Introitus

La idea. Elaborar un cartulario definitivo, un archivo general que contenga todo sobre Agustín Aguilar Tagle, así como aquello que se dio, se da y se dará en torno a su persona. En la medida de lo posible, se evitará el uso de imágenes decorativas (se usarán sólo aquellas que tengan cierto valor documental). Asimismo, se prescindirá de retorcidos estilos literarios a favor de la claridad y la objetividad (la excepción: que el documento original sea en sí mismo un texto con pretensiones artísticas). El propósito. Facilitar la investigación biográfica, bibliogáfica, audiográfica y fotográfica posterior a la muerte de Agustín Aguilar Tagle, de manera tal que sus herederos espirituales puedan dedicar los días a su propio presente y no a la reconstrucción titánica de virtudes, hazañas, amores, aforismos, anécdotas y pecados de un ser humano laberíntico, complejo y contradictorio. El compromiso. Cuando busco la verdad, pregunto por la belleza (AAT).













domingo, 5 de junio de 2011

Entre Maxwell Smart y Krysztof Kieslowski

Texto escrito en 2006

Anteanoche, puse Cable en Retro. Comenzaba en ese momento Retro Clips. Me lo soplé, por ocioso, por morboso, por curioso y porque media hora después dieron, en el mismo canal, el capítulo 14 de la tercera temporada del Superagante 86 (Get Smart, The King Lives, transmitido por primera vez el seis de enero de 1968). Dicho episodio contiene una escena genial.

Hay, en el hombro de Maxwell Smart, una tarántula; el superagente urge a su mujer para que acerque un espejo al arácnido, pues las tarántulas –dice Max- son tan vanidosas como las mujeres; al conseguir que la tarántula se distraiga ante su propio reflejo, la 99 pregunta si de una vez le trae un peine; Maxwell le sugiere que mejor traiga un frasco, para atrapar al animal; la 99 va a la cocina, regresa con el frasco… ¡pero olvida quitarle la mayonesa!

Lloré de la risa.

El siguiente capítulo –el de anoche- no fue tan bueno, aunque el doblaje regaló una perla preciosa: hace decir a Maxwell Smart que las momias de Guanajuato están en las Grutas de Cacahuamilpa, y que allá irá a atrapar a un científico loco que está resucitando a los malvados de KAOS muertos en redadas de CONTROL. Para mayor confusión geográfica, el lugar al que llegan Maxwell y la 99 es una isla de cartón.

¡Bravo por el doblaje!

En los comerciales, apuro mi lectura de El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano, que ya tengo que devolverle a mi amigo José Luis Sánchez, junto con el delicioso panegírico de Martín Caparrós. Escribe Galeano, en la página 157, mis certezas desayunan dudas, y confiesa su propensión a sentirse, a veces, un descastado, un exiliado universal, un hombre sin nombre. Después, en la página 165, describe al Che Guevara como un raro tipo que decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Más adelante, en la página 231, lanza una afirmación llena de esperanza para quienes un día somos amargos apocalípticos que pontificamos sobre el buen y el mal gusto... y otro día somos entusiastas integrados que gozamos del kitsch y toda la cultura de masas. Yo sé que Umberto Eco resuelve la disyuntiva en su mismo libro –fue mi amigo Octavio quien, a fines de los setenta, me hizo leerlo-; pero como me reconozco más propenso al Apocalipsis –y como sé que el problema que cargamos los apocalípticos es el de sentirnos exiliados del mundo- creo que es Galeano quien consigue darme una solución personal:

Sí, sí, por lastimado y jodido que uno esté, siempre puede uno encontrar contemporáneos en cualquier lugar del tiempo y compatriotas en cualquier lugar del mundo. Y cada vez que eso ocurre, y mientras eso dura, uno tiene la suerte de sentir que es algo en la infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un fugaz momentito.

Al leer esto –y durante los créditos de El Superagente 86- el programador digital me anunció que estaba a punto de comenzar Decálogo VIII (Dekalog, osiem, 1988, de Krysztof Kieslowski), que quise volver a ver para, ahora sí, ponerle atención a Elzbieta cuando, en el anfiteatro, cuenta su historia, aquélla sucedida en 1943, cuando estuvo a punto de morir por la inacción de Sofía. Porque si uno no entiende esa parte, ya no entienda nada de lo siguiente... y se queda con la idea de que los polacos se angustian de gratis, cosa que no sucede en Ceslaw Miloz, ni tampoco en el Stanislaw Lem de El Congreso de Futurología (sí en el Lem de Solaris). De la poesía de Karol Wojtyla no puedo hablar, porque los pocos versos que leí de él me hicieron pensar que habían sido escritos por el abuelo de Heidi, la enana suiza.

Flash back a Retro Clips. Por lo que pude percibir (para dolor de mis oídos y de mis ojos), los productores de dicho programa definen retro como la música de los ochenta. ¿Eso es retro? ¿Te cae? ¡Es decir, ayer! ¡Qué onda, güey, no mames! ¡Qué picudo, güey! ¡Checa la programación, güey, está de pelos! Sintetizadores, baterías programadas, ritmitos que de por sí ya eran –en los ochenta- regresiones naif.

¿Por qué?

Lanzo una hipótesis, dividida en cuatro partes. Advierto, sin embargo, que se trata de una generalización. De hecho, puedo estar absolutamente equivocado. Por eso, la llamo hipótesis.

1. La música escuchada durante la pubertad y la adolescencia se clava en el alma sin juicios de valor y deja huellas permanentes. ¿Cuál es esa música? Todo aquella que entonces nos da sentido de pertenencia, y ésta es, naturalmente, la que está de moda.

2. Al agotar nuestros veinte o ya entrados de lleno en los treinta, descubrimos que se acerca el fin de la edad dorada; entonces, adoptamos actitudes infantiles y pubescentes, como para detener el tiempo (para comprobarlo, basta platicar cinco minutos con alguien que ande en dichas edades; o también es posible demostrarlo durante la fiesta de una boda: novios e invitados piden a la orquesta versátil que interprete los éxitos de hace quince años; y es cuando los viejos decidimos regresar a casa y desintoxicarnos de tanta lozanía).

3. Si a los quince renegamos de nuestra infancia, entre los veinticinco y los treinta nos empeñamos en reivindicarla, con todo y su soundtrack, así sea grotesco por naturaleza (cuando un treintañero de hoy se emborracha, descubre que se sabe todas las canciones de Timbiriche y acaba bailando a Flans, sintiéndose Simon Le Bon en The Reflex: The reflex is an only child, he's waiting in the park).

4. Los treintañeros son el bocado más apetitoso para los mercaderes de la nostalgia, porque quien tenía entre diez y quince años en 1985, hoy decide que ya es hora de adoptar un pasado testimonial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario