Muchos de nosotros conocimos a John Malcovich a mediados de los ochenta, cuando hizo el papel de Biff Loman en la segunda version fílmica de La muerte de un vendedor, de Arthur Miller, dirigida esta vez por Volker Schlöndorf. Si bien la actuación de Dustin Hoffman en esa misma película concentró nuestra atención y, por tanto, nuestra admiración, el trabajo de Malcovich –visto en retrospectiva- anunciaba ya la fuerza dramática de quien inmediata y definitivamente nos atrapó al representar al Vizconde Sebastián de Valmont en Relaciones Peligrosa, de Stephen Frears.
Malcovich hizo un Valmont absolutamente convincente: la manera de mirar del actor bastó para que los espectadores experimentáramos de manera simultánea desprecio y fascinación por el perverso personaje. Y es que Malcovich, desde entonces y aún ahora, está a la altura de actores como Erland Josephson y Donatas Banionis, quienes –ya lo dije en otra parte- dan cátedra de cómo se actúa el silencio, como se lleva el silencio al cine, cómo se concentra el cine en un rostro y cómo un rostro puede conducirnos a los más profundos abismos del alma en un instante. Malcovich pertenece a la categoría de actores cuya sola presencia es ya una obra de teatro, un espectáculo fantástico (siempre me pregunto cómo hacen los familiares de Robert de Niro o los de John Malcovich para desayunar en las mañanas con ellos sin sentir que algo está pasando).
Otros dos personajes a través de los cuales John Malcovich me convence de su genialidad como actor son Tom Ripley (El amigo Americano) y Murnau (La sombra del vampiro). Pero de ellos hablaremos en otra ocasión, porque lo que ahora me interesa informar es de un evento trivial pero muy feliz: la tarde del 28 de noviembre de 2008, John Malcovich comió en el Groove, el restaurante bar ubicado en el número 9 de la calle Citlaltépetl de la Colonia Condesa.
Para mí, el Groove es el lugar más acogedor que puede visitarse en la Condesa. Seguramente hay otros lugares en el rumbo y por toda la ciudad que merecen nuestra atención, pero es aquí donde mi oído, mi corazón y mi paladar se sienten verdaderamente a gusto.
Al mirar desde la calle, sabes que en el Groove pasarás dos o tres horas deliciosas.
- La cocina del chef Fernando Lara cuenta con verdaderas obras de arte para el paladar. De hecho, quien esto escribe se ha vuelto adicto a la sopa de cebolla y al espagueti en calamar con salsa pomodoro, platillos que deben ser acompañados de una copa de vino.
- El lugar está alejado del hacinamiento clasemediero de la calle Michoacán (así que no hay que soportar a los insoportables).
- La música ambiental es música de verdad, ora jazz, ora blues, ora reggae, ora la crema y nata de esa pequeña porción del rock que trasciende lo inócuo del género y su aburrida banalidad.
- La atención que se ofrece es no sólo cordial y respetuosa sino amorosa y entusiasta.
P.D. El mismo día de la visita de Malcovich, aunque dos horas antes, otra personalidad encantadora comió en el Groove: Bugalú Peniche, uno de los teólogos y exegetas bíblicos de mayor influencia en el pensamiento agnóstico de las más recientes décadas.
Nota Bene. Invitado por Octavio Herrero y sus hijos, asistí a una de las funciones de El buen canario. Todos coincidimos en algo: Mucho Malcovich y pocas nueces.
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