Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













domingo, 5 de junio de 2011

Ludwik Margules (1934-2006)

Fue en 1978 cuando, a punto de abandonar nuestra adolescencia, acudimos al teatro de la UNAM de Avenida Chapultepec (foro que ya no existe) y disfrutamos, con la boca abierta, de una bellísima puesta en escena de Tío Vania, de Chejov, dirigida por Ludwik Margules.
Alejandro Aura fue Vania, Hugo Gutiérrez Vega hizo de Serebriakov, y Julieta Egurrola representó a Sonia. Los tres, esplendorosos, y los otros también, con esa luz interior que –dicen- inyectaba Margules en sus actores, a veces con rudeza excesiva, al grado de convertir los ensayos en ejercicios de dolorosa ascesis.

Ingenuos creyentes de nuestra propia eternidad, por fin nos enfrentábamos al teatro verdadero, a directores geniales y a una gran variedad de actores: unos, con la fuerza expresiva de su madurez; otros, más jóvenes, con la gracia y frescura de sus comienzos.

Días de mucho teatro, días de música a todas horas, días de libros en todas partes, días de cine a cada rato, días de ocio entre amigos, días de amores efímeros, días de café, cigarros y cerveza. Así fueron los últimos años setenta.

Seguíamos con verdadera pasión a quienes considerábamos nuestras estrellas más cercanas (actores, escenógrafos y directores del teatro universitario): José Ángel García y Patricia Bernal (padres del famoso Gael, a propósito de nada), Alejandro Luna (padre de Diego), Salvador Garcini, José Caballero, Rosa María Bianchi, Blanca Guerra, Margarita Sanz, Humberto Zurita, Alejandro Camacho, Nicolás Núñez, en el Santa Catarina, en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz, en El Galeón, en La Casa del Lago, en El Granero, en la Carpa Geodésica, en el CADAC…

Nuestros hábitos no han cambiado mucho, pero hoy nos falta tiempo para cumplir con todos los placeres.

En ese entonces desdeñábamos un poco lo que hacía Héctor Azar y Emilio Carballido; y no recuerdo por qué (admito que me esfuerzo poco por saber si estábamos equivocados, aunque confieso que don Emilio me gusta mucho, cuando alguien sabe dirigir sus obras). Preferíamos, en cambio, a Margules, a Héctor Mendoza y a Juan José Gurrola, y si en algo se involucraba José Antonio Alcaraz, mejor que mejor; todo ellos se hallaban más cerca que otros de nuestras ganas por entender los adentros del bicho humano, y eso sólo podía suceder a través de la abstracción y el hermetismo estético, en el que, curiosamente, estaban inscritos Shakespeare y su época.

De Gurrola, fuimos a ver más de tres veces su Lástima que sea puta, de John Ford, el isabelino, con la fascinante Vera Larrosa –Anabella-, José Ángel García y el mismo Gurrola como cardenal goloso.

Hugo Gutiérrez Vega cuenta que a una de las funciones de Lástima que sea puta asistió la madre de un importante funcionario universitario, y a la compañía le dio miedo que la anciana se escandalizara y que, entonces, llegara la censura. Sin embargo, heroicos, Gurrola y sus actores no cambiaron una sola palabra ni una sola escena (Vera aparecía desnuda muy seguidamente). Al final don Hugo se acercó a la venerable mujer y le preguntó qué le había parecido la obra. Dijo ella que le había gustado mucho la puesta en escena, y cerró su comentario con una frase que alivio al poeta actor:

-¡Qué bonitas nalgas tiene la señorita!

Sin embargo, también quedamos encantados, en 1979, con La Mudanza, de Vicente Leñero, en el mismo teatro, con María Rojo y Luis Rábago; pero… ¿quién la dirigió? ¡No me acuerdo! ¿José Caballero? Pereguntaré a mi amigo Raúl Bretón, él se ha de acordar (Raúl hizo el papel del intruso asesino -de quien sólo vemos la sombra-).

El Tío Vania de Margules contó con un vestuario diseñado por Fiona Alexander (q.p.d.) y la escenografía de Alejandro Luna, quien supo reproducir el universo descolorido de Chejov, universo monocromático, sepia, color de arena.

Años más tarde, conseguí la traducción de Tío Vania que se hizo, precisamente, para la puesta de Margules. Pero ese librito, editado por la UNAM, quedó en la tumba de mi difunta esposa, así que no puedo más que acudir a mi mala memoria, y de ella saco la imagen que aún conservo de Los Exaltados, de Robert Musil, que también dirigió Ludwik y que también nos volvió locos de alegría y de placer. Para esa obra, fue Fiona Alexander la que creó una escenografía llena de luz, dicen que muy art decó, aunque para mí evocaba las manualidades que hacía yo en pre-primaria, con popotes de colores (no era así, pero así aparece en no sé qué parte de mi cerebro). No tuve la suerte de ver lo que hizo Margules con De la vida de las marionetas, de Bergman, ni Bajo el bosque de Leche; pero sí escuché la adaptación radiofónica que, años más tarde, hizo Federico Campbell de la pieza de Dylan Thomas (¿o fue algo de Harold Pinter? ¡Dios, Dios, mi reino por una neurona!), y presencié Roberta esta tarde, de Pierre Klossovski, traducida por Juan García Ponce (mi admiración por el autor de Unión me llevó a leer, una y otra vez, La vocación suspendida).

Los tonos, las inflexiones, los gestos, el dolor manifiesto, el rencor atorado, todo lo re-presentó Margules en su Tía Vania, y yo me quedé con la sensación de que ése era el teatro que querría ver toda la vida, un espejo (plano, cóncavo o convexo) que refleja sombras, sombras que son un sueño, el sueño de vivir.

Descansa en paz, Ludwic Margules.
Baja telón.

2 comentarios:

  1. Y ahora, en pleno dos mil doce, encuentro, evoco, que sin haber estado a punto de abandonar la adolescencia, pues todavía la poblaba plenamente en mis inocuos, siempre curiosos eso si, veintitrés años, algo del teatro que nos hablas corría por mis venas, mis neuronas, mi interés.

    No recordaba, por ejemplo, que Gutiérrez Vega o Egurrola fueron parte del fascinante espectáculo de cámara que vi en el legendario teatro de la UNAM, nada más, al que todavía se referían entonces algunos como Arcos Caracol, encabezado por Alejandro Aura, el poeta, el actor, el maestro de ceremonias...

    Y resulta que Margules era fue sigue siendo un faro para la luminosidad de las escenas puestas con rigor y entrega, con amor y capacidad de devolvernos las ganas la alegría de vivir el teatro y no dejarnos engañar por las luces falsas de la televisión y los relámpagos del cine...

    Saludos. Gracias por el recuerdo...

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  2. Me alegra mucho saber que mi recuerdo despertó los tuyos. En estos tiempos en que la fealdad campea, la memoria nos salva. Va un abrazo gustoso.

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