aqueronte, a mirar, sólo a mirar, a escudriñar la calina que desprenden las aguas amargas de este río fronterizo. Vana esperanza de ver lo invisible, de escuchar lo inaudito, de percibir cualquier movimiento, así sea el más leve, al otro lado del caudal. Y en ese anhelo con el que tratamos de destejer nuestra tristeza, mientras aguzamos los sentidos, nuestras manos se entretienen con el lodo frío que nos rodea y sobre el que nos encontramos sentados.

¿Qué es esto? –pregunto.
El tiempo -dice mi padre.

Hiño el légamo y levanto la masa, que se me escurre por los antebrazos. Descubro, entonces, que el tiempo es este sedimento glutinoso que se forma en nuestra conciencia y que nos impide concebir la eternidad.

El recipiente de la veladora es un vaso de vidrio, y la cera menguada ha creado una especie de celosía a través de la cual se cuela la luz de la llama. Y en el rostro de mi madre, y en el rostro de mi gemelo, y en la misma pared, se proyectan sombras bailarinas y danzas de luz que otorgan a la escena los primores de la dulzura y la bondad. Ojos apaciguados por el amor.

Y pienso, mientras observo, en mis más recientes sueños. Gerardo es un perro rojo, alegre, que se lanza a mi encuentro y me lame. Gerardo es una arboleda de la que cuelgan vestidos de seda y de rayón, blancos (el viento mueve los vestidos, cuya albura contrasta con un cielo de nubes gordas y plomizas a punto de reventar). Gerardo es un atardecer bermellón de 1943, doce años antes de nuestro nacimiento. Gerardo es un espaguetti fruti di mare (calamar, camarón, almeja, chirla y pescado), bañado en salsa pomodoro. Gerardo es un vino español. Todos los elementos que aparecen en mis sueños posteriores a la muerte de Gerardo, y todos los eventos que ahí suceden, parecen señales enigmáticas expuestas en desorden para su desciframiento.

La fotografía de esta entrega fue tomada por Gerardo María Aguilar Tagle en octubre de 2007. De pronto, hubo en casa una invasión de lagartijas extraviadas. Cuatro meses antes, fueron palomillas de san Juan las que llegaron en multitud. Unas y otras nos regalaron el espectáculo conmovedor de su muerte: las lagartijas, quedándose quietas hasta secarse; los insectos, sufriendo quemaduras de primer grado después de azotarse repetidamente contra un foco de luz.

La mujer alcatraz

Texto escrito el 3 de diciembre de 2007,
dieciocho días antes de que NSG volara al Cielo.

No hay antes ni después.
¿Lo que viví lo estoy viviendo todavía?
¡Lo que viví! ¿Fui acaso?
Todo fluye:
Lo que viví lo estoy muriendo todavía...

Octavio Paz / Cuarto de hotel

¿Qué dices, Lulú? ¡Oh no, Lulú!
Ya te vas para Hawai,
ya te vas para Hawai.

A.A.T. / Adiós para siempre / Cancionero Inédito

El tiempo es la sustancia de que estoy hecho.
El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy el río;
es un tigre que me destroza pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego…

Jorge Luis Borges, Nueva refutación del tiempo

Leerte es vivir. Y así uno no muere.
Gerardo Aguilar Tagle (05/12/07)
Su penúltimo comentario en el blog
El blues de la Estufa Divina

La mujer alcatraz

Deprisa Bordonaro Pardavé (Algaida, 1986) sale de Ruta 61 a las cuatro y media de la madrugada. Decide caminar hacia su casa, alegre y gozosa, con calma. Respira profundamente y enciende un Marlboro. Le da por quitarse la chamarra, así, con impaciencia, qué lata tanto abrigo, para qué, si me gusta la carne de gallina. Dicho y hecho, el viento nocturno se pega a su delgada camiseta Rimbros -blanca, de algodón-, y entonces se dibujan sus senos discretos pero bien formados, y sus pezones endurecidos por el frío delicioso. Sonríe. Esta noche no se siente amenazada por esos chaneques de la culpa que a veces grafitean por fuera los gruesos muros de su dicha. Esta vez no. Esta vez no.

¿Y por qué no? Porque la muchacha se previno e instaló los reflectores del instante en el exterior de sí misma. Anda toda iluminada. Su cuerpo –de belleza memorable- parece la fachada de una hermosa cárcel de alta seguridad.

¡Mira, ahí va la Mujer Lecumberri!, dice un barrendero sexagenario a su novia teporocha. ¡Mira, ahí va la Mujer Alcatraz!, dice un cincuentón mariguano a su perrita french poodle:

-Fíjate, Purpulgéis, fíjate. En cualquier momento, escapa de entre sus piernas Clint Eastwood. ¿Pero por qué digo esto como en cámara lenta? ¿Hace cuántas horas que llevo cargándote, chiquita? Mira, mira, es la Mujer Iluminada…

Purpulgéis intenta ladrar, y sale de ella un gemido de cofre diminuto (la perrita lleva una hora tragándose el humo verde de su amo amarillo).

Al pasar, Deprisa escucha claramente las alucinaciones de ambos hombres, pero hace como que no se entera. Ahora, el barrendero y el mariguano ya sólo miran las nalgas redondas y exactas de la niña Bordonaro, que no ha cumplido siquiera los veintidós.

Los hombres suspiran y vuelven al tejido de su propia vida.

Activos y en movimientos de luz, los fanales que alumbran a Deprisa impiden que el espíritu de la aflicción se acerque y haga de las suyas en el alma de la joven. Así, encendida de lo que ella llama La Conciencia del Attosegundo, logra deleitarse en las cosas que suceden, sin sentir que carga el lastre de lo específico y de lo incorregible. Ahora, con ese sistema de vigilancia permanente, Deprisa reconoce en su fruición y en su alborozo la fragancia de lo vivido. Ya no más pesadumbre subjuntiva.

¿La Conciencia del Attosegundo? Sí. Sucede que Deprisa se enteró de la existencia de esa unidad de tiempo, la más breve que ha podido ser percibida en laboratorio, e inmediatamente la volvió su vellocino de oro, su piedra filosofal. Percibir un attosegundo de algo, de lo que sea, se ha convertido en su obsesión, pues está convencida de que en ese microscópico santiamén se halla la explicación del universo. Algo debe esconderse ahí: la eternidad, por ejemplo.

Un attosegundo corresponde a la trillonésima parte de un segundo (en danés, atten significa dieciocho: el attosegundo es 10 a la menos 18), es decir 0.000000000000000001 de segundo. Y Deprisa quiere percibir la realidad que cabe en un attosegundo. Sabe que se trata de un brevísimo intervalo y que es imposible que sus sentidos logren aislarlo en su conciencia; pero el esfuerzo vale la pena, porque en él –en el simple esfuerzo- la vida se extiende, se extiende, se extiende.

¿Y qué puede suceder en ese attosegundo? Ni siquiera las rupturas y las formaciones de enlaces químicos. Unas y otras requieren de más tiempo. Paul Corkum y su equipo de científicos del Steacie Institute for Molecular Sciences (Ottawa, Canadá), lograron generar un pulso de luz que duró apenas la mitad de un femtosegundo, es decir, 650 attosegundos. Y los estudios del egipcio Ahmed Zewail revelaron cómo los enlaces químicos de moléculas de sal se rompían y se volvían a formar en escalas de cien a doscientos femtosegundos (el femtosegundo es a un segundo lo que éste es a cien millones de años).

Pero, entonces, la pregunta sigue sin respuesta: ¿Qué puede suceder en un attosegundo? Deprisa piensa rápido y en voz alta, a la altura de Cholula…

-Sonaré tonta, pero el amor sucede en un attosegundo. Quiero decir, nace en ese lapso. Antes no estaba, y un attosegundo después ya está. Es un agujero negro imprevisto, se abre sin avisar, inesperado, intempestivo, repentino como la belleza. Y caemos en ese hoyo, como Alicia Lidell en su túnel vertical. Amor que no sucede en un attosegundo no es amor, es otra cosa: planificación familiar, amistad erótica, negocio de soledades, estrategia de egocéntricos, no sé. El amor, en cambio, es el vislumbre instanteneo de la eternidad, temporalmente más diminuto que la nada. Por eso es tan peligroso, porque no da tiempo de pensarlo cuando sucede. Tengo que platicar esto con don Ananías Hortoneda.

Por otro lado, creo que hay un pasillo sensorial que une la realidad objetiva a la realidad onírica, y por ese corredor pasa el sonido a la velocidad de 37.3 kilómetros por attosegundo. Llamemos a esto
Intervención Acústica en la Narrativa del Durmiente. El ruido que hace una rata al rascar la duela del comedor pasa vertiginosamente por el pasillo del ensueño, y ese ruido se transforma en la faena de raspar una zanahoria o en el aleteo de la prima Natalia, que en nuestra fantasía ya aprendió a volar.

Esta noche, Deprisa se siente feliz. Sí, es cierto, no se despidió de los amigos, y sabe que la omisión le acarreará uno que otro reclamo de gente que la quiere bien. Pero es que a veces le agarra el vacío cósmico, y no sabe cómo explicarlo sin parecer que anda aburrida. Esta vez, su vacío cósmico se llena de miel, de un fluido dulce y viscoso que no merece derramarse en explicaciones.

Fue una semana agotadora, pero calavera no chilla, como dice, Ezequiel Gustavo Espósito Criscuolo, amigo de la Bordonaro. Es cierto, es cierto, nada de quejas –piensa-, que lo bailado nadie me lo quita, y si por divertirme tengo que temblar mañana, durante el desayuno, que así sea, a mayor gloria de la vida, que nadie se muere de risa, a menos que tenga ya propensión a desaparecer.

Deprisa piensa así porque siempre recuerda a su tío abuelo, don José Luis Osorio Mondragón, eminente geógrafo que no llegó a los sesenta. Hombre mesurado, prudente, de muy poco beber, sin vicios ni costumbres de alto riesgo, fue maestro de excursionismo y apasionado del alpinismo; pero nunca llevó esas prácticas a niveles de peligrosidad. ¿Qué lo mató, entonces?

¡Pues no sé –piensa Deprisa-, el gusto por disolverse acaso! Y a mí ese gusto no se me da, no se me da. A ver cómo le hace la muerte para encontrarme, porque me le voy a esconder a cada rato y le voy a ganar en el ajedrez, como Antonius Block. Todo esto, si no me apachurra un loco idiota o si no me cae un excusado en la cabeza, que de eso es de lo que de veras me da miedo morir.

Deprisa aún siente el golpe en la rodilla izquierda, pero el dolor es una muda lagartija prendida y quieta en la vasta superficie de su ánimo. Sonríe al recordar su caída, ocurrida hace apenas una hora, en las escaleras del Ruta 61: apareció un nuevo escalón o desapareció alguno, quién sabe; la cosa es que tropezó y fue dar –whisky en mano- a los pies de un tonto, quien no hizo el menor intento de ayudarla a levantarse, aunque el maleducado quedó sorprendido ante la destreza de la muchacha para salvar su bebida.

¿Cómo se llama esta luz de madrugada?, piensa ella, mientras camina por Avenida Baja California, hacia el templo de San José de la Montaña. ¿Cómo se llama esta luz que no es luz, esta sombra que no es sombra? Vargtimmen, se dice en sueco. Es la hora del lobo, el momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos, dice Johan Borg a su mujer, Alma (Max von Sydow y Liv Ullman, respectivamente), a la luz de un cerillo moribundo. Y Deprisa piensa en sus propios fantasmas.

Ya es domingo, pero aún faltan dos horas para que germine la luz. Es la hora de los trailers, mastodontes que cruzan la ciudad y la convierten durante un tiempo en paisaje antediluviano. El aire frío de la madrugada huele a maíz y a carbón, aromas que abren el apetito de trasnochados y madrugadores. Algunos de ellos, por razones distintas –hambre vil o desayuno bendito- buscan guarecerse junto al calor de los tamales.

-Buenos días, jefe. ¿Ya tan temprano?
-Si, mijita, hay que chambearle duro. ¿Qué va a querer? Hay de dulce, y también rojos, verdes y de rajas…
-Verdecito, por favor.
-¿En torta, seño?
-Sí, y un atole calientito, mi jefe.

Faltan quince minutos para las cinco, y Deprisa prefiere sentarse en las escaleras de San José de la Montaña, para disfrutar su trolebús y su atole de chocolate. El sol de diciembre es moroso y desganado, así que vuelve a ponerse la chamarra, porque el frío arrecia a estas horas. Así le gusta la ciudad, apenas despertando. Así la ama. Más tarde, comienza a odiarla. Quién sabe cómo, llega a su mente el recuerdo del viernes 16 de noviembre, cuando fue a ver Fraude, México 2006, documental acerca del proceso comicial del año pasado, y saca de la bolsa trasera del pantalón una serie de hojas dobladas, en las que garabateó pensamientos inmediatos a la película…

La vida de los otros

No te preocupes, lector, no discutiremos de nuevo sobre el asunto. Ya lo hicimos: hubo sombrerazos, nos levantamos la voz, nos irritamos y no pudimos llegar más que a un solo acuerdo: el silencio. Cada uno de nosotros tiene su propia opinión y su muy personal versión de los hechos.

Sin embargo, más allá de los desacuerdos, los desencuentros, las discordancias, las contrariedades y las disconformidades, hay algo contra lo que todos debemos luchar, porque nos degrada y nos retrasa: la censura, por comisión o por omisión.

Como era de esperarse, funcionarios del gobierno federal, sus indispensables lambiscones empresariales, la jerarquía católica, acólitos con micrófono o pluma, y uno que otro empleadillo, han hecho todo lo posible por censurar la película y por entorpecer su distribución y su exhibición. Y no sólo esto sino que, además, volvieron a mostrar su tendencia autoritaria al empeñarse en borrar de la realidad manifestaciones como la del domingo 18 de noviembre en el Zócalo.

Cuenta
Julio Hernández López que a muchos buzones electrónicos está llegando la acusación (obviamente, sin pruebas) de que Fraude: México 2006, fue apoyada con millones de dólares por el presidente venezolano Hugo Chávez. Tal como sucedió en la campaña electoral del año pasado, los correos electrónicos difamatorios provienen de oficinas del gobierno federal, en este caso del Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred), de una de cuyas direcciones IP, la 132.248.69.201, se enviaron los mensajes de guerra sucia…

Calificar o, incluso, juzgar la realidad no es sólo un derecho individual y colectivo sino, además y sobre todo, una necesidad social. También lo es el luchar contra la realidad (el Eterno Prurito Revolucionario gracias al cual los grupos humanos hemos superado, a lo largo de la historia, una que otra discapacidad, una que otra injusticia, una que otra superstición). Negarla, en cambio, es síntoma inequívoco de esquizofrenia o, por lo menos, de inmadurez, de falta de educación, de infantilismo.


Ya son las cinco y media de la mañana, y Deprisa se levanta de las escaleras del templo. Somnolienta, se dirige a su casa, que está a la vuelta de la esquina, después de los repugnantes y nauseabundos puestos de comida que infestan la salida del Metro Patriotismo.

Antes de entrar a la cama, prefiere darse un baño con agua tibia. Abre la llave, se desnuda y, mientras calienta el agua, se mira en el espejo.

Más absorta que Narciso, contempla la esbeltez de su cuerpo (sólo una ligera palidez y un principio de ojeras delatan las horas sin sueño), y sonríe, como deseosa de sí misma, nostálgica de placer, ganosa de acostarse con alguien a estas horas, hacer el amor rayando el sol y, luego, quedarse dormida. El espejo se empaña y Deprisa desaparece tras el vapor blanquecino.

Galería

1. Agustín Aguilar Tagle, de Gabriela Marentes Garza, 1986 / Plumón sobre fabriano
2. Agustín Aguilar Tagle, de Claudia de la Coquille, 2007 / Tinta sobre servilleta
3. Agustín Aguilar Tagle, de Octavio Herrero, 2002 / Tinta sobre servilleta
4. Lagartija Inútil, de Gerardo Aguilar Tagle / Fotografía digital tomada con HP Photosmart M425

jueves, 26 de mayo de 2011

En tiempos de la mujer pez

Jueves 21 de junio de 2007. Estoy en la fonda de los Hermanos Rojas, un lugar frecuentado por los oficinistas del rumbo. Evito mirarlos para no deprimirme: panzones y vociferantes (hablo de los oficinistas, no de los hermanos Rojas), acompañados de secretarias envueltas en espantosos conjuntos de terlenca, feas todas ellas, chillonas como cacatúas en celo.

Pido un refresco de naranja y tres tacos, uno de maciza, otro de nenepil (buche y nana) y, para amarrar, el de chanfaina (bofe, hígado y corazón), todos con su salsita roja y su picadito de cilantro y cebolla. ¡Ay, mamá, qué herencia me dejaste! ¿Te acuerdas, Mailaluz, de nuestras gorditas del mediodía, acompañadas de media caguama bien fría? ¿Y del consecuente cigarro con el que acompañábamos nuestra chismería, a mediados de los noventa?

Me niego a mirar el contenido de mis tacos. No vaya a ser que se me quite el hambre. Apuro el refresco mientras termino de leer el texto escrito por Adolfo Gilly para la presentación de Vlady-De la Revolución al Renacimiento, de Jean Guy Rens. Gilly cierra su hermoso artículo con palabras de André Breton (La belleza convulsiva será erótica-velada-explosiva-fija, mágica-circunstancial, o no será), y pienso entonces que la vida en la fonda de los Hermanos Rojas es casi un poema escrito por el pontífice surrealista.

La belleza convulsiva

Un hombre enjuto y sudoroso extrae de un caldero hirviente partes del cadáver cocido de un cerdo enorme; los trozos son recibidos por otro hombre, éste semidesnudo y ensangrentado, los coloca en tablas de madera y los tasajea mil veces; el mismo hombre coloca las porciones en tortillas bronceadas por la manteca quemada. Mientras, un par de músicos callejeros, uno joven y el otro viejo, ambos probablemente llegados del puerto de Veracruz, tocan exquisitos danzones. ¡Qué música, Dios mío, esto sí es lo mío! El son jarocho, los danzones y varios mambos, sin olvidar los buenos boleros y las canciones de Agustín Lara y de José Alfredo Jiménez (sin mariachi, a pelo), la canción vernácula y algo de la canción bravía.

Si tanta belleza tenemos, ¿por qué nos escupen todos los días y por todas partes cumbias malolientes y purulentas? En esta ciudad, la buena cumbia se fue con Tony Camargo, Sonia López y la Sonora Santanera.

¿Y qué puede saber Agus de música popular y de la calle, si hizo la primaria con los maristas?

En los años sesenta, los cuatro varoncitos de la familia asistíamos una vez al mes a la Peluquería Flores, al principio de Avenida Tamaulipas, y mientras el señor Flores nos cortaba el pelo nosotros devorábamos los números atrasados de Hermelinda Linda, Red Rodgers, Viruta y Capulina, Chanoc, La Familia Burrón, Los Supersabios y Memín Pinguín, revistas de monitos prohibidísimas en casa (y si eran en sepia, peor). A veces, la lectura se dificultaba, porque una gota de Agua de Colonia caía sobre el cuadro donde doña Borola Tacuche soñaba con ser rica y tener una sirvienta llamada Jennifer; o porque un mechón de pelos velaba el cuadro donde Tsekub era perseguido por dos marcianos.

Nunca llegué al final de las historietas, porque el sonido de las tijeras me arrullaba y me sumía en un delicioso letargo, aunque no perdía la conciencia ni dejaba de percibir el mundo exterior. Por eso me acuerdo de las dos estaciones que sintonizaba el señor Flores: Radio Sinfonola y El Fonógrafo. Hoy, la primera es fuente principal del mal gusto. Con decirte, lector a la brush, que su lema (La Estación del Barrilito) fue sustituido por La Más Perrona, seguramente para competir con La Qué Buena. Pero entonces, allá por 1963, ambas emisoras contaban con un repertorio relativamente decoroso. Entonces, dicho repertorio era música para sirvientas, así que los niños sólo escuchábamos eso en la peluquería o en la cocina:

Quisiera abrir lentamente mis venas,
mi sangre toda verterla a tus pies,
para poderte demostrar que más no puedo amar
y entonces morir después.
(...)
Sombras nada más, entre tu vida y mi vida
Sombras nada más entre tu amor y mi amor.


Todavía me acuerdo cuando, en 1966, murió Javier Solís: No me hubiera enterado si no es porque entré a la cocina para comerme medio bolillo repleto de mayonesa, y vi a Esther muy triste, muy pero muy triste. Esther, nuestra lindísima sirvienta, una sabrosa oaxaqueña de veintitantos años. Yo medio estaba enamorado de ella, o al menos la deseaba intensamente. A mis once años, su piel de zapote rojo y su cuerpo firme y lleno me ahogaban en mis fantasías nocturnas. Por ella abandoné al Necaxa de Mota, Albert, Lapuente, Majewsky, Javan Marinho, Dante Juárez (un equipazo) y empecé a irle a las Chivas de Calderón, Chaires, Ponce, Valdivia, Onofre, Jamaicón (un equipazo). Por ella, por Esther, le agarré cariño a Javier Solís. No compraría sus discos, pero cuando llego a escucharlo me siento bien, sonrío y me acuerdo de Esther, mi oaxaqueña sabrosa parecida a la Madre Patria de los libros de texto gratuitos. Esther, que en paz descanse. Ya no estoy seguro de su tierra natal: tal vez era de Guerrero.

-¡Jefe, ai' le encargo la cuenta!
-Cuarenta pesitos, mi jefe...
-
¡Uy, pus qué! ¿Me cogí al cerdo?
-No, jefe, es que las cosas subieron...
-Va que va, muchas gracias.
-Provechito, mi jefe.

Vuelvo a creer en mi ciudad y en algunos de sus habitantes; por fin, después de mucho esperar, escucho en la calle música de verdad, música que se mete en las entrañas y nos devuelve el derecho a sentir placer en este jodido rincón del universo, ese mismo placer que experimento al escuchar uno de los discos que me regaló Sabina León Huacuja, nuestra corresponsal en Grecia: Camarón de la Isla, acompañado de Tomatito, en esa obra maestra que fue el concierto grabado en el Cirque D´Hiver (París) de 1987. No hay en el álbum un solo instante de sobra. La voz de Camarón y cada una de las canciones se meten en lo más profundo del ser, sea lo que sea el ser, sea lo que sea la profundidad: es cuando uno empieza a creer que el alma sí existe. ¿O de qué están hechas estas lágrimas que me sacan José Monge Cruz y José Fernández Torres?

Y a propósito, ya escribió Sabina. Lo hace desde Grecia:

Primera carta. ¡Hola, Agus! ¿Cómo estás? Ya no pude despedirme de ti. No fuiste al tercer concierto del maestro Billy Branch. Te escribo desde Atenas. Es una ciudad realmente bella, color blanco con un poco de rosa y un montón de historia. Aún no he ido a la Acrópolis, pero he visto el templo de Poseidón y de Zeús. Increibles. Pronto, el calor subirá a 43 grados, así que nos refugiaremos en las islas durante el fin de semana. Me dispongo a salir a cenar a Plaka, el barrio debajo de la Acrópolis y, por ende, el más turistico y concurrido de la ciudad en la noche. Tendré que gastar numerosos euros. Ya te contaré. Te mando un beso enorme, Agus, y un abrazo a la griega.

Segunda carta. Estoy en una isla de ensueño, Naxos, a seis horas de Atenas. Es realmente bella, nada parecido a algo que hubiera visto. Hoy fui a la cueva de Zeus, toda una aventura: tuvimos que caminar dos kilómetros, y uno más para subir un monte. subiendo un monte. Pero valió. ¿Qué tal Ruta, Agus? Un beso. Saludos a todos desde las cicladas.
Sab

También escribe nuestra corresponsal en Barcelona, la sempiternamente hermosa Carolina Román Mallada. Pasa que le conté de mis acercamientos al flamenco. Entonces, que la chulada de mujer me va mandando cuatro delicias. ¡Bueno, bueno, que ya quiero verla bailar, con los brazos en alto y las manos como pájaros adolescentes! En alguna parte, Federico García Lorca, poeta gigante, llama a las bailaoras de flamenco epilépticas de la luna. Sí, claro, brujas gitanas que deletrean con el movimiento de sus cuerpos el diálogo de los dioses más antiguos, aquellos que inventaron la noche.

Dice Carolina:

Agustinito, claro que hay flamenco en Barcelona. Cuando vengas, te voy a llevar a un tablao que ni qué. Es más, además de flamenco hay bulería, fandango, rumba… Bueno, con decirte que, por ser Cataluña el principal destino de la emigración andaluza de toa la vida, existe incluso la conocida rumba catalana, que es estupenda para bailar. Te mando tres canciones: la primera es flamenco instrumental (Entre dos aguas), del estilo de la que has mandado de Amigo (se refiere a Vicente Amigo, porque le mandé Los ojos de la Alhambra): está tocada por el gran, grandísimo y excepcional Paco de Lucía. Espero que te guste (¡Que si me gustó, pregunta la moza divina!). Es tranquilita (bueno, al final se anima con unos raspados que no veas), perfecta como fondo para trabajar o relajarse con una copichuela. Después, te envío una rumba. Ésta es para bailar o para escuchar (y que el corazoncito baile solo en el pecho). Es justamente de lo que te contaba de la rumba catalana (he de decirte que es un poquito pop, pero voy a buscarte auténticas rumbas catalanas). Y por último te envío una canción que es flamenco oriental. Ya verás, tiene el fondo flamenco pero con el ritmo, instrumentos y voz más árabes que puedas imaginarte (no sé si alguna vez te dije a que a mí me encanta la música árabe, la encuentro muy sensual). ¡Órales, que he encontrado rumba catalana! (Cuando tú no estás). Te mando entonces cuatro canciones. ¡Beso!

Termino esto, porque ya me voy a Ruta 61. Esta noche se presenta Male Rouge, y tengo ganas de un Jack Daniels. El primer vaso lo levantaré en homenaje a la Mujer Pez, por guapa, por sabrosa y por que sí.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Bacilio conoce a Lutgarda I

Texto escrito el 1 de mayo de 2007

El 26 de junio de 1990, Bacilio Macedonio Ruiz asistió a la primera conferencia de Guido Boratto sobre el inicio del pensamiento moderno, dictada en el Colegio de México y dirigida, en particular –según rezaba la convocatoria lanzada por medio de simples volantes-, a quienes creen que lo nuevo se inició apenas hace unos días.

El doctor Boratto habló de la pérdida del centro.

¿La pérdida del centro? ¿Dónde estoy parado, entonces?, pensó Bacilio, bromeando consigo mismo, mientras guardaba el volante entre las páginas de un libro.

De cualquier manera, la incuestionable autoridad del historiador y filósofo de 68 años era suficiente como para provocar la admiración del joven poeta Bacilio, autor apenas de Jitanjáforas del Fornicio pero hambriento siempre de escuchar a los grandes contemporáneos.

Ese día, don Guido explicó clara y detalladamente la diferencia entre dos concepciones del mundo físico, la medieval y la renacentista.

-En la primera, conforme a las ideas de Ptolomeo, el universo está constituido por siete esferas concéntricas, la primera de las cuales es el mundo sublunar, es decir, la Tierra; la última, fija, es la de las estrellas; más allá, sólo está Dios. En el mundo sublunar, a propósito, rige la duración y la corrupción; existe un centro (acaso Jerusalén, acaso Roma). El tiempo, es decir, la historia, cuenta con tres momentos principales: el Paraíso Terrenal, el tiempo de la redención mesiánica y, por último, la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo. En cuanto a la sociedad, ésta se halla, como todo, jerarquizada, y el individuo humano tiene un lugar específico en ella.


Bacilio escuchó atento las descripciones del doctor Boratto, y pensó en Paul Claudel (quien imaginaba a la sociedad medieval como una catedral gótica) y en El Gran Teatro del Mundo, de Calderón de la Barca, cuyo pensamiento parece inscribirse aún en épocas pre-renacentistas (para el dramaturgo, el mundo es una obra escrita por Dios, actuada por los hombres y apuntada por la conciencia).

Más tarde –dijo Boratto-, ya en el siglo XV, aparece La Docta Ignorancia, donde su autor, Nicolás de Cusa, afirma que no hay separación de mundos, sino que el universo es una explicación imperfecta de Dios...

Explicatio de lo complicatio -susurró Bacilio cerca del oído de la bella estudiante sentada a su lado, muchacha de piernas capaces de explicar la existencia del Primer Motor Inmóvil, e incluso de sostenerlo si eso fuera necesario. Ella volteó discretamente, para ver al poeta y regalarle una sonrisa. Acto seguido, un tanto desconcentrados, ambos retomaron el discurso de Boratto...

-El mundo es una esfera de radio infinito, dice De Cusa, una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Y si la Tierra no está en el centro, entonces no es fija, además de que el cambio y la corrupción no son exclusivos de ella.

martes, 24 de mayo de 2011

Notas del Buen Amor

Texto escrito entre el 9 y el 11 de noviembre de 2006

Entonces,
se les abrieron los ojos
y le reconocieron,
pero él desapareció de su lado.
(Lucas 24, 31)


I. El buen amor es irrespetuoso, insolente…

Durante sus tres años de vida pública, Jesucristo (es decir, Jesús el Ungido, el elegido) fue siempre amante de la diversión, la algarabía, el jolgorio, la buena mesa, el vino… y las malas compañías (Marcos 2, 14-20; y Juan 2, 1-11). Supongo, por eso, que ahora, en su eterna estancia a la derecha del Padre y en memoria de los buenos tiempos, sonríe, lanza bendiciones y aplaude cuando algún grupo de mortales aprovecha el día para celebrar la vida, nunca para negarla.

Ahí, en esa actitud donosa, jovial y festiva, está una de las claves de su mensaje, clave que no se debilita ni siquiera cuando Jesús explica a los escribas la elección de sus amistades y sus comparsas:

-No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.

Con la esperanza de que la cita en español coincida en esencia con el arameo de la época (o al menos con el koiné de los evangelistas), recordemos que dichas palabras son respuesta inmediata (de bote pronto) a los reclamos hipócritas de los mismos que el nazareno llama sepulcros blanqueados, serpientes, prole de víboras. Así que no las interpretemos de manera literal, como un programa de vacunación, porque bien sabemos dónde ubica Jesús las verdaderas enfermedades de su tiempo –que es el nuestro- (pequeño muestrario: Juan 2, 13-16; Juan 3, 19-20).

Ahí donde dos o más se reúnan en mi nombre, ahí estaré yo, en medio de ellos (Mateo 18, 20), dijo este judío maravilloso, palestino fuera de serie, galileo sin par. Más griego que egipcio, Jesús nunca encontró gusto en tumbas, féretros ni sarcófagos. Más le apetecía el campo abierto, el aire libre y las casas donde se respiraba vida, acción (Marcos 2, 23-28)… o aquellos sitios donde el recogimiento era cierto, es decir, fruto de un estado del espíritu ajeno a las vanidades de este mundo. Porque meterse en uno mismo (o en otro, que bien hecho es casi lo mismo) es andar por el camino de Emaús, medio perdido pero bien acompañado.

Así que, digo, Jesús es agua de vida. ¡Tomémosle la palabra!

Parece sencillo, eso de lanzarse hacia la vida y de burlar la muerte; pero no lo es. Casi siempre y por un extraña apetencia de matar el tiempo, hacemos de nuestros ratos libres largos rituales a favor de la nada, a favor de la muerte.

No hablo (¡por favor!) del bendito ocio de la contemplación, la meditación, la reflexión, el recogimiento y la introspección, ni de las lentas y largas horas que dedica el músico a su instrumento o que consagra el poeta a su esfuerzo por juntar dos palabras. Ese ocio (antípoda del negocio) es siembra, génesis, fundación.

¡En ese ocio reposado en el que se escucha el vuelo de una mosca, hay más vida que en la Bolsa de Valores y la Cámara de Diputados!

No siempre, es cierto; pero muchas veces…

Si quitamos a los indolentes, a los enfermos, a los mal nutridos y a los muertos, podemos asegurar que el resto está compuesto de artistas, músicos, niños, poetas y enamorados. ¡Y ellos son la sal de la tierra!

II ¿Cuál es el costo físico del enamoramiento?

He dormido poco. A las tres de la madruga o a las cuatro, ya ando con los ojos abiertos y sin una gota de sueño. Entonces, prefiero salirme de la cama y hacer algo (fotografiar la noche), porque la experiencia horrorosa de quedarse entre las sábanas es de naturaleza tridimensional: tormenta horizontal y tormento que nos abisma en la más angustiante y acuosa de las profundidades, piélago tenebroso vuelto laberinto de grutas emocionales y especulativas donde la incertidumbre que ahoga a Hamlet es un juego de niños.

Sabemos que estamos enamorados por el cambio brusco de nuestra conciencia y los malestares físicos: el objeto de mi amor (l'objecte del meu amor, dicho en catalán) cobra un significado especial. Ella (en este caso, ella, gracias a Dios, muy ella), ella se vuelve tema único del pensamiento y alimento imperioso para sobrevivir la descompensación vitamínica y proteínica que genera el amor.

Cuenta la leyenda, que una noche, el hoy difunto poeta Bacilio Macedonio Ruiz, herido mortalmente por un amor no correspondido, llegó a la cantina de su barrio y empezó a hablar en catalán (porque el amor tiene el don de lenguas). Dijo, según dicen: l’amor és un acte trascendent, massa important com per deixarse endur per velleïtats artificioses o distanciament irònics. L’amor conté pensament propi, i el conté de forma categórica.

Es decir, más o menos: El amor es un acto trascendente, demasiado importante como para dejarse llevar por veleidades artificiosas o distanciamientos irónicos. El amor contiene pensamiento propio, y lo contiene de forma categórica.

La persona amada se convierte en algo nuevo, único y sumamente importante, un pensamiento en sí mismo. Julieta es el Sol, dice Romeo; y Calixto blasfema: Melibeo soy y en Melibea creo, mientras Stevie Wonder afirma desde su ceguera que ella es el la luz de su vida.

¿Y yo, qué digo? Nada, que simplemente no puedo dormir.

¿Qué hago? ¿Es posible fotografiar el amor, para que mis tres lectores me crean? Sí, lo veo, lo veo claramente a las cuatro de la madrugada. ¡Ahí está, trepado, entre las ramas del árbol que da al balcón de mi habitación! ¡Ahí está, mirándome, como un duende travieso, como un fantasma que me sonríe y me envuelve! Me vuelve indefenso, tartamudo, balbuceante, tonto, abatido. Me dice: Estás en mi territorio, porque tus horas son son mis propiedades; yo soy el amor que te da de beber mientras te acuchilla; mírame y habla de mí, mientras sientes que te mueres.

lunes, 23 de mayo de 2011

El Ikarospiel

Texto escrito en agosto de 2007

La noche del miércoles 20 de junio, después de la tormenta, tuvimos en casa invasión de Palomillas de San Juan. Así las llamó Marugenia, mi cuñada, la mujer eterna de Nuestro Señor Gerardo. Lo cierto es que nunca las confundimos con el fastidioso comején (nombre arahuaco para el latino termes), sino que nos sentimos en presencia de otro tipo de artrópodo, pues observamos que sus cuerpos se dividían no en dos sino en tres segmentos. Y por el desarrollo de alas, sospechamos que se trataba de hormigas mutantes. Pero no. Eran hormigas machos, así de simple.

Algunas hormigas machos (no todas) desarrollan alas, pues su meta es copular con las princesas durante el vuelo nupcial. Cumplida su tarea, mueren. Y las hembras preñadas fundan una nueva colonia. Así, la misión reproductora de los Elegidos de Dios explica su extraña conducta ese miércoles, durante el extravío que significó tan inopinada y multitudinaria llegada a la recámara nororiental de la casa.

Flacas y ambarinas, de aspecto inocente, casi enternecedoras, estas hormigas simpáticas e inofensivas concentraban su esfuerzo en acercarse al foco de 75 vatios que iluminaba el cuarto, como para emborracharse de calor (¿supondrían, en su lujuria, que la bombilla era la más hermosa y deseable princesa?). Logrado su objetivo, las hormigas voladoras se dejaban caer al suelo, divertidas y atarantadas; andaban un rato por ahí, caminaban sin mucho convencimiento y, apenas recuperaban la fuerza, emprendían de nuevo el vuelo hacia el sol de cristal, que los esperaba monstruoso y fascinante.

Eso es deporte extremo, no niñerías: volar hacia una fuente de luz y azotarse varias veces contra ella, hasta perder el conocimiento y recuperarlo.

Los entomólogos alemanes llaman ikarospiel a esta actividad de alto riesgo. Advierten, sin embargo, que se trata de un juego erótico y no de un intento de muerte voluntaria, como aquellos suicidios colectivos que se han dado entre ovejas, calamares, lemingos y cabras.

El ikarospiel –señala con agudeza la doctora Marina von Zeller- es un canto a la vida, o a la transmisión de la vida. Quien califique al ikarospiel de locura, de estúpido trastorno de la naturaleza, tendrá que hacer lo mismo con el amor entre los seres humanos. ¡Sí, el amor, el amor! Ese obcecado deseo de experimentar una y otra vez dolor intenso.

Digo y sostengo que eso que llamamos amor no es más que una versión refinada del ikarospiel, anunciada incluso desde la microscópica y dramática competencia entre espermatozoides alrededor del óvulo. Y ya que hablamos de lo que sucede dentro de las hembras de los mamíferos, abandonemos el lenguaje romántico de los biólogos (lectores de novelas de caballería, seguramente), quienes afirman que el espermatozoide más fuerte es el que logra fecundar al óvulo. Perdón, ¿no será más bien el espermatozoide más incauto?

Ante el amor y el ikarospiel, el bungee no tiene gracia ni peligro real, pues en el caso de este último basta que el largo de la cuerda sea menor que la distancia entre la plataforma y el suelo. En cambio, enamorados y hormigas voladoras siempre tocan el ombligo de la muerte, y en ambas especies la sobrevivencia es escasa.

¡Cuánta razón asiste a la doctora von Zeller! Y bien que sabe ella de estas cosas.

A propósito de alas y corazones, dirijamos el seguidor hacia Marina von Zeller e iluminémosla un rato.

Marina pasó su infancia y parte de su adolescencia en México, y aquí conoció a Bacilio Macedonio Ruiz, el poeta, con quien vivió su propio ikarospiel: durante dieciséis años ella fue la bombilla de cristal, mientras que Bacilio hizo de insecto audaz, y parece que el juego satisfizo a ambos, pues sólo así se entiende que se hayan mantenido unidos tanto tiempo. Pero hay un detalle que debemos subrayar: Marina no era precisamente una fuente de calor estática sino una planta en movimiento, una verdadera Darlingtonia Californica, también conocida como Cobra Lily: el néctar que segregaba hacía que Bacilio ascendiera por Marina hasta meterse en ella y perder la voluntad. Dentro de esta mujer carnívora, nunca fue fácil para el poeta encontrar la salida. Cuando por fin hallaba un pasadizo hacia el exterior, Marina lo despedía a golpes o arrojándolo por las escaleras. Y Bacilio sonreía agradecido, con esa sonrisa idiota de los ascetas que no distinguen entre el sufrimiento y el placer.

No pienses, lector exegeta, que el párrafo anterior está construido con sinécdoques, metonimias y metáforas. No hay tropo alguno, todo es absolutamente literal. También lo que viene...

La primera vez que Bacilio entró al cuerpo de Marina, ella tenía apenas diecisiete años y unas ganas enormes de acostarse con el autor de Jitanjáforas del Fornicio. Tal fue el gozo mutuo que el ritual se repitió frecuentemente durante los siguientes tres lustros, aunque no tan seguido como el poeta hubiera deseado (es decir, todos los días). Y los espacios de la ceremonia fueron en muchas ocasiones lugares inconvenientes: albercas públicas, edificios abandonados, pequeños baños en departamentos de amigos, automóviles prestados, nemorosos y lobregos camellones en barrios desconocidos, hoteles sin estrellas, autobuses semivacíos en oscuras carreteras, camas desastradas en cuartos de servicio, sillones verdes frente a ventanas sin cortinas, cocinas medianamente iluminadas.

Un mañana de febrero de 2002, Marina von Zeller despertó inquieta y angustiada, pero absolutamente convencida:

-Bacilio, ya no te quiero. Se me acabaron las ganas de ti. Me regreso a Berlín. Esto se acabó. Adiós.

A Bacilio le dolió mucho verla partir: la siguió con los ojos y con el alma, hasta que Marina se transformó en un puntito apenas perceptible en el horizonte. Y cuando el poeta ya no vio ni el punto, cuando perdió las esperanzas de verla regresar, lloró sobre un plato de harina, puso la mezcla a fuego lento, la dejó enfriar y luego se bebió el mejunje, dizque para que los pedazos de su corazón se fueran medio pegando entre ellos.

Rompimiento, huída, separación, divorcio, exilio, extravío, desaparición, desgarramiento, muerte, abandono, deslinde, escape, liberación, destierro, extirpación, excomunión, expulsión, escisión, alejamiento, jubilación. Casi todos hemos vivido la experiencia del cambio drástico en la relación con nuestros seres queridos, en algunos casos sin heridas, en otros con mucho dolor. Asimismo, nos rodea un mundo en constante transformación que va dejando a su paso nostalgias y suspiros. Sin embargo, como las hormigas aladas, siempre andamos en pos de una nueva aventura amorosa. El ikarospiel está en nuestra naturaleza.