El 20 de mayo de 2007, al leer el artículo de Pedro Miguel sobre los viejos tocadiscos de tres velocidades (78, 45 y 33 1/3 revoluciones por minuto), recordé el Philips monoaural de la casa de mis padres, elegante y sobrio, con plato de fieltro y brazo de hueso, empotrado en mueble de madera, con radiotransmisor integrado y dos gabinetes para almacenar los discos. En él sonaron Los Rufino, Gabilondo Soler, Marisol, los Beatles, Domenico Modugno, Richard Chamberlain y Sarita Montiel, entre otros, con canciones que iban desde Tango Medroso hasta Being for the Benefit of Mr. Kite, pasando por Chong Ki Fu, Ven y ven, Corazón de melón, Nel blu dipinto di blue, All I have to do is dream, Hi-Lili, El relicario y Madelón.
De niño, me gustaba pegar el oído a la bocina del Philips y escuchar las fábulas del Grillito Cantor, que fue mi primer maestro de rima, ritmo y melodía:
La voz del gallo es horario del caballo,
la voz del perro zozobra del ladrón;
la vieja puerta de goznes que rechinan
temblando se despierta con la voz del aldabón.
la voz del perro zozobra del ladrón;
la vieja puerta de goznes que rechinan
temblando se despierta con la voz del aldabón.
Gabilondo Soler fue también maestro del acierto metafórico. Las pesadillas son buitres, y la lechuza es cazadora de pesadillas que protege el sueño de los que piensan bien. Los buitres siempre rondan…
Pero la lechuza los ataca,
hace chuza, desbarata
y los tira con desdén.
hace chuza, desbarata
y los tira con desdén.
El segundo aparato fue un maletín azul cielo que, al abrirlo, extendía dos pequeñas bocinas y dejaba al centro el tornamesa, supongo que Garrard. Éste fue nuestro primer estereofónico y, por ende, la carabela que nos llevó a mundos nuevos ajenos a los de nuestros padres: los Rolling Stones, los mismos Beatles, los Kinks, Led Zeppelin, Cream, Deep Purple, The Who y muchos otros archipiélagos que nos marcaron como generación y que, a la vez, nos privaron de una verdadera educación musical. Porque, hay que admitirlo, nos volvimos intolerantes, sordos y dictatoriales, y entonces perdimos la oportunidad de reconocer la belleza de otras formas, de otros géneros, de otras tradiciones.
En aquellos tiempos, la amistad se construía y se fortalecía a partir de criterios absolutamente esotéricos: si no te gusta el buen rock, eres un maldito burgués o eres mujer. Porque, a propósito, las mujeres eran naturalmente incapaces de tener gusto musical, y amarlas no significaba perdonarlas sino soportar su discapacidad: si una mujer te confesaba que ya le estaba gustando Exile on Main Street, dudabas entonces del valor de ese álbum o soñabas con someter a dicha mujer a una prueba de veracidad con un detector de mentiras. En el sueño confirmabas que esa mujer te amaba demasiado.
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