Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













martes, 14 de junio de 2011

Ananías y el silencio

Salen de la peluquería Excelsior y caminan por Campeche, para tomar Tamaulipas. Aún no dan las dos de la tarde, pero Ananías Hortoneda ya trae ganas de Groove. Se le hace tarde para disfrutar de la sopa de cebolla creada por el antiguo chef Ariel Bujakiewicz y ahora supervisada por el maestro Fernando Lara.

Ananías piensa en unos de los más logrados encantamientos del Mago Bujakiewicz: su guajú a la plancha, único pescado a la altura del arte, con perdón del poeta jerezano y del último tlatoani mexica. Y si la afirmación hortonedina raya con la hipérbole y la injusticia (pues hay toda una ictiología de la belleza), recordemos con el arqueólogo la oda Acanthocybium Solanderi, del ya fallecido poeta Bacilio Macedonio Ruiz:

Acanthocybium Solanderi
Oda Ariel Bujakiewicz
Ex-chef del Groove

¡Oh, Ariel bendito, qué filete de pescado!
Miro desde el acantilado tu plena sabiduría.
¡Cuánta luz, qué milenaria!
Es tu cocina del paladar abecedaria
y de los dioses eternos la mejor alegoría.

¡Oh, Ariel divino, amo tu guajú a la plancha!
Es una mujer sin mancha, con alcaparras y mantequilla
(ellas son la capilla donde oficia el bienvenido limón).

Alejado de tus platos, vivo sin vivir en mí.
Entretanto y aquí, soy abducido por ángeles
y remitido a la más dulce condición.

¡Oh, Ariel diabólico, qué ensalada de aguacate!
Deja que desate mi lengua por tu verde arúgula.

Sin mengua de tus sorrentinos, asesinos de mi esplín,
bendigo tu acólito camote a la naranja,
puré que zanja diferencias y me hace decir contento:

¡Oh, Ariel Prodigioso, eres mi domingo de adviento!

Pero Ananías no dice el poema con la boca (Hortoneda lleva ya varias semanas sin siquiera susurrar ¡Mi reino por unos sorrentinos de salmón en salsa de oyamel!), sino con los ojos, que también saben hablar.

Gamaliel Vallarta, uno de sus mejores amigos, accede a acompañarlo al restaurante de Ignacio Espósito y Manuel F. Sekkel, a cambio de un vaso de whisky. Y con ese acuerdo llegan a la calle de Vicente Suárez.

Gamaliel (a quien vemos aquí, de perfil, retratado por Nuestro Señor Gerardo) es farmacéutico, ejecutante de marimba chiapaneca y hermano del doctor Lauro Vallarta, médico que atendió a Bacilio en el Hospital Rubén Leñero (sí, nos referimos a Bacilio Macedonio Ruiz, el autor de Jitanjáforas del Fornicio, Si yo -ve- viera yo vería, Echándole tierra a mi difunta esposa y, claro, Acanthocybium Solanderi, entre otros exitosos poemas). Gamaliel contrajo nupcias con Natalia Ruiz Ochoterena, prima de Bacilio, mujer a quien conoció durante el velorio del poeta.

Al doblar a la derecha, Gamaliel siente al amigo absolutamente inmerso en el piélago de sus meditaciones.

Primera parte

Lo noto muy callado, don Ananías
–dice Gamaliel-. ¿No va usted a contarme siquiera que el domingo estuvo en casa de míster Blacksmith?

Ananías no responde.

-Me enteré por el mismo Fiodor. Supe que bebieron una copa de jerez en medio de Donizzeti. ¡No me diga, no me diga, lo sé! Elíxir de amor, Una furtiva lacrima, Caruso en 1904. ¡Qué deleite! Así es Fiodor, un sibarita, el mejor de todos. Y puedo imaginarlos, señor mío: ¡Escuchemos y bebamos, que mañana moriremos!, habrá invitado sabiamente el Dandy del Blues, discípulo aplicado de Epicuro.

Ananías se limita a sonreír y a balancearse con el recuerdo de Caruso. Entorna los ojos. Parece como si contemplara la conocida escena de la ópera bufa: Nemorino advierte el brote de una lágrima en Adina, y con ella queda convencido de que el brebaje del doctor Dulcamara es un prodigioso elíxir de amor, cuando en realidad, a fe de Felice Romani, el verdadero y mejor estimulante de la pasión amorosa es el desprecio.

Intermedio

¿Qué ligas hay, a propósito, entre las palabras desprecio y despecho? Los etimólogos no ayudan a distinguirlas: se limitan a señalar un mismo origen: despicere (mirar desde arriba), término latino que, dicen, se convierte luego en despectus, y éste es entendido por esas mismas autoridades como menosprecio.

¿Pero acaso el de-ex-pectus corporal (el destete, la privación del pecho) se utiliza aquí, en el despecho emocional, a modo de metáfora? Habría que reflexionar sobre ello. Por lo pronto, digamos que en el Cantar del Mío Cid la palabra despecho parece tener el sentido metafórico de exilio y no de malquerencia de don Rodrigo hacia Alfonso VI y su ánimo, esa ira regia transformada en saña y traducida en doloroso (y deshonroso) destierro del Campeador.

Acudamos, por otra parte, al Acuérdate del Santo Rosario, una de cuyas plegarias reza: Noli, Mater Verbi, verba nostra despicere, afortunado juego de palabras que podría traducirse de la siguiente manera: Madre del Verbo, nuestro verbo no mires desde lo alto (es decir, no desprecies nuestra súplica).

En resumen, no encuentro sinonimia entre el desprecio y el despecho, sino sólo afinidad, coincidencia de circunstancias: Nemorino desprecia (por borracho), y Adina vive el despecho (y ese despectus la lleva al amor). Claro, la experiencia nos dice que el amor nacido del despecho se disfraza frecuentemente de desprecio, porque así se salvaguarda la dignidad; pero ese teatro patético sólo es parte de la conocida competencia de vanidades que viven muchos enamorados.

Segunda parte


Gamaliel Vallarta interrumpe las cavilaciones musicales de don Ananías, y vuelve a Epicuro.

-¿Sabe usted, amigo, que el filósofo griego consideraba la muerte como una quimera? Mientras estamos, ella no aparece; y cuando ella aparece, nosotros ya no estamos. Luego entonces, ya nos la chingamos, digo yo.


Ananías asiente con la cabeza.

-Y que luego fueron al Parque México, ¿verdad? ¡Ah, los paseos por el Parque San Martín, siempre tan nutritivos! Dice Marco Antonio Campos que ahí, en noviembre y a contrasol, las hojas pueden volverse color flavo. ¿Cuál es el color flavo, maestro?

Ananías encoge los hombros.

-No responda si no quiere. Hipótesis etimológica: Flavo ha de venir del latín flavus. ¿Iré bien, maestro? ¿Qué conocemos con ese apellido? ¡El Aspergillus Flavus, hongo saprofito y patógeno asociado con la aspergilosis! Y el Potos Flavus, que es el lindo cuchumbí, pariente del mapache. No olvidemos al minúsculo dinghani de Malawi, cuyo nombre científico es Pseudotropheus Flavus. ¿Qué semejanza cromática hay entre hongo, mamífero y pez? Muestran en su cuerpo amarillos y rojos. Son como de miel. Como de oro. ¡Ya estufas! El poeta piensa en las últimas hojas otoñales.

Ananías guarda sus manos en los bolsillos del pantalón de gastadísima pana gris.

Gamaliel Vallarta y Fiodor M. Blacksmith entre la gente


Ananías saca sus manos de los bolsillos, se acomoda el pantalón con los pulgares y mira a Gamaliel, quien cree leer una pregunta en los ojos del arqueólogo.

-Le digo, maestro: usted y Fiodor fumaron sendos puros frente al reloj art decó, ese que da las horas en azul y blanco, como dice Marco Antonio Campos, el poeta. No hablo de Viruta, su homónimo, sino del autor de Muertos y Disfraces. ¿Lo recuerda?

Salgo de mi casa, pontífice, ajeno,
con el crucifijo –una mujer-
colgado en mi tristeza.

Ananías arquea las cejas y asiente con la cabeza.

-Fiodor siempre tuvo gusto por los versos de Campos, no me acuerdo por qué. Grecia tenía algo que ver con este afecto. Pero no me haga mucho caso: tengo la memoria como destartalada. Lindo reloj el del Parque México, ¿verdad? ¡Y la herrería de su torre! Bueno, pues fue ahí, frente al reloj, donde Fiodor expresó el inmenso placer que le provoca la vida apacible e inútil.

Calla Vallarta para disfrutar la música que sale de una ventana baja: es el prólogo de Maestra Vida, de Rubén Blades. Alejados, ya no escuchan a César Rondón decir Una tarde de abril, 1975, Quique Quiñones... Retoma el hilo Gamaliel.

-¡Qué disco, maestro, qué disco! ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! El placer del puro un mediodía de domingo: usted y Fiodor en el Parque México. Pero no terminó entonces el gozo: regresaron a casa a tomarse un whisky y un vino uruguayo mientras escuchaban a Charlie Parker.

Charlie Parker with strings, the Master Takes –dice entre dientes Hortoneda, y una bandada de zorzales arranca el vuelo desde la copa de su jacaranda.

-Así es (qué buena memoria tiene, maestro). Seguro recuerda los comentarios de Fiodor sobre este álbum: los puristas pusieron el grito en el cielo, que cómo era posible, que así no, que patatín, que patatán. Y sin embargo, señaló el mismo Blacksmith, Parker with strings es un gran disco: el bop está ahí, integrado a los arreglos conservadores pero efectivos. ¿Sabe que sospecha el crítico Ted Gioia? Que a pesar del placer que a Charlie le provocaron estas sesiones, la grabación será recordada como un evento simpático y curioso, pero nunca una obra maestra.

Ananías sigue con la mirada las nalgas sabrosas de una muchacha que pasea a su perro, y su paráfrasis de Gioia se vuelve calidoscopio de significados:

-Hay mucho jazz, pero hay un solo pájaro.

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